El plan brotó maduro como Atenea de la cabeza de Zeus. Pernoctaríamos en la capilla que había junto a la entrada de la iglesia. En su interior, sobre la pared, había un Cristo crucificado de tamaño natural. En los laterales, una Dolorosa con el corazón atravesado por un puñal y una Inmaculada Concepción con un halo de estrellas sobre la cabeza. “Si la ven no podrán negarse” -pensé recordando el entusiasmo que suscitaba entre los visitantes la aparición del ángel sobre el portal de Belén. Mi padre prometió hablar con los frailes de la cercana iglesia de San Francisco. “El padre Aventino te enseñará todos los trucos. Es uno de los mejores belenista de Cádiz”.
Al día siguiente fui a visitarlo. Ensayaba nuevos efectos luminosos para las próximas navidades. “El amanecer brotará lentamente de entre las sombras de la noche” –comentó ensimismado. “¿Y el arcángel San Gabriel?”. “Por el este, al mismo tiempo que el sol. Lo harán al unísono”. Acudía al taller los sábados por la tarde. Al volver a casa, mis manos parecían adelantarse a mis pensamientos. A las pocas semanas dominaba con habilidad luces y espejos.
En Navidad llevé a la práctica cuanto había aprendido. “¡Magnífico!” -exclamó el padre Aventino al ver al arcángel bajar del cielo con los primeros rayos del sol y, después de revolotear, posarse suavemente sobre el portal. Había pasado la prueba. Me preguntaba cual sería el mejor día para llevar a cabo el plan cuando me puse a tararear: “El trece de mayo la Virgen María bajó de los cielos a cova de Iria…”. “El trece de mayo, sí ¿por qué no? –exclamé-. El trece de mayo María se aparecerá en la capilla. Pero no a tres pastorcillos sino a toda la clase”.
El invierno pasó lentamente. Y, con él, los carnavales que detestaba. Durante la Semana Santa los cruzados recorrimos en penitencia casi todas las calles de Cádiz. Una noche que procesionaba el Perdón por el Campo del Sur, canté una saeta. No sé si fue el ambiente o el momento elegido, una noche de luna envuelta por el aroma de la marea, pero el público aplaudió pidiendo otra.
Con la primavera llegó el momento de comunicar el plan a los cruzados. Escucharon sin pestañear. Moviendo la testuz, con la misma complacencia que los cabestros reciben las palmadas de su amo. No hubo contratiempos. Se ejecutó como lo había previsto. Aunque a esa edad ignoraba que las cosas de este mundo nunca alcanzan la perfección de lo divino. Y, así como no se puede preservar el alma, sin contar con el cuerpo, tampoco se puede salvar el mundo, sin tener en cuenta los pequeños detalles de la vida cotidiana. No fue difícil reunir al curso, aún perduraban los efectos provocados por la lengua cercenada del padre blanco. “La Virgen necesita nuestra ayuda” -susurré sentándome en el centro del corro. “¿Cómo lo sabes? –preguntaron incrédulos. “Porque me lo ha dicho”. “¿La Virgen?” –insistió uno. “Sí, la madre de Dios. Si no me crees ve a la iglesia el día doce por la noche. Podrás comprobarlo por ti mismos mismo”. “¿Por la noche? No me dejarán”. “¿Es que nunca duermes en casa de un amigo?”. “A veces”. “Pues di que te quedas en su casa”. “Y si se entera”. “¿Cómo?”. “Alguien podría chivarse”. “¿Tu amigo?”. “No”. “¿Tú?”. “¿Yo? No”. “¿Entonces?”. “Está bien iré, ¿a qué hora?”. “A las nueve en la iglesia. Sed puntuales. Sentaos en bancos distintos para que no sospechen. Poco a poco, sin que el cura se dé cuenta, salid al patio. Y esperad junto al muro. Yo ayudaré al padre José a celebrar la misa. Así podré coger las llaves de la iglesia. Después me reuniré con vosotros”.