EPÍSTOLA VI
Aconseja nuestro amigo Séneca que hablemos a los amigos “con tanta libertad como a ti mismo”. El mío: que si juzgas a una persona, no hay que precipitarse. Sé que a Santiago le gustaba citar a Epicuro, pero no por el motivo que supones. Aunque reconozco que ese vicio lo practicábamos ambos.
Dices que no acabas de entender qué me impulsó a recluirme en este islote. Y que te parece una actitud cobarde. E insinúas que pretender vivir aislado de los demás es, como mínimo, ingenuo. Creí que te había explicado por qué vivo, como un eremita, en medio del océano, a pesar de que “el individuo es un ser social” o “un animal social”, según nuestros amigos Marx y Aristóteles. Quizás fui poco explícito. Así que expondré de nuevo mis razones. Y escucha atentamente. Pues, a veces, escuchar a un amigo equivale a comprenderle.
No supuso ningún problema vender el coche, la casa y demás pertenencias. Nunca he sentido apego a las bienes materiales. Tampoco dejar el trabajo ni a los amigos. Nuestro amigo Séneca me recriminaría, como a Lucilio, que no conozco “la verdadera amistad”. Pero nada, ni siquiera la amistad, puede anular al individuo. Además los pensamientos y afanes que se comparten no son los mismos, cuando se es joven o adulto, con la edad el silencio es igual de expresivo. Tampoco fue una decisión repentina. Nunca he dado un paso que no haya meditado antes. Cuando se interioriza una idea, la percepción del mundo cambia de tal manera que, resulta sorprendente, haberlo juzgado de otro modo. ¿No has notado que, según transcurre la vida, vas percibiendo la realidad de modo diferente? Como si el tiempo afectara a los individuos, no a las cosas. Como si nos deslizáramos por una superficie sólida, o atravesáramos un inmenso túnel. Me sucedió lo que a los iluminados de todas las épocas. Aunque yo, que vivo, como nuestro amigo Russell, “en la región de la duda liberadora”, no pretendo alumbrar a nadie, ni enseñar el camino que conduce al paraíso, porque no hay territorio más libre que la duda, la incertidumbre, la inseguridad, en definitiva, el juego, porque dudo que pueda enseñarse algo y, sobretodo, porque sería inútil. Sólo lo que descubres por ti mismo, y sientes como tuyo, puede cambiar tu conducta. Fue lo que me sucedió aquella tarde. Había llegado el momento de eliminar las adherencias, si quería seguir navegando. Y no me arrepiento. Fue la decisión más acertada que he tomado en mi vida. Puede parecer demasiado drástica. Pero, no lo fue tanto. No había nada que me atara, ni propiedades ni familia. Vendí todo. Y me refugié en este peñasco.
Había leído que se vendía, en el Sur, un faro. Contacté con el dueño y lo compré. Así conocí a Santiago. Quedamos en la taberna que hay en el muelle. Cuando pregunté el precio respondió: la mitad de lo que tiene. La verdad es que lo hubiera dado todo. ¿Qué pretendía? Gozar de la existencia desde una nueva perspectiva. Reflexionar como los eremitas que se adentraban en el desierto, o como Zarathustra que, vivió diez años en la montaña, antes de predicar la muerte de Dios y la llegada del superhombre: un hombre inocente, como el devenir, que no ha llegado ni llegará nunca. Nuestro amigo Nietzsche debió olvidar, en los montes de la alta Engandina, la experiencia sufrida por Zarathustra: cualquier predicación dirigida a la masa está condenada a la risa, a la tergiversación, o al olvido. Así le ocurrió a Jesús, a Marx y a él mismo: “¡Vedlos cómo ríen! No me comprenden, no es mi boca la adecuada a esos oídos”. Y siguen riendo.
