Ingrid regentaba una boîte en el barrio chino llamada “El conejo rosa”. Conocía su existencia por los carteles que anunciaban sus actuaciones. Y por las fotos que colgaban de barberías, bares, talleres y cualquier sitio frecuentado por hombres. Rubia. Exuberante. Cuando aparecía, sobre el escenario, sentada a horcajadas susurrando canciones de amor, la sala rugía.
El Ángel Rosa, como la apodaban, había recalado huyendo de un amante celoso. Para ganarse la vida había hecho lo mismo que en Alemania: cantar, bailar y algún que otro servicio. “Mientras haya hombres no me faltará de nada” -alardeaba. Nunca reveló quien le había prestado el dinero para abrir el local. Podría haber sido Klaus, o cualquier otro, porque era como una droga. Cada caricia, cada beso avivaba el deseo en vez de aplacarlo. Experta seductora, sabía lo que muchas esposas ignoran, o descubren cuando es demasiado tarde, que sólo el sexo retiene a los hombres. “Tu esposa no te entiende, ¿verdad?” –repetía cuando solicitaban sus servicios.
“Dicen que les doy un bebedizo. Pero es mentira. Buscan mi cama porque sé lo que les gusta. ¿Y sabes por qué? Porque también he sido hombre. ¿Cómo sino iba a saberlo?”. “¿Un hombre? ¿Eres un hombre?”. “En mi anterior vida, bobo” – aclaró riendo. “Cuando morimos, no vamos al cielo ni al infierno como enseñan los curas, nos reencarnamos en personas de otro sexo, animales y plantas” – añadió observando mi desconcierto. “Si hubiera nacido en la India habría representado a Shiva o Visnú” –comenté mientras ojeaba estampas de los dioses hindúes-. En mi pueblo hacía de Jesucristo. Pero el cura me echó por ir de putas. En realidad no hacía nada malo. Me gustaba ver sus caras cuando me bajaba los pantalones, o daban suaves tirones para comprobar que no era postizo. ¡Es auténtico!” -exclamaban incrédulas”. “¿Te echó por visitar a unas putas? ¿En serio? ¡Hipócritas! En el púlpito claman contra la carne. Y, por la noche, vienen a echar un polvo. Algún día tendrán su merecido” –exclamó malhumorada.
“Bájate los pantalones” -ordenó mientras miraba a la Sole de arriba abajo. “Los calzoncillos también. Ese cabrón sigue con tan buen ojo como siempre –dijo riendo–. Déjame ver…Un baile oriental sería perfecto ¿no crees?…Con unas finas mallas color carne las mujeres no te quitarán los ojos de encima. La imaginación es el mejor afrodisíaco.” –concluyó.
El exótico musical se llamaba: “La octava maravilla”. La Sole hacía de bailarina y yo de un rico mercader secuestrado por unas mujeres. Aparecía en escena con una chilaba y un turbante adornado con piedras preciosas, el resto del espectáculo iba medio desnudo, porque las amazonas, después de capturarme, me vendían como esclavo. Era la excusa para permanecer hasta el final con una ajustada malla. La escena principal se desarrollaba en el mercado. “¡Esclavo! ¿Qué ocultáis entre las piernas?”. “Una espada, majestad”. “De grandes dimensiones observo”. “Treinta centímetros y tres centímetros hasta la empuñadura; y nueve de ancho”. “Si tamaña arma alguna desea, que de un paso adelante y le será entregada al instante”. Más de una intentó desnudarme. Fue un gran éxito.