Epístola XVII a Epístola XXII

                                                 

                                                       

                                                          EPÍSTOLA   XVII

 

     Después de varios intentos fallidos, conseguí burlar el ardiente sol africano. Cerré puertas, ventanas y contraventanas hasta dejar la habitación a oscuras. Luego imaginé tu islote envuelto en la grisácea luz del otoño. Y, ¡milagro!, sentí la brisa del mar en la cara. “¡Nada más asombroso que el hombre!”, como diría nuestro amigo Sófocles”. Nunca he dudado de que las habilidades de los seres humanos sean “superiores a lo que se puede uno imaginar”. Y que si la memoria no me falla, característica en la que también sobresale nuestra especie, aunque nuestro poeta no la mencione, “Nada de lo porvenir le encuentra falto de recursos. Sólo del Hades no tendrá escapatoria”. Gracias por obligarme a releer sus versos. Tocar, coger, ojear libros es un vicio que padezco desde niño. Sobre la mesa están Cicerón, Luciano y Séneca, en los estantes, el resto de los amigos.

     El otoño sigue indeciso. Las temperaturas son suaves y los días más cortos. Pero las nubes apenas resisten hasta el mediodía. “¿En qué ocupas el tiempo cuando llueve o hace frío?”. Las estaciones no alteran mi rutina. Ni la lluvia ni el frío duran tanto como la sequedad y el calor en tu querida África. Leo, dibujo, observo el mar, el viento, las gaviotas, cuido la huerta, dormito, contesto a tus cartas, revivo imágenes, conversaciones o dejo que la imaginación me lleve a donde se le antoje. “Vivir descansadamente y a gusto”, como diría nuestro amigo Montaigne.

     Cuando quieras saber lo que hago yo, o cualquier ser humano, obsérvate a ti mismo porque todos hacen, piensan y sienten de idéntica manera. Sin olvidar que somos insaciables cuando algo nos resulta placentero. Tú eres, por tanto, el culpable, no mis cartas. Si lo que deseas son novedades, siento decepcionarte, en mi islote manda la rutina, aunque no exenta de aventura porque las actividades siendo las mismas, al variar el estado de ánimo, parecen distintas.

    Esta mañana llené de libros el canasto con el que recogía los huevos de Asclepia y sentado junto a la puerta del faro confieso que padezco el vicio de nuestro amigo Juliano: “Unos aman los caballos, otros los pájaros y otros las fieras; yo, desde niño, estoy poseído por un terrible deseo de poseer libros” me puse, como Lucilio,“hojear, ora este libro, ora aquél”, aunque nuestro amigo Séneca nos recrimine porque, en su opinión, “muchedumbre de libros disipa el espíritu”. Y, ¿sabes qué encontré? La Máximas Capitales de Epicuro y la Odisea que habían pertenecido a Santiago, y que Regla, su mujer, me entregó cuando nos encontramos en el cementerio. Por cierto que hace unos días un primo suyo, que había salido a pescar, me trajo carne de membrillo hecha por ella. Al marcharse me preguntó si quería acompañarle. Y acepté. Fue un día fructífero no sólo por la pesca, capturé una dorada y una corvina, sino porque me contó detalles de la vida de Santiago que ignoraba. Tuve  la impresión de que le estaba traicionando, porque él nunca hablaba de su familia. Quizás la pasión por Nausica le impidió apreciar su total entrega y su perseverancia. Ella le esperó convencida de que la hippie acabaría cansándose y, siguió a su lado, cuando le culparon de su muerte. Debía de estar muy enamorada sabiendo que nunca podría sustituirla. No los leía, los acariciaba” –comentó.

     Nausica cumplía a rajatabla el precepto de nuestro amigo Séneca: “No pudiendo leer todo  lo que tienes, basta que tengas lo que puedes leer”. Rememorar sería más exacto porque, según contaba Santiago, se pasaba horas y horas sentada sobre las rocas. Decía que leyendo, a pesar de no tener ningún libro en las manos. Un día, cansada de que preguntara qué estaba haciendo, contestó: Leyendo. Y le regaló los libros.

