Una tarde se presentó una joven de ojos rasgados, labios carnosos y el pelo alborotado como si acabase de despertar, y no hubiese tenido tiempo de peinarse. Bailaba con tanta sensualidad que costaba creer que se hubiese educado en un convento. Su familia quería casarla con un hombre mayor que ella. Y, para que sentara la cabeza, la había enviado a un internado de monjas. Pero ella, aprovechando un descuido, se había escapado.
Hasta ese momento mis relaciones con las mujeres se habían limitado al sexo. Hacíamos el amor. Y eso era todo. Con Magdalena fue diferente. Deseaba su compañía. Verla bailar, reír o contar anécdotas de su vida. Ingrid pensó que era sólo un capricho. Yo era joven. Era natural que me sintiera atraído por una jovencita. Pero, cuando comprendió que estaba enamorado, su actitud cambió.
Una mañana mi madre se presentó en el club en el momento en que ensayaba con Magdalena. Convencida de que Dios la había puesto en mi camino para redimirme, ideó un sencillo plan: me casaría con ella e iniciaría una nueva vida. Pero, tuvo la desafortunada ocurrencia de confesárselo a Ingrid, sin saber que éramos amantes. “¿Cómo iba a imaginar que una mujer, que te doblaba la edad, pudiera acostarse con un joven que podía ser su hijo?”.
Durante el trayecto a la estación no se cansó de repetir que hacíamos una buena pareja. Cuando subió al tren me pidió que la besara. “A mí no, a ella”. Magdalena riendo me besó. “Mándame una foto de recuerdo” -pidió desde la ventanilla. “Se la enviaré hoy mismo. En cuanto volvamos”. Cuando Ingrid vio que subía al dormitorio de Magdalena, cogió una pistola y le disparó. Juré a Dios que, si la salvaba, me haría sacerdote. Así fue como con diecisiete años ingresé en el seminario.