Unos días después del incidente telefoneó la Sole. En el bar de Klaus necesitaban un mozo. Mi madre, comprendiendo que en el pueblo no tenía futuro, aceptó. Tampoco tuvo problemas con su señora. La Sole le contaba con detalle nuestros encuentros amorosos. “Que si podía pasarse toda la tarde follando sin parar”, “que quedaba satisfecha para todo el mes”, “que no había visto cacharro tan grande como el suyo”. Creía que solucionando el problema del marido su situación mejoraría. “Estaba harta de limpiar mierda” -dijo para justificarse.
El marido se llamaba Manuel. Pero como había sido emigrante en Alemania lo apodaban Klaus. Había invertido sus ahorros en un bar y una peluquería que regentaba su mujer. Y la Sole pretendía trabajar de peluquera. Objetivo que no consiguió. Aunque no iba descaminada porque Klaus necesitaba grandes dosis de voyeurismo para ponerse a tono.
Dormía en una habitación que había junto a la cocina. Una noche, al volver de la ducha, la encontré desnuda sobre la cama. Al verla me excité de tal manera que la toalla cayó al suelo. Riendo hizo señas para que me acercara. Hicimos el amor en todas las posturas y hasta que dijo basta. “Ojalá mi marido pudiera vernos. Los hombres maduros carecen de la energía de los jóvenes. Necesitan un empuje, ¿no crees?”. “¡Cómo voy a saberlo si sólo tengo quince años!” –exclamé.
Cuando el marido comprendió que no cedería le prohibió bajar a mi habitación. Aunque seguimos viéndonos en la peluquería a la hora del almuerzo. Con ayuda de revistas y cintas pornográficas mi mentalidad pueblerina se fue difuminando. Después de oír y ver la variada oferta comprendí que, en el sexo, el deseo tiene al última palabra.
“Si quiere ver cómo le ponen los cuernos que venga. Pero no sé qué voy a hacer mientras estáis follando” -concluí preocupado. “Sólo quiere mirar” –respondió sin inmutarse.
Hacíamos el amor en el cuarto de huéspedes. Klaus husmeaba tan cerca que podía sentir su aliento. Cuando se ponía a tono le cedía el puesto. Y yo buscaba consuelo en la cama de la Sole. A veces reaccionaba tan rápidamente que tenía que desahogarme solo.
Desde el primer momento fui consciente de que el menage à trois no duraría. La tormenta estalló la tarde que encontró a Klaus acostado con la Sole. Acostumbrada a que su vida sexual dependiera de ella descubrir que le ponía cuernos fue una desagradable sorpresa. La reacción fue contundente. Teníamos que marcharnos. Klaus, agradecido por haberle devuelto la autonomía perdida, nos dio dinero y una carta para una amiga. “Entregad la nota a Ingrid. Os echará una mano”.