Conocí a Jesús el veinte de mayo de mil novecientos sesenta y seis. Lo recuerdo porque tres días antes había sido mi cumpleaños, y mi abuela me había regalado una medalla de la Virgen de Lourdes que provocó un gran revuelo en la clase. Era hexagonal, con la imagen en relieve cubierta por una pasta vítrea de color azulado. El profesor enfadado nos castigó sin recreo, aunque reconoció que era muy bonita.
Nunca me dijeron a qué hora murió. Quizás no lo pregunté o no me respondieron. Estaba dibujando un aguilucho. Pero no conseguía plasmar la ingravidez del cuerpo al posarse sobre la rama. Desesperado miré al profesor. Entonces me percaté de que hacía señas. “El señor director le espera en su despacho”. No sé si por el tono o la expresión de su cara. Pero intuí que algo grave ocurría.
“Siéntate hijo – dijo el padre Raimundo -. Tu abuela…”. «¡Ha muerto! ¡Ha muerto!” -le interrumpí. “Se ha liberado de su cuerpo pero su alma vive y vivirá para siempre” –dijo tratando de consolarme. “Quiero verla”. “Y la verás”. “¿Cuándo?”. “Algún día”. “Ahora, quiero verla ahora” -insistí. “No seas tan soberbio. O nunca, ¿comprendes?, nunca volverás a verla. Te abrasarás en el fuego del infierno, rodeado de pecadores y demonios que, a las órdenes de Lucifer, avivan las llamas del Averno. Y no querrás que eso ocurra, ¿verdad?”. Aterrorizado dejé de llorar. “Ve a la capilla, y ruega a la Virgen para que interceda por su alma”.
Salí como un autómata. Entré en la iglesia y me arrodillé suplicando a la Virgen que me llevara con ella. En ese momento entró el padre José, hizo la genuflexión y se dirigió al confesionario. De repente la puerta se abrió. Hizo señas para que la cerrara. Pero permanecí de rodillas. Impaciente golpeó con los nudillos la pared del confesionario. Intenté cerrarla, pero no pude. Entonces oí una voz. Alguien susurraba mi nombre. Era la señal que aguardaba. Atravesé el patio. Y bajé a la playa. La bajamar había dejado las rocas al descubierto. Avancé lentamente como si cruzara un puente suspendido en el vacío. Cuando llegué al extremo me detuve. Una estela de luz plateada se extendía a mis pies. Cerré los ojos. Oscuros muros se elevaban hacia el cielo. Al fondo, sobre el horizonte, el sol desparramaba su luz sobre la cabeza de la Virgen. Llené los bolsillos de piedras. Y avancé hasta que el mar me cubrió. No tengo claro lo que sucedió después. Recuerdo que caminaba con dificultad y tragaba mucha agua. Debí perder el conocimiento. Cuando desperté estaba en una habitación. A mi lado había una mujer vestida de blanco. “¿Es usted un ángel?”. “No, la enfermera” –exclamó sonriendo.
Me había salvado de milagro. El padre José se levantó con la intención de reprenderme. Pero, cambió de opinión, al comprobar que tampoco podía cerrar la puerta. Entonces sin saber porqué se dirigió al patio. “Sentí que tenía que hacerlo” –afirmó desconcertado. Al ver que saltaba el muro, dio la voz de alarma.
Permanecí en el hospital un par de días. Al tercero, mis padres, acompañados del padre Raimundo, me comunicaron que iría a recuperarme del accidente –como llamaban al intento de suicidio– a una residencia que los religiosos tenían en el Puerto de Santa María. Allí conocí a Jesús, aunque más bien debería decir padre Jesús, ya que, en ese momento, aún era sacerdote.