«Mi infancia»

 

     Nací en un pequeño pueblo de la meseta llamado Belén de los Caballeros. No sé si por voluntad de Dios o fue casualidad. Pero el número treinta y tres marcaría como un estigma mi vida. En ese año nací y, con esa edad, estuve a punto de morir. Sólo el azar, o las escasas lluvias caídas, quiso que la rama cediera. Incluso la parte más íntima de mi cuerpo estuvo marcada por ese fatídico número.

     Mi padre se llamaba José Santo, mi madre María Cristo. Se conocieron por casualidad un veinticinco de diciembre. Su familia era muy religiosa. Con catorce años, fue elegida para el papel de María. En una de las representaciones conoció a mi padre.

     El carpintero había fallecido repentinamente. Se aproximaban las fechas navideñas y no encontraban a nadie que montara el escenario. José, un sobrino que había acudido al sepelio de su tío, al salir de la iglesia y, sin que nadie se lo pidiera, instaló la tarima. Mi madre, creyendo ver, en la reacción de aquel joven, la mano de Dios o porque, dada la fecha, estaba identificada con el personaje, lo convenció para que se uniera a la representación. A la mañana siguiente se casaron.

     Mi padre quería ponerme Joaquín como mi abuelo. Pero mi madre decidió que me llamaría Jesús, aunque tuvo sus dudas. El cuerpo del niño Dios tenía que ser perfecto: sus manitas, sus piececitos, su boquita pequeños y proporcionados. Los genitales, sin embargo, eran demasiado grandes. Es obra del diablo –afirmó la comadrona.

     Mi madre, que no estaba dispuesta a que un trozo de carne le impidiera hacer de Virgen, me acostó en el pesebre. Esa noche desfiló todo el pueblo ante el portal. Incluso los que tenían fama de rojos. Todos querían ver con sus propios ojos la obra del diablo. Tanto entusiasmo despertó que, durante muchos años, no consintieron que nadie los privara de contemplar cómo crecía el polluelo. Jesusito, enseña el pajarito -susurraban. Entonces me subía el faldón provocando un concierto de exclamaciones. A la hora del baño siempre había una mano dispuesta a restregarme el cuerpo. “¡Que lo vas a desplumar! -gritaba mi madre cuando enjabonaban o secaban insistentemente la entrepierna.

     Con ocho o nueve años acompañaba a mi tío al puticlub que había a las afueras del pueblo. Al entrar me cogía de la mano como si fuera un trofeo. Si veía alguna nueva, o que le gustaba, decía: Saca el polluelo, Jesusín. Y me bajaba los pantalones. Toca, toca sin miedo -insistía. “¡Es auténtico! –exclamaba incrédula. Mientras las demás observaban la erección muertas de risa. Es cosa de familia -afirmaba orgulloso desapareciendo con ella escaleras arriba.