Hoy, gracias al poniente, he vuelto a la vida diurna. El mar, sin embargo, estaba inquieto. Había mar de fondo. Por la tarde la humedad cubría puertas y ventanas. Permanecí fuera hasta que la noche tintó las últimas nubes. Medita esta cita de Epicuro, en recuerdo de mi amigo y tu paciente, “La mente, al tomar conciencia del fin y del límite de la carne, y al librarse de los temores de la eternidad, alcanza la vida perfecta y ya no necesita de ningún tiempo infinito”. ¡Y que, después de más de dos mil años, haya tardado media vida en descubrirlo! El principio de Zenón no admite excepciones.
Cuídate
EPÍSTOLA VII
“Quizás mis palabras te hayan parecido demasiado duras”. Si no podemos hablar libremente a un amigo, ¿con quién podemos hacerlo? Procura escribir, como si no fueras a enviar la carta, sólo así, tendrá razón, nuestro amigo Horacio: “Mientras conserve la razón, no encontraré nada comparable a un buen amigo”. No necesitabas disculparte. Las palabras de un amigo nunca hacen daño, ni los reproches. Y, un desconocido, ¿cómo podría si no te conoce? Además felicidad, verdad, belleza y justicia son palabras equívocas. No significan para todos lo mismo. Tampoco la solidaridad que te ha alejado de tu querido océano. Esta mañana estaba bruñido, cubierto de azogue, perezoso, las olas rompían silenciosas, como cansadas, después de varias jornadas de fuerte viento y mar de fondo.
Si eliminásemos las adherencias, que perturban la mente, juzgaríamos la vida con la inocencia de un niño. Y entonces el egoísmo sería una virtud, no un vicio. ¿Por qué no abandono mi islote, y me sumerjo en los suburbios de cualquier ciudad, dando sentido a mi vida? ¿A qué clase de sentido te refieres? ¿Trascendente quizá? Huye lejos, lo más lejos que puedas de cualquier vestigio de trascendencia. Por ese camino ha transitado la humanidad durante siglos. ¿Y qué encontró al final? Desesperación, rabia e impotencia. ¿No eres tú mismo una prueba de que no conduce a ninguna parte? Si eliminas de tu mente el deseo de trascender física, o espiritualmente, queda la finitud como único espacio posible. Siendo tu elección tan digna como cualquier otra, incluido retirarse a este islote. El bien y el mal no es un marco rígido en el que se desarrolla la vida humana, sino que crece, disminuye o desaparece, según el espesor de las adherencias sobre las que te asientas.
¿Qué me impulsó a recluirme en este faro? El deseo de gozar la existencia en estado puro, convencido de que si alcanzaba la roca madre, que siglos de engaños y mentiras ha mantenido oculta, percibiría la vida de un modo distinto. Cuando interiorizas que lo único real es que naces y mueres, comprendes que el espacio entre ambos, es decir, la vida te pertenece. “Que no es posible nacer dos veces. Y no es posible vivir eternamente”, como vocifera en vano nuestro amigo Epicuro y su discípulo, nuestro amigo el poeta Lucrecio del que hablaremos otro día. Que eres, como todo lo que te rodea, un efímero producto de la naturaleza. Que la belleza, la verdad y el bien son ficciones. Creaciones de la mente humana. ¿Entonces, como proclama nuestro amigo Dostoyevski, “si Dios no existe, todo está permitido”? ¿Se puede matar o robar impunemente? Sí y no.
Si consultas las estadísticas, los libros de historia y los periódicos, comprobarás que tales delitos se han cometido en todas las épocas. Fue, es y será el modo de comportarse los seres humanos en cualquier lugar, y en cualquier siglo. Si te guías por la razón, como propone nuestro amigo Spinoza, “Todo el que se guía por la razón desea también para los demás el bien que apetece para sí”, la respuesta es no. El problema es “que los hombres raramente viven según el dictamen de la razón”. Quizá ahora comprendas por qué vivo recluido en este islote. Pero, si no dispones de ninguna caverna, o hueco, en el que refugiarte, bastará con seguir el consejo de nuestro amigo Epicuro: “Retírate dentro de ti mismo cuando te veas obligado a estar entre la muchedumbre”. Imagino tus protestas: «Quiero oír tu voz, tus pensamientos no a nuestros viejos amigos«. No pretendo ser original, sino feliz. Porque si, como dice nuestro amigo Séneca, “La vida feliz es fruto de la sabiduría perfecta”, necesitamos tener los pies en el suelo, si queremos comprendernos correctamente a nosotros mismos y al mundo que nos rodea. Y, como no somos los primeros en transitar por esa senda, sería poco inteligente empezar de cero. El principio de Zenón rige inexorablemente las conductas, no los pensamientos.
