«Curandero de almas»

 

     Cuando entré en aquel barracón repleto de jóvenes, comprendí que la castidad sería difícil de observar. A pesar de las oraciones sucumbían una y otra vez a la llamada de la carne. Algunos desesperados se colocaban cilicios en los genitales. Y ni aun así conseguían doblegar los instintos. Una noche mi compañero de litera se despertó empapado de sangre.

     Carcomido por la culpa suplicó que lo capara. Recordando que, cuando me daba un atracón, con sólo mencionar la comida vomitaba, le insté a que diera rienda suelta a los deseos hasta quedar exhausto. Y funcionó.

     Pensé que podían practicar en el local de Ingrid. Pero, al final, opté por sustituir la carne por revistas pornográficas. Solicité cuadros de la Virgen y de santos de diferentes dimensiones. Pegué por detrás fotos de mujeres desnudas y parejas haciendo el amor en todas las posturas imaginables. Y, por la noche, les daba la vuelta. El dormitorio parecía el reservado de un night club más que la habitación de un seminario.

     El método era sencillo. Tenían que contar todo lo que pasaba por su cabeza, sin ocultar ningún deseo o sentimiento. Al principio la erección era inmediata, y se masturbaban una y otra vez. Pero, después de varias sesiones, contemplaban las fotos sin inmutarse.

     Conscientes de que el número de sacerdotes dependía de mi trabajo, me eximieron de estudiar teología y demás materias que pudieran distraerme del objetivo señalado: luchar contra el demonio de la carne. Dios me había dado un don que debía aprovechar. En ningún momento preguntaron en qué consistía el método. Lo que contaba eran los resultados, y la opinión unánime de los enfermos sobre su eficacia para curar los pecados contra el sexto mandamiento. Se sentían liberados de las ataduras de la carne, en disposición de entregarse a Dios. Fue así como me convertí en curandero de almas.