“Es muy tarde yo recogeré las vinajeras –dijo el padre José mientras guardaba el cáliz en el sagrario-. Gracias por la ayuda. No es fácil encontrar monaguillo a estas horas”. Cerré la puerta de la iglesia. Y me escondí en la capilla para preparar el escenario. Unos minutos después de las once me reuní con ellos en el patio.
“Caminaremos en fila india sin hacer ruido. Si escucháis un chasquido os detenéis” -ordené dando la señal de avance. Los cruzados iban en cabeza; yo, a la cola. La negra sombra semejaba un gigantesco ofidio que se desplazara en busca de una presa. Cuando por fin estuvimos sentados en los escalones de la capilla, miré agradecido a la Inmaculada, a la Dolorosa y, por último, al Cristo. Aunque no podía verle la cara, porque tenía la cabeza inclinada hacia abajo, sabía que estaría contento de ver su casa repleta de sangre joven.
Acurrucados unos junto a otros aguardaban mirando de un lado para otro. Comprendiendo que el denso silencio dificultaba el recogimiento y, para que el efecto óptico fuera eficaz, se necesitaba una gran concentración, propuse rezar un rosario. “Oír una voz amiga relaja” -pensé echando de menos el poder hipnótico de la música. Cuando estaba a punto de acabar el quinto misterio accioné el dispositivo. “Repetid conmigo. Sancta María…Ora pro nobis, Sancta Dei Génetrix…Ora pro nobis, Sancta Virgo virginis…Ora pro nobis, Mater Christi…Ora pro nobis, Mater divinae grátiae…Ora pro nobis…”. Aún no se había apagado el murmullo de la lauretana, cuando apareció sobre una nube la Inmaculada vestida con una túnica blanca y un manto celeste sobre los hombros. Llevaba el cabello suelto, las manos juntas a la altura del pecho y miraba hacia el cielo. Adornaba la cabeza un fino halo dorado engarzado de estrellas. Atónitos se abrazaron unos a otros. Arrodillado a sus pies transmití el mensaje: “Hijos míos la ira de Dios está a punto de caer sobre los hombres. A pesar de que su hijo Jesús murió en la cruz, los pecados no cesan. La carne reina sobre los espíritus. ¿Hasta cuándo los jóvenes, aconsejados por Satanás, se negarán a entregar sus vidas al creador? Escuchad el ruego de una madre desesperada. De vosotros depende la salvación de los hombres”. La imagen de la Virgen fue desapareciendo lentamente al mismo tiempo que mis palabras. Poned la mano sobre el corazón y repetid conmigo: “Juro mantener en secreto el deseo de nuestra madre. Y que entregaré mi vida a Dios para que perdone los pecados de los hombres. Amén”.
De repente la iglesia se iluminó. Alguien recorría apresuradamente los pasillos. Segundos después apareció el padre Raimundo. “Ven a mi despacho Salvador. Los demás seguid al padre José. Vuestros padres os esperan -ordenó señalando la puerta-. La iglesia es la casa de Dios no un lugar para jugar, ¿por qué lo has hecho? ¿qué pretendías? Quizás quieras confesarte antes de que tus padres entren” -añadió. A pesar del enfado sus ojos chispeaban de alegría. “Dios sabe que tu intención era buena, no pretendías hacer sufrir a vuestros padres. Aunque me temo que ellos no serán tan comprensivos”.
El padre Raimundo tenía razón. Los caminos de Dios casi nunca coinciden con los humanos. No había previsto que algunas madres serían invitadas por amigas comunes. La sorpresa fue mayúscula, pues pensaban que sus hijos dormían en sus respectivas casas. Alarmadas llamaron al colegio pensando que quizás estarían allí. Pero, ¿dónde?, ¿por qué? «¡Están en la iglesia!» –exclamó el padre Raimundo cuando supo que habíamos estado en misa de nueve, y yo había hecho de monaguillo. Sus explicaciones no tranquilizaron a las desesperadas madres, que prohibieron a sus hijos todo contacto conmigo dentro y fuera del colegio. Mis padres enfadados me castigaron sin salir, incluso para ir a misa. Mi abuela fue mi refugio durante aquellas terribles semanas. “No te preocupes, la Virgen sabrá premiarte”. Unos días después murió.
“¡Estás curado! –exclamó solemnemente el padre Francisco–. Sí, sí como lo oyes. Estás curado. Sólo las personas sanas son capaces de desdoblarse como tú -aclaró. “¿Cuándo volveré a casa?”. “Pronto. Una vez cicatrizada la herida la recuperación es cuestión de días. ¿A quién saludas? ¡Ah!, ya veo. Anda, ve con ellos.”