Tuve mi primera experiencia sexual con doce años. Dormía con una prima en un pajar cuando, de repente, subiéndose la falda, me pidió que le acariciara los muslos. Aún recuerdo cómo me temblaba la mano. «¿Te gusta?» -preguntó observando lo azarado que estaba. Asentí con la cabeza sin poder articular palabra.
Dejé de ser virgen a los quince con una amiga de mi madre que trabajaba en la capital. Una tarde la acompañé al río. Se arremangó la falda por encima de las rodillas y metió los pies en el agua. Como el calor apretaba se desabrochó la camisa. De pie, junto a ella, observaba las gotas deslizarse por el canalillo del pecho. De pronto se quitó el sostén. “Mama cuanto quieras” -dijo introduciendo el pezón en mi boca. Una vez saciada me bajó los pantalones. «¡Pues no mentían!» -exclamó cuando me sintió entre las piernas.
Nunca había sentido un placer tan intenso. Era como si dentro de mí se hubieran desatado todas las fuerzas de la naturaleza. No dejaba de penetrarla. Parecíamos dos seres fundidos en uno. Con un gran esfuerzo consiguió apartarme. Y aún permanecí un rato jadeando sobre ella. Mi madre debió de sospechar algo, porque me pasé la semana preguntando cuando libraba la Sole. Aunque nunca dijo nada ni puso reparos a que le acompañara. Quizá pensó que, cuando el diablo azuza, era mejor pecar con una conocida que ir de putas. Además tenía otras preocupaciones menos terrenales. Se había corrido el rumor que el hijo del panadero quería encarnar a Cristo. Y esa clase de rumores la sacaba de quicio.
No sé si fue por envidia, por azar o por las visitas al puticlub del pueblo. Pero la decisión del cura fue tajante: no volvería a hacer de Jesucristo. Aunque nada hacía presagiar que sería el último año. Los ensayos se habían desarrollado con normalidad. Sin embargo, el día de la representación, el soldado, que estaba a mis pies, enganchó la punta de la lanza con el cordón que sujetaba el taparrabos, quedándome completamente desnudo. Se armó un gran escándalo. Unos gritaron que era un exhibicionista, otros que un gamberro e incluso que estaba borracho. Ni siquiera las suplicas de mi madre ablandaron al cura. “Es un pecador” -insistía. “También la adúltera. Y los que no se atrevieron a tirar la primera piedra” -adujo mi madre en un intento desesperado por impedir que fuera sustituido. “No puede representar al hijo de Dios alguien que está en continuo pecado” -sentenció el cura dando por zanjado el asunto.