     Reconozco que el razonamiento es impecable. Si leyéramos siempre el mismo libro, con uno sería suficiente. Pero, cuando los tengo en mis manos, ignoro a la razón y acumulo todos los que puedo. ¿Por qué me atraen tanto? “La lectura de todos los buenos libros como dice nuestro amigo Descartes- es como una conversación con los hombres más selectos de los pasados siglos, que fueron sus autores, y hasta una conversación estudiada en la que no descubren más que sus mejores pensamientos”. Sobretodo si no están presentesLas personas suelen ser decepcionantes.

     Me gusta que precisen si era de noche o de día, llovía o hacía frío, si estaban sanos o convalecientes, pasear por las mismas calles, visitar las mismas ciudades o admirar los mismos paisajes, si es posible a la misma hora y en la misma estación en que ellos lo hicieron. ¿Para qué? Para comprender mejor sus sentimientos porque, como afirma nuestro amigo Cicerón mientras caminaba hacia la Academia por la vía Sacra, “es un hecho que la contemplación de los lugares por ellos frecuentados no hace pensar en los hombres ilustres con viveza y atención”. ¿Es que no son suficientemente evocadoras las palabras? Claro, pero también las más insignificantes, no sólo los elevados pensamientos.

     Esos detalles, aparentemente irrelevantes, son guiños lanzados al océano del tiempo con la esperanza de que, en algún momento o en algún lugar, algún lector revivirá sus temores o sus vivencias más íntimas. Como nuestro amigo Séneca cuando menciona los incómodos paseos en litera (“Me apeo de la litera tan cansado como si hubiese hecho a pie todo el camino que he realizado sentado”), las casas señoriales camino de Nápoles (“Siguiendo mi costumbre, me puse a mirar en derredor para ver si encontraría alguna cosa que pudiese prestarme ayuda, y mis ojo se posaron en la villa que por algún tiempo había sido de Vatia”), el temor a las tormentas (“Me arrollé el manto, a guisa de los aficionados a los baños de agua fría y me lancé al agua”), los golpes de los masajistas (“Siento el chasquido de la mano sobre las espaldas, que causa un sonido diferente según golpee plana o ahuecada”), los gritos de los que se depilan (“Imagina el depilador que a menudo alza una voz aguda y estridente para hacerse notar más, y que charla sin cesar, excepto cuando depila unas axilas, pues entonces, en lugar de él, es otro quien chilla”), las canciones del que se está duchado (“El cantante que encuentra que su voz mejora en el baño”), el ruido de los que se zambullen en el agua de la piscina (“Añade aquellos que se lanzan a la piscina con gran alboroto de agua”) y la visita a Pompeya pocos años antes de que fuera engullida por el Vesubio: “He aquí cómo, de manera casi increíble, la Campania, y sobretodo Nápoles y la vista de tu Pompeya, me han renovado la añoranza de ti: te tengo por entero delante de los ojos”.

    O muestro amigo Montaigne, cuando habla de sí mismo (“Las angustias ajenas me angustian materialmente”, “Hacia los siete u ocho años yo me apartaba de todo otro placer para leer”, “No incurro yo en el error común de juzgar al prójimo por lo que soy”, “Al revés de lo corriente, antes acepto entre nosotros la diferencia que la semejanza”, “Cuando reprendo a mi criado, lo hago con vigor y con imprecaciones verdaderas y no fingidas, pero pasado el arrebato vuelvo luego la hoja y hago por él cuanto él necesite”, “No debemos de comprometernos nada más que con nosotros mismos”, “Sólo gusto de los libros placenteros y fáciles, que me halagan o de los que me consuelan y me dan reglas para mi vida y mi muerte”, “Vivo al día y me contento con tener lo preciso para atender a las necesidades presentes y ordinarias, pues que las extraordinarias no sabrían cubrirlas todas las previsiones del mundo”, “Cualquier olor se me adhiere de manera maravillosa, porque tengo una piel muy sensible a ellos”) o expone sus opiniones (“Porque entre la gente común reina más necedad y facilidad, y por tanto más inclinación a dejarse manejar por palabras gratas al oído, sin conocer y ponderar la verdad de las cosas por fuerza de razón”, “No me he obligado a hacer algo bueno, ni siquiera atenerme a mí mismo, sino que varío cuando me place, entregándome a mis dudas e incertidumbres y a mi soberana maestra que es la ignorancia, “Quien pueda debe tener mujer, hijos y bienes, pero sin aficionarse tanto a ellos que su felicidad de ellos sólo dependa. Siempre conviene tener una estancia, secreta y propia, en la que establezcamos nuestra verdadera libertad y nuestra principal soledad y retiro”).

