A la mañana siguiente continuó la rutina. Nos sentábamos en el mirador. Dibujaba o escribía sobre el mal, Dios o la existencia. Y discutíamos. Especialmente sobre la omnisciencia de Dios y el libre albedrío. Y, como desde el mirador veía lo que sucedía en la playa, supuse que a Dios desde el cielo le ocurriría lo mismo. Al observar una y otra vez los mismos comportamientos le sería fácil prever dónde y cuándo se produciría el encuentro, que los humanos considerarían obra del azar, por tanto libre. Para el observador, sin embargo, era fácil saber si sucedería o no por la experiencia de los días anteriores. Aunque la predicción fallaba, cuando el padre Jesús, en contra de lo acostumbrado, paseaba en dirección contraria o regresaba antes de lo previsto.
Meditando sobre el tema dibujé a una joven desnuda perseguida por una jauría de lobos. Para el que había vivido la experiencia, los lobos éramos nosotros, deseosos de abalanzarnos sobre ellas. Para el padre Francisco simbolizaba la vida acosada por los males de este mundo. Temiendo ser descubierto comenté que los lobos la alcanzarían y la devorarían. “Igual que los humanos” -concluí. “Hay una gran diferencia –señaló-. Los animales no pueden elegir; los hombres sí. Esa joven podría lanzarse al agua y los lobos dejarían de perseguirla o se ahogarían”. Repliqué que los hombres casi nunca eran conscientes de los motivos que impulsan sus conductas. Y que si Dios lo sabía por qué los curas afirmaban que éramos libres. “Porque lo somos. Querer comprender algo que excede a nuestra inteligencia. Ése es el auténtico problema, no si somos libres conociendo Dios nuestros pensamientos y nuestra conducta. Si fuéramos conscientes de nuestras limitaciones el mundo resultaría menos problemático. Y, si fuéramos menos orgullosos, reconoceríamos que la mayoría de los problemas no lo son realmente. Son problemas de expresión. Habría que inventar una nueva gramática, o un nuevo modo de usar el lenguaje, que corte el nudo gordiano de esas aparentes paradojas como la que planteas entre la libertad y la omnisciencia divina”. “¿Cristo pudo negarse a morir?” -insistí. “Claro que pudo, pero eligió morir en la cruz”. “¿Y Dios lo sabía?”. “Lo sabía”. “Entonces, ¿cómo pudo elegir?”. “Sabía que moriría, pero también que podía no hacerlo. El solo tomó la decisión”. “¿Por qué se hizo cura?” -pregunté a bocajarro. “Esa pregunta es más difícil de responder” -afirmó con ironía. “Puede que fuese una huida, un modo de escapar -continuó-. No me sentía con fuerzas para emular a mi padre en su terreno. Su brillante carrera en el cuerpo diplomático, que la familia colocaba como un espejo en el que debía mirarme, produjo el efecto contrario. Nunca brillaría como él. Fue un gran alivio comprender que podría hallar la felicidad por otros caminos. Servir a Dios me pareció el mejor”.
“Si las circunstancias fueran las mismas, las conductas serían homogéneas” -pensé. Llaman libertad a la diversidad de respuestas. Pero es debido a la diversidad de la vida. No a la voluntad humana. Podría haber argumentado que se trataba de una conducta adaptativa, una mutación beneficiosa en la lucha por la supervivencia. Pero desconocía la teoría de Darwin.