Capítulo IX

 

     Después de comer, Luis se reunía con sus compañeros mientras yo dormía la siesta. Tumbado en la cama recreaba las historias que había contado. Al principio, intentaba pensar en otra cosa. Pero cuando comprobé que, después de imaginarlas, dormía plácidamente. No oponía resistencia.

     –¿Hablar de sexo es pecado?

  –Dios ha querido que los seres humanos se reproduzcan. Sean fecundos y multiplíquense” -dice la Biblia. Y, lo que Dios quiere, no puede ser pecado.

     –¿Alguna vez ha deseado tener hijos?

    –Cuando decidí entregar mi vida a Dios era muy joven. A esa edad no se piensa en los hijos.

    –¿Ha tenido novia?

    –Los sacerdotes no estamos hechos de un material distinto a los demás hombres. Nos tienta la carne como a todos los mortales. A tu edad también sentía curiosidad por el sexo. Pasaba horas y horas en la biblioteca de mi padre mirando libros de arte. Me gustaban las mujeres. Y yo a ellas. Más de una llegó a insinuarse. También tuve una medio novia. Me hubiese casado si Dios no me hubiese llamado. ¿Satisfecho? Ahora es mi turno. ¿Cuál es el primer recuerdo que guardas de tu abuela? Según dijiste dormías en la misma habitación desde los dos o tres años.

  –Tiene que ver con el sexo. Me habían regalado un álbum para guardar los recordatorios de la primera comunión. En las hojas que sobraron pegué estampas de la Virgen, del Señor, de santos y beatos que guardaba en una caja de puros. Las más bonitas eran unas ovaladas rodeadas de encaje dorado que regalaban con las tabletas de chocolatinas, las más feas las de difuntos. Normalmente mausoleos flanqueados por ángeles con largas melenas. A esas mujeres nunca se les ve la caracomenté un día. “Los ángeles no tienen sexo” –respondió mi abuela. No son hombres ni mujeres” –insistió. “¿Por eso en Navidad hacemos de angelitos niños y niñas?”. “Efectivamente”. También guardaba escapularios, medallas de hojalata con la imagen de la Virgen en relieve y un libro de vidas de santos. Por las noches me leía vidas de  mártires, aunque yo siempre pedía el martirio de San Tarsicio. Al ver las ilustraciones mi imaginación se desbordaba: San Tarsicio saliendo de su casa con las sagradas formas escondidas en el pecho; San Tarsicio conducido a un sótano por un judío de nariz aguileña y sonrisa malévola; San Tarsicio crucificado en la pared con el cuerpo cubierto de sangre y magulladuras. ¡Cómo envidiaba su suerte! ¡Hubiese dado cualquier cosa por sufrir idéntico suplicio! Muchas mañanas camino del colegio soñaba con el martirio, pero por las calles de Cádiz no había judíos ni romanos. Al menos como los que veía en los dibujos. Un día le pregunté dónde vivían los paganos. En África” -respondió. Esa misma tarde subí a un barco mercante que había atracado en el muelle. Aunque conseguí entrar sin ser visto, me descubrieron al poco tiempo.

    –Fue una acción muy hermosa Salvador. Realmente hermosa.