     O nuestro amigo Ovidio, que recuerda con tanto dolor el día que abandonó su querida Roma (“Cuando me viene al recuerdo la funesta imagen de aquella noche, en la que transcurrieron mis últimos momentos en Roma, cuando recuerdo la noche en la que abandoné a tantos seres queridos, todavía ahora se me escurren las lágrimas de los ojos”), exiliado por orden de emperador Augusto (“La ira del Príncipe ofendido me ordena dirigirme a Tomos, situado en la ribera del Mar Euxino”) en los confines del mundo conocido (“Más allá nada hay sino un frío inhabitable”), que te sientes tan triste e impotente como él (“Ni ando mejor del espíritu que del cuerpo, sino que ambos se hallan enfermos por igual y padezco un doble sufrimiento”) y más sabiendo que nunca volvería (“Mezcla mis huesos con hojas y con polvo de amomo y entiérralos a las puertas de Roma”).

     No creas, como nuestro amigo Descartes, que los buenos libros sólo descubren los mejores pensamientos, también hablan de espectáculos, modas y deportes, incluso hacen arriesgados vaticinios como nuestro amigo Montaigne: “Fuera del fragor que causa, y al que todos ahora estamos acostumbrados, paréceme la pistola un útil de poco efecto, y creo que algún día abandonaremos su uso”.

     ¿Has pensado alguna vez que, a pesar de los millones de seres que han muerto a lo largo de los siglo, la Tierra, sin embargo, no aumenta de tamaño? ¿No? Yo sí, creía incluso que la imagen de la Tierra, como insaciable devoradora de seres humanos, se me había ocurrido a mí hasta que me topé con esta meditación de nuestro amigo Marco Aurelio: “¿Y cómo la tierra es capaz de contener los cuerpos de los que vienen enterrándose desde tantísimo tiempo?…Y conviene considerar no sólo la multitud de cuerpos que así se entierran, sino también la de los animales que cotidianamente comemos e incluso el resto de seres vivos”. ¿Sabes que he aprendido en los buenos libros? Que no hay problemas nuevos ni soluciones definitivas y que, como afirma nuestro amigo Cicerón, “el mundo está lleno de necios”.

 

        Cuídate

 

 

                                                         EPÍSTOLA   XVIII

 

     La memoria me ha vuelto a fallar. Y, esta vez, no era un nombre o un acontecimiento de mi vida. Además he tardado varios días en darme cuenta, tantos, como los que necesité para dibujar el cuadro de Apeles de Colofón descrito por nuestro amigo Luciano de Samosata. Espero que la razón, la inteligencia, la memoria y los sentimientos no sean como la gravedad, el electromagnetismo, la fuerza nuclear débil y fuerte, manifestaciones de una misma fuerza.

     Sé que consideras mi postura egoísta e incluso le has puesto un nombre: síndrome del avestruz. ¿Le habrías llamado igual si, en vez de marchar a África, hubieses permanecido conmigo? Elegir el nombre es de suma importancia, teniendo en cuenta que construimos el mundo con palabras. Quizás hedonista sea más adecuada, porque me limito a hacer lo que resulta más placentero. En eso consiste la felicidad, ¿no?

