He hecho sufrir mucho a mis padres. Los pobres no sabían qué hacer. Incluso pensaron en cambiarme de colegio. Entonces siguiendo el consejo del padre Raimundo me hice cruzado de María. ¿Cuándo dijo que vendrían? “El próximo fin de semana”. No lo entenderán –comenté resignado-. Pensé que convertiría a toda la clase. Pero tuve que contentarme con seis. Aunque los demás colaboraban cuando hacía falta.
Nuestro principal cometido era cuidar el altar de la clase y, en mayo, adornarlo con paños de encaje y jarrones. Las flores eran el problema más espinoso. Ninguno estaba dispuesto a ir por las calles con un ramo de gladiolos. “Es cosa de mariquitas” –afirmaban cerrándose en banda. Al final, un cruzado se encargaba de llevarlas al colegio. Mientras ellos aguardaban en la puerta para colocarlo a los pies de María, ante la mirada complacida del padre Raimundo.
El equilibrio espiritual duró poco. Nos reuníamos los sábados por la tarde para programar actividades que atrajeran al mayor número de alumnos. Durante la campaña del Domund organizábamos competiciones entre parejas y entre clases. Cada uno elegía al compañero con el que postularía el fin de semana, y una hucha con forma de cabeza de negro, chino, esquimal o indio. El premio era una banda azul turquesa y abalorios traídos de las misiones. Para fomentar la competencia marcábamos, en unos termómetros dibujados en la pizarra, el dinero conseguido. Al finalizar la campaña, cuando los altavoces hacían público la cantidad recogida, acogían la cifra con estruendosos vítores. Esas inocentes obras no duraron mucho.
¿Qué podíamos hacer además de recoger dinero, medicinas y participar en todas las actividades religiosas? Nos preguntábamos. “Sufrir como Jesús” -apuntó uno. “Sí como el Señor que fue azotado y coronado de espinas” –añadió otro. Al instante habíamos elaborado una lista de posibles martirios. Empezamos por privarnos del orozú, polos de hielo y caramelos. Todas las tardes, a las tres, nos parábamos delante del puesto de Juana para ver las chucherías. A continuación depositábamos los dos reales en el cepillo de la iglesia. Un día decidimos introducir piedrecitas en los zapatos. Cuando las madres vieron los calcetines manchados de sangre pusieron el grito en el cielo. Algunas escandalizadas se plantaron en el despacho del padre Raimundo. Cuando averiguaron la verdad sonrieron complacidas: “Cosas de niños”.
No opinarían igual meses más tarde. A principios de marzo, un padre blanco dio una conferencia sobre la labor misionera de la orden en los cinco continentes. Alguien preguntó por qué no aparecían nativos en las diapositivas. “Si fueran identificados, serían encarcelados y torturados. En China y Rusia los cristianos practican su fe ocultos en catacumbas como en la antigua Roma”. “¿Los arrojan a los leones?” -preguntó un alumno. “Hay castigos peores”. “¿Sufren martirio?” -insistió otro. “Contesta esto tu pregunta” -dijo mostrando entre los dientes un trozo de lengua. Algunos retrocedieron espantados. Otros miraron de reojo calculando el espacio que ocuparía el muñón en sus bocas. “Al menos me dejaron un trozo” – concluyó.
Seguíamos cada gesto, cada palabra con auténtico fervor. Nunca habíamos estado tan cerca de un mártir de carne y hueso. Al finalizar, el padre Raimundo rezó para que aumentaran las vocaciones. “Vivimos en un mundo materialista. El tacto, el olfato, la vista, el oído, la lengua son las cadenas que nos atan al pecado” –se lamentaba. Sentí que mi corazón se iluminaba. Cerré los ojos. En mis oídos sonaron las palabras del incrédulo Tomás: “No creeré sino cuando vea la marca de los clavos en sus manos, meta mis dedos en el lugar de los clavos y palpe la herida del costado”. La Virgen me mostraba el camino. Tenía que hacerlo. Y no estaría solo, los cruzados me ayudarían. Era la misión que estábamos esperando.