A continuación te doy el parte meteorológico. Mientras caminaba por las rocas, veía con nitidez el fondo. Sí, otra vez el levante, pero en calma, tanta que, si estuviera ciego, no distinguiría el día de la noche. Sólo el amanecer y el atardecer rompen la monotonía. Pero silenciosamente para no desentonar. Gracias a que tengo que satisfacer tu deseo, gozo doblemente: además de vivir junto al mar, soy consciente de ello.
Nunca me había sentido tan feliz porque, como afirma nuestro amigo Heráclito, “Uno para mí es como diez mil, con tal que sea el mejor” y, como reconoce nuestro amigo Spinoza, a pesar de sus buenas intenciones, “el vulgo es, en efecto, voluble e inconsciente”. ¿Comprendes por qué vivo solo en este islote?
Cuídate
EPÍSTOLA VIII
El comentario de nuestro amigo Spinoza no fue de tu agrado. Preguntas con sorna si conozco a alguien que se considere vulgo o masa. “Si todos se autoexcluyen, ¿quiénes forman la masa? Al final resultará que la masa es menos numerosa que los individuos”. Esa es una de las prerrogativas que disfruta el que inventa algo, y el lenguaje no es una excepción, el que habla, o escribe, queda excluido. “¿Por qué cuesta tanto aceptar que hay tantos estilos de vida, de actuar o de pensar, como seres humanos?”. Si miras a tu alrededor comprobarás que hay muchos seres humanos, pero pocos individuos. No hay tantos estilos de vida, como supones, sino dos: el de la masa y el de los individuos. Pero escuchemos a nuestros viejos amigos:
“Nunca he pretendido agradar a las masas,
pues lo que a ellos les gusta, yo no lo conozco
y lo que yo sé, está muy lejos de su sensibilidad”.
(Epicuro)
“Me pides qué cosa hemos de evitar más: y te diré, la turba”.
(Séneca)
“El hombre libre que vive entre ignorantes procura, en lo posible, evitar sus beneficios”.
(Spinoza)
No son los únicos que han pedido la palabra:
“¿Qué he de decir del vulgo y del populacho…Abundan en ellos, por doquier, tantas clases de necedades, y cada día inventan otras nuevas, que no bastarían mil Demócrito para reírse de ellos”.
(Montaigne)
O, sin tantas florituras, a pesar de ejercer la abogacía:
“El mundo está lleno de necios”.
(Cicerón)
Si crees que un experto opinaría de modo distinto, nuestro amigo Erasmo te confirmará que la necedad es una divinidad, a la que “toda la tierra rinde un culto unánime”. Nuestro amigo Spinoza vuelve a pedir la palabra. Se la daré, pero prometo que será el último. “El fin último del hombre que se guía por la razón, dice, es el que le lleva a concebirse adecuadamente a sí mismo y a concebir adecuadamente todas la cosas que pueden ser objetos de su entendimiento”. No, no me estoy contradiciendo, aunque, tampoco me importaría, si añades al sustantivo el adjetivo lógica. Por supuesto que tal concepción será diferente en cada hombre. Sólo existen individuos, personas de carne y hueso. Vulgo, masa y pueblo son flatus vocis, palabras. Lo cual no significa que tal distinción carezca de sentido. Vulgo es el que actúa sin saber por qué, por la costumbre, o por cualquier clase de prejuicio; individuo, el que se guía por la razón. Sólo éstos me interesan, porque, entre ellos, existen diferencias. Si no encontrara ninguno, tampoco importaría, porque, como afirma nuestro anónimo amigo, “Aún me bastan pocos, me basta uno, puedo contentarme con ninguno”.
