En el comedor me sentaba siempre al lado de Luis. El almuerzo era uno de los pocos momentos del día en que estábamos juntos. El resto de la jornada parecía que habitásemos planetas distintos.
–No debería de haber ido.
–La primera vez es normal que se te ponga tiesa. ¿Sabes desde cuando lleva practicando? Desde septiembre. Y no siempre lo consigue. ¿Ves aquel que está sentado al otro extremo de la mesa con el flequillo sobre la frente? Se llama Ignacio. Me culpó de algo que yo no había hecho.
–¿Por qué?
–Entramos juntos en el seminario. Había sido sancionado varias veces. Pensó que lo expulsarían. Así que culpó a otro. Y me eligió a mí. Sé que no lo hizo con mala intención. Estaba asustado. Dios no ordena golpear sino poner la otra mejilla. El auténtico cristiano tiene que sufrir, como Cristo, perdonando y con una sonrisa en los labios.
–¿Y no dijiste nada?
–Siempre ha sido muy impulsivo. Y algo pendenciero. Si lo hubiesen expulsado no habría podido ser sacerdote. Confío en que el padre Jesús pueda enderezarlo.
En ese momento nuestras miradas se cruzaron. Ignacio sonriendo guiñó un ojo. Luis saludó con la mano.
–Es un buen chaval. Pero el demonio de la carne lo tiene bien cogido. El padre superior sabía que mentía. Pero había que culpar a alguien y me tocó a mí. Cuando lo vi de pie, con los ojos clavados en los míos, comprendí que necesitaba ayuda. A su lado estaba la vieja prostituta que deambulaba por las inmediaciones del seminario. Ofrecía sus servicios por unas perras. Una noche Ignacio la vio desde la habitación, se puso ropa de calle para despistar y pidió que se la mamara. Cuando terminó se largó sin pagar pensando que no lo reconocería. Pero ella que era puta pero no tonta, comprendiendo el engaño, corrió a contarle al superior lo ocurrido. “Era un ansia de muchos días padre. Por eso sé que era cura” -insistía la alcahueta. Viéndose acorralado confesó mi nombre. Cuando el padre me llamó al despacho comprendí que se había metido en problemas. Así que acepté cargar con la culpa. Sabía que no me expulsarían. Era la primera vez que me amonestaban.
–Tenías que haber dicho la verdad.
–Lo hubiesen expulsado. Necesitan ayuda, están obsesionados con el sexo.
–Y el padre Jesús, ¿qué dice?
–Que practicando lo conseguirán. Y la verdad es que Andrés aguantó a pesar de que la historia era muy excitante, ¿no crees? –sonrió burlonamente-. Qué pena que no lo viese. Se lo habría pasado en grande. Además le da igual que sean historias inventadas. “Di todo lo que se te ocurra”. Ayer le conté que el monaguillo de mi pueblo, cuando pasa el cepillo, si ve a una tía buena, tira disimuladamente una moneda al suelo para verle el culo. Un día me preguntó si la Virgen y las santas llevaban bragas. Contesté que no. Había visto vestir a la patrona y sabía que el cuerpo era un maniquí. Cuando acabó la misa, y el sacerdote se había marchado, levantó las túnicas de todas la imágenes. Y, ¿sabes que hizo el padre Jesús? Reírse. Cuando le cuente que intentó mover el incensario con la polla va a pensar que me lo he inventado. Pero te juro que es cierto. Si te contara las cosas que hacía, no lo creerías. Y, encima, lo tenían por un santo.
No era extraño que el padre Jesús dudara de la veracidad de esas historias. Yo también tenía mis dudas. Aunque, como tuve ocasión de comprobar, no cayeron en saco roto.