Capítulo VI

 

        Un día le pregunté a mi abuela si le daba miedo la muerte. Debía de tener siete u ocho años. Un compañero de clase había fallecido. Y, en la homilía, el padre Raimundo había dicho que los verdaderos cristianos no la temen porque al morir abandonamos el cuerpo, pero el alma vive eternamente. “¡Farsante! exclamó enfadada-. Claro que tengo miedo. Y mucho. El que diga que no, miente, aunque sea cura. Cuando eres joven, sólo piensas en vivir. Pero, cuando envejeces, empiezas a preocuparte. Recuerdas las historias que te contaron cuando eras una cría. Y rezas sin parar.

    Rezábamos el rosario después del almuerzo. Por la tarde, la acompañaba a la parroquia del Rosario a misa de ocho. Los domingos íbamos a la iglesia de San Francisco. Colocaba el reclinatorio a los pies del altar. Y rezaba por el alma del abuelo, tíos, sobrinos, primos, yernos, nietos, parientes y por cualquier alma que lo necesitase, o lo fuese a necesitar en el futuro.No te olvides de los difuntosinsistía. Lo que más temía era el Infierno porque la condena era para toda la eternidad. El Purgatorio no le desagradaba, para eso estaban las oraciones y las indulgencias, para liberar a los condenados. Es cuestión de tiempoaseguraba.

     – Es un castigo demasiado duro, ¿no cree?

     – El Infierno no es como lo imaginas. El Infierno es no ver a Dios. Eso es realmente el Infierno.

     –¿No ver a Dios? ¿Nada más?

     –Si te dijeran que no ibas a ver a tus padres nunca más, ¿sufrirías verdad? Pues eso es el Infierno. No un antro en llamas. Pero los buenos cristianos no tienen nada que temer. Dios es nuestro padre. Y los padres quieren lo mejor para sus hijos.

     –El padre de Santiago, no. Cree que nunca hará nada de provecho, que será un desgraciado, un inútil en la vida. Pero se equivoca, cuando sea mayor, será misionero como el padre Damián. Embarcará en una goleta de casco negro y velas blancas hacia la India para convertir a los negritos. Y, algún día, tendrá la cara y las manos agrietadas por la lepra, igual que en la estampa que nos dio el padre Raimundo.

     –¿Es tu mejor amigo?

     –Es un Cruzado de María.

     –Quizás vengan el próximo fin de semana.

     –Ya no soy uno de ellos. No sé cómo voy a explicárselo. Pero lo haré, los Cruzados no mienten. Creo que he perdido ese tesoro del que hablaba antes. Si Dios es nuestro padre por qué no me ayuda.