Desconfía de los demagogos que se autoproclaman elegidos por Dios, o el destino, para conducir al pueblo hacia la libertad y la justicia, porque no sólo mienten, o se autoengañan, sino que, para sobrevivir, necesitan convertir a los demás en masa. ¿Acaso su soberbia les impide ver que los seres humanos, y todas sus obras, sean materiales o espirituales, son efímeros? Ninguna experiencia revolucionaria, y pocas obras de arte han durado más que la vida del iluminado que la imaginó y le dio vida. A veces, ni siquiera esperan que muera, como nuestro amigo Cabet, que estuvo a punto de ingresar en la cárcel, porque los buenos icarianos le demandaron por estafa, al comprobar que las tierras compradas con sus ahorros, no era la Icaria prometida. Al menos actuó de buena fe. No como los iluminados convencidos de que no hay mejor paraíso que el que los mantiene, se llame comunismo, democracia popular o socialismo. Verlos acudir, en un coche oficial con chofer, a una manifestación contra la injusticia, o redactar sus proclamas contra la desigualdad social en un restaurante de cinco tenedores, es más clarificador que todos los manifiestos comunistas. Por supuesto con el beneplácito del vulgo, ansioso por ocupar sus puestos, es decir, los privilegios de sus antiguos enemigos. La envidia y la codicia se ocultan bajo las más hermosas acciones y palabras. Es el deseo de tener lo que otros poseen, el motor que mueve a los iluminados de todas las especies, como les recrimina nuestro amigo Bakunin a los partidarios de la Dictadura del Proletariado: “No son enemigos más que del poder actual, porque quieren ponerse en su lugar”. Una vez conseguido el puesto, o los privilegios ansiados, proclaman instauradas la libertad y la justicia.
¿Hay que limitarse a observar con indiferencia el sufrimiento, la miseria y la injusticia? No, si te hace feliz, y, los que reciben la ayuda, resultan beneficiados. Sí, si crees estar en posesión de la Verdad y, por tanto, obligado a conducir, a los demás, adonde ella habita, con el deseo oculto de que serás por ello recompensado. No olvides que hay tantos caminos como individuos. Y puede que, el que has elegido, no interese a muchos. Quizás sólo a ti.
Lucha con la conciencia de que lo haces, en primer lugar, por ti, por tu felicidad. No temas reconocerlo es un egoísmo sano. Y, en segundo lugar, por los demás. Recuerda que todo es caduco, y que el vulgo es “voluble e inconsciente”. Para que no hablen siempre los mismos citaré a nuestro amigo Freud: “El dominio de la masa por una minoría seguirá demostrándose siempre tan imprescindible como la imposición coercitiva de la labor cultural, pues las masas son perezosas e ignorantes”. Escuchando a nuestros viejos amigos, parece que las masas fuesen piedras, que atraviesan el río del tiempo.
No, no me he olvidado de tu mar. En medio del océano es difícil que pueda olvidarme. Tápate los oídos con el cuenco de las manos. ¿Oyes el silbido del viento? ¿Y los encrespados gorgoritos de las olas a duo con el bajo continuo de la marea? ¿No? “Echando mano del tridente, congregó las nubes y turbó el mar; suscitó grandes torbellinos de toda clase de vientos; cubrió de nubes la tierra y el ponto, y la noche cayó del cielo. Soplaron a la vez el Euro, el Noto, el impetuoso Céfiro y el Bóreas, que nacido en el éter, levanta grandes olas”,.¿Mejor ahora? Cuando recita nuestro amigo el poeta hasta los sordos oyen.
Cuídate
EPÍSTOLA IX
Esta vez no contestaré a ninguna pregunta. Seguro que sales ganando porque, según nuestro amigo, “muchos dolores los consideramos preferibles a los placeres si, por soportar tales dolores, nos sobreviene un placer mayor”. No te habrá sido difícil adivinar de quién se trata, porque, lo cito, en casi todas las cartas. Quizá demasiado. Pero, ¿es culpa mía que haya nacido primero?
