Apenas terminaron de comer se marcharon. “Permaneceremos en sesión continúa” –bromearon. Comprendiendo que tendría que pasar toda la tarde sin su compañía volví al mirador. El padre Jesús caminaba por la orilla. A la altura de las rocas, dejó la ropa y se lanzó al agua. Instantes después nadaba mar adentro.
No sé cuanto tiempo transcurrió. Pero debió de ser más de lo que supuse, porque, al volver a mirar el mar, no había nadie nadando y la ropa tampoco estaba. “Estará vistiéndose” -pensé divisando un barco fondeado en la orilla. Al principio sólo vi una pareja, pero luego aparecieron dos personas más sobre cubierta. Arriaron un bote y se dirigieron hacia la playa. El hombre hurgaba con un bastón la arena, mientras la mujer guardaba las capturas en una red colgada de las caderas. Detrás dos jóvenes chapoteaban entre las olas. “¡Son ellas!” -exclamé tratando de cerciorarme. De repente apareció el padre Jesús. Al llegar a la altura de la pareja se detuvo. Segundos después continuó su camino. Intento seguir el orden cronológico en el que ocurrieron los hechos. No quiero caer en el error habitual de ver coherencias lógicas a posteriori.
El encuentro fue breve. Y, si no hubiese tenido tanta trascendencia, lo habría olvidado. El problema es que sucedió en un tiempo muy corto y en un espacio muy pequeño. Yo diría casi monótono como esas películas francesas de arte y ensayo que tanto me gustaban. Fondeaban a mediodía y, a continuación, se dirigían hacia la orilla en un pequeño bote. Después recorrían la playa de un extremo al otro. Al atardecer regresaban. El comportamiento del padre Jesús, sin embargo, cambió. Antes de bajar a la playa se asomaba al mirador. Según divisara o no el velero caminaba en una dirección o en otra. Al menos eso decía en su diario, porque jamás habría descubierto tal conexión de no haberlo confesado.
También mi actitud ante la religión sufrió un brusco cambio. Empecé a sospechar que Dios no era tan bueno ni tan desprendido como nos habían hecho creer. Que nos había creado el último día porque, en su narcisismo, hasta que no finalizó el espectáculo, no notó la falta de espectadores. Éramos su talón de Aquiles. Nos necesitaba porque sin esclavos no hay amo; nosotros a él, no. Aunque estas reflexiones, repensadas en la distancia, no despierten en mí ningún interés, en ese momento constituyeron mi primer acto de rebeldía. Una especie de enfrentamiento generacional entre Dios y yo, que concluiría años más tarde, porque no me enfrentaba a un personaje sino a un ente de la sinrazón. El ser más proteico que haya sido imaginado. Hoy aparece con forma humana, mañana de igualdad o justicia. Sólo el tiempo te da armas para vencer a tan opresivos dioses.