   Supongo que el placer impulsó a nuestro poeta Heleno a imitar a los clásicos (¿neoáticos?), sabiendo que era una causa perdida. Hablaremos de su vida en otra ocasión. Si algún día descubro que ya ha sido traducido, no me importará, como tampoco me ha importado recordar, después de terminar el boceto, que un artista del Renacimiento lo había pintado porque el placer, que es lo que mueve la conducta humana, no habría disminuido. Ese es el motivo por el que nunca te he enviado ningún dibujo. Si felicidad y placer son lo mismo, lo que me agrade no tiene que producir idéntico efecto en los demás, ni aun tratándose de un amigo. A mí, al menos, lo que me resulta placentero son tus cartas. Por eso llevo toda la tarde sentado bajo la ventana. Y, cuando me canso, contemplo el mar mientras pongo orden en mis pensamientos.

     Cuenta nuestro amigo Luciano que Apeles de Colofón pintó un cuadro sobre la calumnia porque “él mismo había sido calumniado ante Tolomeo” (Tolomeo IV Filopator, hijo de Evérgetes). Y, a continuación, lo describe: “A la derecha aparece sentado un hombre de orejas descomunales…extendiendo su mano a la Calumnia, mientras ésta, aún a lo lejos, se le aproxima; en torno a éste permanecen en pie dos mujeres, a mi parecer la Ignorancia y la Sospecha. Por el otro lado avanza la Calumnia, mujer de extraordinaria belleza…con una antorcha encendida en la izquierda y arrastrando con la diestra, de loscabellos, a un joven que alza sus manos al cielo e invoca a los dioses. La dirige un hombre pálido y feo…podría suponerse que es la Envidia. Le dan también escolta otras dos mujeres, que incitan, encubren y engalanan a la Calumnia…una era la Asechanza y la otra el Engaño. Tras ella seguí una mujer que se llamaba el Arrepentimiento. En efecto, volvíase hacia atrás llorando…dirigiendo miradas furtivas a la Verdad, que se aproximaba”.

     He seguido fielmente el relato. Así que basta con leer la descripción y cerrar los ojos. Había, sin embargo, un problema que resolver: el entorno. ¿Dónde situar la escena? ¿En una plaza pública? ¿En una habitación imaginaria? Como Apeles había sido calumniado ante el rey, decidí situarla en un palacio, en la sala del trono. Y, cuando me alejé para ver el resultado, tuve la sensación de haberlo visto antes. No tardé en comprender de que cuadro se trataba. ¿Y tú?

     En el mismo museo florentino hay una alegoría del mismo pintor sobre unos sucesos que tuvieron lugar en aquella época, y que se han repetido una y otra vez a lo largo de la historia. La Verdad creo que se llama. Te lo describiré con una condición: que olvides el texto de Luciano. En medio de una sala sin ventanas ni puertas, la escasa luz entra por una estrecha abertura que hay en el techo, una joven desnuda que se adivina hermosa, aunque oculte el rostro detrás de una máscara, es conducida a un altar por el Fanatismo y la Intolerancia, representados por dos jóvenes de ambos sexos con las cabezas vueltas, uno hacia una teofonía de ángeles, el otro, hacia un hombre inclinado sobre un libro. A la izquierda, una muchedumbre de hombres, mujeres y niño se arrodillan ante ella. ¿Sabes por qué lo recuerdo? Porque las paredes y el suelo estaban tapizados de cadáveres.

      No necesitaba leer la carta para saber cual sería la penitencia por ignorar que “la Tierra aumenta cada año dos toneladas de materia y desde su formación habrá acumulado tres metros de espesor”. Me refería a los muertos, no a las estrellas fugaces o al polvo cósmico. Aún así he cumplido el castigo. Y, prueba de ello, es este hermoso aforismo: “Para el Dios todas las cosas son hermosas y buenas y justas; pero los hombres sostienen que algunas cosas son injustas y otras justas”. Gracias por sustituir los padrenuestros y los avemarías por nuestro amigo Heráclito.