Como pudiste comprobar los días que pernoctaste en el faro, después de la siesta, me siento a leer junto a la puerta. Aprovechando que el levante seguía ausente, cogí las Máximas Capitales y las Exhortaciones de nuestro amigo Epicuro: “Estos consejos, y otros similares, medítalos noche y día en tu interior y en compañía de alguien que sea como tú”. ¿Sabes en qué pensaba cuando las elucubraciones alejaban mi mente de la lectura? En la felicidad que inundó tu cara, cuando tomaste la decisión de marcharte (“Aquí no hay nada que me retenga”). Si te estás preguntando adónde quiero llegar. Te respondo inmediatamente: eres el ejemplo de que, para ser feliz, no basta con tener la necesidades básicas cubiertas. No me eches en cara que soy un privilegiado habitante del primer mundo, porque, en los países pobres, teniendo lo indispensable, tampoco son felices. Cuando hablo de necesidades no me refiero a tener coche, comer en restaurantes, o disponer de dinero para el ocio, como pensarían los habitantes del primero, del tercero y de cualquier mundo, sino salud, alimentos y un sitio donde dormir. (“Pan y agua proporcionan el más elevado placer, cuando los lleva a la boca quien tiene necesidad”). Sé que muchas personas no disponen de esos bienes. No es culpa de la naturaleza, sino de la avaricia de los hombres, tanto de los países ricos como de los pobres. (“La riqueza conforme a la naturaleza está limitada y es muy fácil de conseguir. Lo que es conforme a las vanas opiniones cae al infinito”).
Necesitamos comer, beber y vestirnos para no sufrir físicamente, pero la mente, o el espíritu, requiere otro tipo de alimento. Sólo, satisfaciendo ambas necesidades, seremos felices. (“Así, cuando decimos que el placer es el fin, no hablamos de los placeres de los corruptos y de los que se encuentran en el goce, como piensan algunos que no nos conocen y no piensan igual, o nos interpretan mal, sino de no sufrir en el cuerpo ni ser perturbados en el alma”). Si estuviera en lo cierto, la felicidad estaría al alcance de todos, ¿es lo que estás pensando? Eres de nuevo el ejemplo de que, conseguir ese equilibrio, no está en los genes, ni se trata de un problema matemático. Pero que, cuando se consigue, te sientes a gusto contigo mismo. Por eso aconseja nuestro amigo Epicuro: “Es, pues, preciso que nos ejercitemos en aquello que produce la felicidad, si es cierto que, cuando la poseemos, lo tenemos todo y, cuando nos falta, lo hacemos todo por tenerla”. En definitiva que, aunque para ser feliz hay que tener cubiertas la necesidades básicas, la experiencia enseña que no es suficiente. La mente, el espíritu o el alma también tienen necesidades. Es decir, comprender las cosas como son realmente, no deformadas por la religión, la ideología y nuestras creencias.
Cuando leo máximas como ésta:
“Pues ni los banquetes ni los festejos continuados, ni el gozar con jovencitos y mujeres, ni los pescados ni otros manjares que ofrecen las mesas bien servidas nos hacen la vida agradable, sino el juicio certero que examina las causas de cada acto de elección o aversión y sabe guiar nuestras opiniones lejos de aquellas que llenan el alma de inquietud ”,
siento deseo de imitar a Diógenes de Enoanda, que esculpió sus máximas en un muro de varios kilómetros, o de pilotar un avión para escribir, en el cielo, sus palabras. Si fuera poeta, no dudaría en escribir en verso su pensamiento. Afortunadamente lo hizo nuestro amigo Lucrecio:
“Cuando la vida humana yacía a la vista de todos torpemente postrada en tierra, abrumada bajo el peso de la religión, cuya cabeza asomaba en las regiones celestes amenazando con una horrible mueca caer sobre los mortales, un griego osó…rebelarse contra ella…Su vigoroso espíritu triunfó…Con lo que la religión, a su vez sometida, yace a nuestros pies; a nosotros la victoria nos exalta hasta los cielos.”
