Capítulo XVI

 

      Una mañana la mujer subió al bote y enfiló a toda velocidad hacia la orilla. Debió de perder el control porque hizo un extraño movimiento en zigzag cayendo al agua. Aguardé con el corazón encogido temiendo que se hubiese golpeado con el borde. Entonces vi al padre Jesús nadando hacia ella. Arrastró su cuerpo hacia la orilla. Y desapareció tras las dunas. En el barco nadie parecía haberse percatado del accidente. No importa –me dije-. Está en buenas manos. Sin embargo, al ver que no daban señales de vida empecé a inquietarme.

     El padre Francisco, ignorante de lo sucedido, seguía elucubrando sobre el sentido de la existencia. Yo, sin dejar de mirar hacia la playa, asentía o respondía lacónicamente. De repente vi a la mujer semidesnuda corriendo por la orilla. Subió la escalinata. Y, al vernos, gritó: ¡Se muere! Fuimos tras ella. El padre Jesús yacía entre los arbustos con la correa atada al cuello. Estaba inconsciente. Trae la ropa –ordenó el padre Francisco. Cuando volví, la mujer ya no estaba.

     Durante el almuerzo Luis me comunicó que se marchaban al día siguiente. El padre Jesús había enfermado repentinamente. Y terminarían antes de lo previsto. Por la noche se iban a reunir alrededor de una fogata. Diviértete -dijo el padre Francisco dando su aprobación. Bajamos a la playa cuando se ponía el sol. Sentados en la arena contemplamos el momento mágico en que la noche cubre el cielo de estrellas. Recogimos ramas secas y encendimos una fogata.

Me hubiese gustado darle las gracias. Espero no defraudarle –comentó Luis.

¿Volveremos a vernos? –pregunté cambiando de tema.

Quizás case a tus hijos.

Desde chico he querido ser misionero. Ahora no lo sé.

Entonces nos veremos en África –afirmó riendo.

     Fue una despedida triste. Permanecieron casi todo el tiempo en silencio, mirando fijamente el fuego, seguramente tratando de adivinar cómo serían sus vidas. Es una incertidumbre psicológica –pensé-. No hay tantas opciones como quieren hacernos creer.

     El padre Francisco me había advertido que nadie debía saberlo. Así que no les dije nada. Ni siquiera a Luis. Aunque estoy seguro de que al padre Jesús no le hubiera importado. Y, menos aún, que había sido por una mujer, aunque, en ese momento, ignorara el motivo. Me necesita -dijo para justificar que le vería menos. Tus amigos van a venir a visitarte -añadió antes de marcharse.

  Tuve que hacer esfuerzos sobrehumanos para mostrar interés por lo que contaban.“¡Sorpresa!” –exclamaron mostrándome un diploma con letras doradas: Premio a la mejor ornamentación. Mayo de 1966. Les felicité, pero, en el fondo de mi alma, me resultaba indiferente. Sentía que debía elegir entre Dios y sus soldados, los Cruzados de María, habitantes de un mundo muerto, poblado de fantasmas o el de esos jóvenes que, hasta ese momento, había ignorado, pero que el corazón me decía que debía conocer si quería salir del callejón en que me encontraba.

     Una mañana apareció el padre Jesús. No recuerdo cuanto tiempo estuvo. Pero sí que no dejaba de escribir. Antes de marcharse me entregó el cuaderno. A pesar del tiempo transcurrido no he olvidado sus palabras. Quizás porque, con el paso de los años, se recuerda mejor el pasado que el presente. O porque, cuando eres joven crees que la existencia de los demás es diferente, original o más relevante que la tuya. Espero no haber engrandecido su figura, como suele ocurrir cuando la memoria toma el mando.