Escena IX

 

(Se apaga la luz, de nuevo Salvador y Rafael.)

 

 Rafael: ¿Cómo reaccionaste cuando viste que en el banco no estaba  Helena? Porque era a ella a quien querías ver.

Salvador: Había decidido abandonar el Partido. En la cárcel, había presenciado en múltiples ocasiones el insolidario comportamiento de los camaradas, y oído los juicios más estrafalarios que había escuchado en mi vida, impropios de quienes se autoerigían en la vanguardia del pueblo. Así que preferí que lo supiera por mí mismo, no por vosotros. Estaba seguro de que falsearías los motivos.

Rafael: Ya nos advirtió José el Obrero que andabas todo el día en compañía de troskistas y anarquistas. Supongo que ellos te hicieron ver que la estrategia del Partido no era correcta.

Salvador: Deja los clichés, y piensa por ti mismo, no te arrepentirás. No, no fueron los troskista ni los anarquistas ni la pequeñaburguesía. Fue decisión mía, y de nadie más. ¿Tan extraño te resulta? ¿O te asusta la posibilidad de que los seres humanos decidan por sí mismo porque, entonces, los curas y dirigentes de todo tipo, sindicales y políticos, perderían sus privilegios y el placer de controlar mental y físicamente a los demás? Y, claro, tampoco gozarían del nivel que disfrutan gracias a la palabrería supuestamente de izquierdas porque, ¿quién  va a comprobar si viven, como dicen que piensan, si todos se alimentan de la misma mentira? Fue duro reconocerlo, pero también una liberación. No hay mayor placer que pensar por ti mismo. Pruébalo, no te arrepentirás.

Rafael: Es la típica concepción burguesa. ¿Has olvidado que para Marx: No es la conciencia de los seres humanos lo que determina su ser, sino a la inversa, es su ser social lo que determina su conciencia”?

Salvador:  No has entendido nada, ¿verdad? Afirmas despectivamente que mi visión es burguesa. ¿Quién decide lo que es o no burgués? Y ¿por qué por el hecho de ser burguesa ha de ser forzosamente errónea o intrínsecamente mala? ¿Es mala porque es burguesa o porque, según tú, lo dice Marx? Si al menos fueras capaz de juzgar por ti mismo, pero, ¿qué digo? ¿Pensar por ti mismo? Había olvidado que la autonomía y la libertad son conceptos burgueses. ¿Es que no puedes dar un paso sin citar a Marx, Lenin y Stalin?  ¡Ojalá no existieran los “ismos”! Descubrir bajo ampulosas palabras como revolución, justicia socialla ambición, la adulación, el deseo de dominar a los demás, que éramos como los demásincluso peores, fue decepcionante. Fuera, era difícil darse cuenta. Vivíamos en continua excitación: saltos, octavillas, consignasacción y más acción. La revolución al alcance de la mano. Un mundo hecho a la medida en el que cada gesto, cada palabra encajaba a la perfección, pero, en el pequeño reducto de la cárcel, los grandes ideales se volatilizaron quedando el ser humano en estado puro, con sus vicios, miserias y contradicciones. Ya no importaban los demás, sino ellos. El marxismo ya no era un instrumento capaz de horadar el presente en busca de las huellas del futuro. Se había convertido en una religión, perversa y maniquea. Ni una brizna de crítica o de duda. Ni un ápice de inteligencia sólo fe, creencia en el más allá. El mismo fanatismo irracional de los mártires cristianos. La misma actitud que asqueó a Séneca o a Marco Aurelio. Pero no os preocupéis, ¡son intelectuales burgueses! Mágicas palabras que hacen desaparecer los problemas. Un día, que estaba leyendo en el patio de la cárcel, José el Obrero se acercó y me dijo: «La revolución se hace con armas no con libros». Indignado respondí: «Con pistolas puedes cambiar el régimen no hacer la revolución». Por primera vez le vi cómo era realmente: un necio ignorante incapaz de pensar por sí mismo, que se había adherido al marxismo con la misma fe que el siervo medieval se aferraba al catecismo. “También aquí haría falta un Lutero” –pensé. Entonces comprendí que, si alguna vez, él o gente como él tomaban el poder, la inteligencia tendría los días contados. “No permitiré que un nuevo Dios aún más peligroso que el anterior domine el mundo” –me dije. En ese momento dejé de ser uno de los vuestros, y nunca me he arrepentido. Si hubieras pasado dos años en al cárcel, también se te habría caído la venda.

Rafael: Gracias a tu traición probé ese exclusivo placer. Y puedo asegurar, porque lo he vivido, que mientes. Éramos como hermanos, compartíamos todo, absolutamente todo. Podías desahogarte si te sentías desmoralizado, discutir o entretenerte si lo deseabas. No necesitaba ir a la cárcel para confirmar lo que ya sabía. Nunca te perdonaré lo que hiciste.

Salvador: Qué trágicos nos ponemos cuando sufrimos, y, con que indiferencia contemplamos la injusticia o el dolor, cuando no nos afecta. No hables de tiempo perdido, ni de sacrificios porque la lista sería interminable. Estar aquí es algo de lo que no todos pueden presumir.

Rafael:  ¿Hablas en serio?

Salvador:  ¿Quieres saber cómo reaccioné cuando te vi en el banco? Hacía tantos meses que no veía un rostro amigo que sentí ganas de abrazarte. Pero me recibiste con tanta frialdad que pensé que estaba mejor en la cárcel. Sentimentalismo pequeñoburgués supongo, aunque no sé por qué me dolió tanto, no era la primera vez que un militante de base como yo era tratado despectivamente por sus superiores jerárquicos. No lo entiendes, ¿verdad? ¿Cómo iba a entenderlo alguien como tú? El perfecto revolucionario que obedece sin discutir las órdenes, que se entrega a la revolución en cuerpo y alma, un modelo a imitar. Por eso quería ver a Helena. Estaba seguro de que ella lo entendería.

Rafael:  Hablemos claro. Tenías celos. Los enfrentamientos políticos eran sólo una excusa. Helena era mi compañera. Por eso te mostrabas tan agresivo conmigo. Recuerdo uno de nuestros primeros encuentros. Discutíamos sobre el papel del arte en la revolución, y comenté que la música rock era el nuevo opio que fomentaba el desinterés de los jóvenes por los problemas políticos. Tú indignado espetaste: «Me da igual si la música de los Beatles es o no reaccionaria, yo escucho lo que me da la gana». Tu reacción me sorprendió porque Helena había hablado del tema contigo, y te había insinuado que te cortaras el pelo y vistieras con ropa más normal sin que te molestara. Celos, era sólo un problema de celos.