Grandioso crescendo, ¿no crees? No hay que ser un melómano para captar la música de sus versos. Por supuesto no todos los pensamientos de Epicuro exhalan un placer espiritual tan intenso. Aunque, a mí, todos me resultan placenteros. A nuestro amigo le ocurre algo parecido. No puede evitar sentirse exultante, a pesar de su desesperado llamamiento:
“¿Nadie ve, pues, que la Naturaleza no reclama otra cosa sino que del cuerpo se aleje el dolor, y que, libre de miedo y cuidado, ella goce en la mente un sentimiento de placer?”
Si sigues su consejo, comprobarás que se puede ser feliz, a pesar de las guerras, el hambre y el sufrimiento ajeno.
Desde mi atalaya veo la playa, normalmente solitaria, invadida por cientos de personas. Feliz de estar al otro lado giro la cabeza y contemplo el horizonte. Este sentimiento también es compartido por nuestro amigo Lucrecio : “Es dulce, cuando sobre el vasto mar los vientos revuelven las olas, contemplar desde tierra el penoso trabajo de otro”. Y, más hermoso es aún, si lo leemos en su lengua:
“Suave, mari magno turbantibus aequora ventis,
e terra magnun alterius spectare laborem”.
Anoche, desde lo alto del faro, el espectáculo que contemplé, me sobrecogió. Las luces de la ciudad se reflejaban sobre la superficie del mar, como en los espejos que adornan los belenes en Navidad. Percibía con claridad el campanario de la iglesia, la lonja y los barcos atracados en el muelle. En esos momentos comprendes que el hombre, más que racional o bípedo, es un ser creador, y la belleza, su creación más sublime. Te confesaré un secreto: el arte, no las creaciones de la razón, me reconcilia con los seres humanos.
Cuídate
EPÍSTOLA X
Dices que no puedes evitar asociar el nombre de nuestro amigo Epicuro con tu paciente, y mi amigo, Santiago. Cuando los análisis confirmaron que padecía cáncer, le receté unos calmantes. “No se preocupe, doctor. Ningún dolor se prolonga indefinidamente”. «Es cierto, todo, en la vida, tiene un límite. El dolor también. Y, ser consciente, ayuda a soportarlo, pero, como le acabo explicar, la medicina dispone de medios para aliviar el sufrimiento. Algo hemos avanzado desde la época de Séneca». “Lo dijo Epicuro. Y también que el máximo dolor dura el mínimo tiempo» –añadió sonriendo.
Pensando quién le habría metido, a un inculto pescador, tales ideas en la cabeza supusiste que habría sido el farero. ¿Tanto cuesta entender que entre Santiago y yo pudiera haber tal amistad? La inteligencia no se mide por los conocimientos, sino por la capacidad de conducirse, en la vida, del modo más adecuado.
Cuando terminó la mili, se enroló, en un barco mercante, durante varios años. “No voy por dinero, en cualquier ambulatorio ganaría tres veces más, sino por la experiencia humana y profesional porque hay cosas que no se aprenden en los libros”. También él pensó que, en el libro del mundo, aprendería más. Y no se equivocó. Escuchándole comprendías que, la experiencia ajena, no caía en saco roto. ¿Hay mayor signo de inteligencia que aprender de los demás?
A los que juzgan por las apariencias, o confunden erudición con inteligencia –aquélla se aprende en los libros, ésta en la escuela de la vida– habría que recordarles la sentencia de nuestro amigo Heráclito: “El aprendizaje de muchas cosas no enseña a comprender”.
Un día le pregunté si no temía, que le criticaran, por relacionarse con un solitario como yo. “Les he dicho que es un científico y que le cuido el huerto. Así no tendrán que inventarse historias sobre usted o sobre lo que hace”. Me enseñó a extraer del mar y de la tierra todo cuanto necesito: “La riqueza natural tiene límites precisos y es fácil de alcanzar; en cambio, la que responde a vanas opiniones no tiene límite alguno”. Gracias a él, no tuve que pisar el pueblo hasta después de su muerte. Y comprobé, como afirma nuestro amigo Epicuro, que “el fruto más importante de la autarquía es la libertad”.
