El comedor era amplio. Las mesas alargadas formaban dos hileras con un pasillo en medio. El padre Francisco se dirigió a un grupo de jóvenes.
–Luis te enseñará cómo funciona.
–A ellos les sirven la comida – cuchicheó señalando la mesa de la presidencia -. Cuando te hayas servido, ven con nosotros.
Cogí la bandeja y me dirigí hacia la mesa.
–Eres muy joven para meneártela, ¿no? – comentó uno introduciendo repetidamente el dedo índice dentro del puño.
–¿Cuándo has llegado? –preguntó otro.
–Esta mañana –respondí con voz casi inaudible.
–¿Has traído alguna revista? Las que tenemos están muy manoseadas.
–¡Calla! El padre Jesús acaba de sentarse en la mesa.
Volví la cabeza. El padre Francisco saludaba a un sacerdote de complexión robusta con el pelo mojado. Tuve la sensación de que era el bañista que había visto en la playa.
–Andrés eres un salido. Se te empinó al instante.
–¿Qué dices? Aguanté unos segundos.
–Ni uno tío, antes de empezar ya estabas empalmao.
–Queréis callar. Os van a oír.
–Y tú chaval, ¿qué te has tirado? Una gallina, una cabra…Desembucha sin miedo, hombre. Todos estamos aquí por lo mismo.
–Con el pito no sé, pero con el tirachinas es un manitas – comentó uno viendo que no respondía.
–Y con la mano –añadió Andrés dándose por aludido -. Soy capaz de acertar a más de diez metros.
–¿Qué?– susurraron al unísono.
–Esto –respondió haciendo un corte de manga. Todos rieron a carcajadas.
–En el pueblo cuando vemos un burro empalmado le tiramos piedras con el tirachinas. No veas lo rápido que la encoge. Andrés siempre le da primero. No hay quien le gane – aclaró Luis observando mi desconcierto.
Por el lenguaje soez, y la obsesión por el sexo, deduje que procedían de familias humildes. Y no tardé en averiguar el motivo. No era la llamada de Dios sino la miseria lo que los había conducido al seminario. Sus padres los dejaban al cuidado de los religiosos para que los instruyeran en la fe cristiana. No se trataba de caridad sino una de inversión a largo plazo. O más bien a fondo perdido. La iglesia disponía de unos años para encauzar sus vidas hacia el sacerdocio. A pesar de la escasa rentabilidad de la operación, no cejaba en el empeño.
“¿Has oído la llamada de Dios?” –me había preguntado, a principio de curso, el padre Raimundo bajo secreto de confesión. A pesar de mis dudas respondí que sí. “¿Cómo duermes?”. “¿En qué postura?” –insistió. “Boca abajo, padre”. “A partir de hoy dormirás boca arriba. No conviene dar facilidades al demonio”. En ese momento no comprendí qué relación podía tener la postura en que dormía con la capacidad de entrega a Dios. Pero no tardé en averiguarlo. Volvía a casa con unos amigos, después de haber pasado la noche pescando en la punta de San Felipe. Al pasar por la plaza de España nos detuvimos a coger hojas de morera. Miguel, un alumno mayor que repetía curso, bajó a enseñarnos los capullos que guardaba en una caja de zapatos. “Si te la meneas sale leche” – espetó cuando doblábamos la esquina de la calle Beato Diego. “¿Tú lo has visto?”. “Sí. Sale leche blanca. Los mayores lo hacen para tener niños”. Una noche noté que me orinaba. Corrí al cuarto de baño. El pijama estaba empapado de un líquido espeso y blanquecino. A partir de ese día dormí boca arriba como había aconsejado el padre Raimundo.