Escena XIX

 

(Se apaga la luz. En el despacho.)

 

Psicólogo:  ¿Helena nunca intervenía?

Salvador:  Si estaba Rafael, no.

Psicólogo:  Un poco raro ¿no?

Salvador: En absoluto, ambos militaban en el mismo partido aunque, en ese momento, lo ignoraba. Luego, cuando milité, comprendí su silencio. Al Partido, no le interesaban seres capaces de pensar por sí mismos, sino soldados que obedeciesen a la voz de mando. Helena no hablaba, porque Rafael lo hacía por ella. El representaba la voz del Partido. Los demás, como no eran militantes, se expresaban con total libertad, sin miedo a discrepar. La autocensura era lo que peor llevaba.

Psicólogo:  ¿Por qué se afilió?

Salvador: Borrar veinte siglos de cristianismo no es fácil. Durante el franquismo, la religión impregnaba nuestras vidas de una forma difícil de imaginar: no distinguíamos entre burgueses y proletarios, pero sí entre auténticos cristianos y los que cumplen por obligación, no había dirigentes, pero sí curas a los que obedecíamos ciegamente como intérpretes del dogmaSustituir la terminología religiosa por una laica no suponía ningún problema, porque se trataba de un cambio superficial, el fondo era el mismo: buenos y malos, existencia de una realidad trascendente con sus intérpretes oficiales…Casi no te dabas cuenta. Eso unido a la brutal represión, que vivías a diario en la calle, en la facultad, en el cine, en las librerías, era difícil no rebelarse. Y, cuando sucedía, a tu lado se agazapaba el marxismo como la única arma capaz de combatir al monstruo, sin advertir que, sólo un monstruo, puede vencer a otro monstruo. Era fácil dejarse camelar por esa serpiente. Dicen los estudiosos, que los grandes pensadores son conscientes del riesgo que corre su pensamiento, después de muertos. Saben que, en manos torpes, se convertirán en palabras estériles, aunque, a veces, dudo que Marx dijera que él no era marxista, o Lenin previera el peligro que Stalin suponía para la revolución, porque el que fueran conscientes se vuelve en su contra, pues, pudiendo remediarlo, no lo hicieron. Los adeptos, para no dañar la figura del maestro, adjudican los errores a un segundón. Si las predicciones no se cumplen es por culpa de las personas, no de la teoría. Se trata de fallos humanos, no de errores teóricos. Las teorías nunca deberían dejar de serlo, su supervivencia depende de ello. El error de Marx comenzó en su décima tesis sobre Feuerbach. ¿Para qué cambiar el mundo si inevitablemente iba a hacerlo? El eremita de Sils Marie tenía razón. La moral es el problema, ¿por qué juzgar la inocencia del devenir?

Psicólogo:  Si Helena nunca exponía sus opiniones políticas, ¿por qué confiaba en ella?

Salvador:  Estábamos todo el día juntos, ¿es que no me ha oído? Además sí opinaba.