No fui al entierro –él despreciaba la hipocresía tanto como yo-, pero sí al cementerio unos días después. Su mujer estaba adecentando la tumba. “Era una buena persona” –comenté. “Sé que es sincero, no como ésos que dicen sentir su muerte y no dudaron en acusarle de haber matado a la extranjera –asintió sollozando-. Yo era su novia de toda la vida. Pero la hippie le embrujó. Sólo tenía ojos para ella. Sabía que se le pasaría, así que esperé, como había hecho mientras estuvo embarcado. Cuando apareció muerta en la playa, enloqueció. Pero, más sufrió, cuando, le gritaron asesino, en la puerta de la comisaría. Y, ni siquiera se disculparon, cuando el juez dictaminó que había sido un accidente”. Antes de irse me entregó unos libros que habían pertenecido a Santiago, ¿imaginas cuáles? Las Máximas de Epicuro y la Odisea. “Se los dio la hippie”, dijo.
No he vuelto a verla, pero le estoy agradecido, porque, gracias a ella, encajaron algunas piezas del puzzle de su vida. Cuando le conocí, dijo que era una especie de intermediario. Bernabé, el dueño del faro, le había pedido que lo vendiera porque necesitaba dinero. “En Australia la vida es muy cara”. “¿Seguro que quiere venderlo?” –pregunté al ver lo bien conservado que estaba. Cuando me enseñó el huerto, dudé de si era real o un sueño. Había un limonero, una higuera, un granado y varios naranjos, además de tomates, pimientos, cebollas, berenjenas y lechugas. “Cuide la empalizada si no quiere que el mar se lleve la cosecha” – advirtió. Supuse que algo grave le habría sucedido, cuando se veía obligado a desprenderse de aquel edén. Pero no dijo nada. En ese momento, no podía prever que acabaríamos siendo amigos. Apenas hablaba de sí mismo, tardé meses saber que estaba casado. No parecía importarle, sin embargo, contar con detalle la vida de su amigo.
Se enrolaron en un mercante al terminar la mili. Con los ahorros compró el islote. “Mi barco varado”, lo llamaba. Poco a poco fue reparando el faro, el embarcadero, el muro. Una mañana de primavera, apareció una extranjera preguntado si podía coger los corchos, que el mar abandonaba entre las rocas. Bernabé asintió. No volvió a ser el mismo. Vivía para ella. Por el día, buscando redes, maderas o conchas para sus esculturas marinas. Por las noches, amándose. A veces, a la luz de las estrellas, leía las aventuras de Odiseo. “Me llamo Nausica, hija del rey de los Feacios. Y tú, extranjero, ¿quién eres? ¿de qué país vienes?”. “Soy Odiseo, rey de Ítaca”. O recitaba las Máximas de Epicuro. “Si quieres ser feliz, medítalas”, repetía. Un día se marchó a su país. Y él se fue tras ella. El instinto de supervivencia le llevó a inventarse la existencia de ese amigo. Esa creía que había sido su vida hasta que hablé con su mujer. Aunque algunos detalles, que te contaré en otra ocasión, me habían hecho sospechar que Bernabé y él eran la misma persona.
Quizá opines, como nuestro amigo Séneca, que entre amigos no debería de haber secretos. “¿Por qué tengo que ocultar palabra alguna ante mi amigo? ¿Por qué delante de él no tengo que sentirme como si estuviese solo?”. No se oculta lo que se ignora. Además conviene guardarse algo para sí, porque no hay mejor amigo que uno mismo. Eso al menos aconseja nuestro amigo Montaigne: “Siempre conviene tener una estancia, secreta y propia, en al que establezcamos nuestra verdadera libertad y nuestra principal soledad y retiro. Allí es donde debemos ordinariamente platicar con nosotros mismos, haciendo ese lugar tan privado que ningún conocimiento ni amistad extraña penetre”. No olvides, sin embargo, la advertencia de nuestro amigo Goethe: “Cuando me piden un consejo, jamás me niego a darlo, pero impongo la condición de que no han de seguirlo”.
Cuídate