 

       Cuídate

 

 

                                                          EPÍSTOLA  XIX

 

     ¿Comer o beber es un problema? Tampoco el sexo debería serlo. Pero lo es, como cualquier actividad que requiera el concurso de otra persona. Si no necesitáramos a nadie, podrías satisfacer tus deseos donde y cuando quisieras. El sexo no es el problema.¿Entonces? Los demás son el problema. Aunque “la voz de la carne pide no tener hambre, ni sed, ni frío”, mientras somos jóvenes, el deseo sexual nos ensarta como a espetos. Sólo, con el paso del tiempo, la naturaleza afloja las riendas, como confiesa nuestro amigo Sófocles cuando, ya anciano, le preguntaron si aún gozaba de los placeres del sexo. “Dios me libre respondió-, hace largo tiempo que he sacudido el yugo de ese furioso y brutal tirano”. Y confirma nuestro amigo Platón: “La vejez, en efecto, es un estado de reposo y de libertad respecto de los sentidos”.

     Espero haber contestado a tu pregunta. Pero, si lo que deseas saber es cómo lo solucioné cuando me vine a vivir a este islote, confieso que, también para mí, fue un problema, más aún la madre de los problemas. ¿Qué hice? Lo contrario de lo que se supone, en vez de reprimir el deseo potenciarlo, darle rienda suelta. “A la naturaleza no hay que violentarla, sino persuadirlas”, aconseja nuestro amigo Epicuro. El método es eficaz, aunque pueda parecer poco ortodoxo. Conocí a un sacerdote que lo utilizaba con los seminaristas, que no observaban el voto de castidad. Compré películas pornográficas e instalé un video en cada habitación. El paciente tiene que superar la enfermedad enfrentándose a ella, no reprimiéndola.

     Al principio te excitas, pero, después de ver las mismas escenas una y otra vez, día tras día, durante semanas, no sientes nada. El tratamiento finaliza cuando contemplas el coito con indiferencia, incluso con aversión, como cuando comes demasiado y, el recuerdo de la comida, te provoca nauseas. Quizá el éxito se deba a la mente, más que al método, porque el sexo depende más de la cabeza que de los sentidos, aunque también influya el estímulo. Meses más tarde comprobé que, una imagen, no es tan turbadora como la piel de una persona.

     Sucedió a finales de mayo. Dormitaba junto al faro cuando oí voces. No le di importancia porque, cuando hace buen tiempo, salen muchos barcos. Pero, al escucharlas cada vez más cerca, me levanté. Había un velero fondeado a unos cincuenta metros, pero nadie en la cubierta ni en los alrededores. Al acercarme, vi a una mujer que subía por las rocas, apoyándose en los troncos del embarcadero. Iba a advertirle que tuviera cuidado con el verdín, cuando resbaló golpeándose contra la madera. Le ayudé a salir del agua, pero, al incorporarse, perdió el conocimiento. Así que la recosté sobre las rocas. Entonces comprobé que podemos morfinizar los deseos, pero no vencerlos. Con esfuerzo conseguí que llegara hasta la hamaca. Aún recuerdo los escalofríos cada vez que rozaba su cuerpo. Después me senté junto a ella, y me quedé mirándola hasta que el sol secó su ropa. Te estarás preguntando cómo puedo recomendar un método que falló estrepitosamente. Dije que era eficaz, no infalible. Mientras estuve solo, funcionó. Cuando ella apareció, olvidé lo aprendido. No sólo no me importó sino que me alegré de que así fuera. Me temo que nuestro amigo Sartre se equivoca al juzgar a los demás, sin especificar el sexo. En tiempo de celo, los otros son el paraíso no el infierno.

     Lo que ocurrió después, lo dejaré para otro día. Mientras, medita estas palabras de nuestro amigo Luciano: “Terrible cosa es la ignorancia y causa de innumerables males para la humanidad, al envolver la realidad como en la niebla, oscurecer la verdad y ensombrecer la vida del hombre”. O las que, nuestro amigo Timón, pone en boca de nuestro amigo Jenófanes: “Ojalá yo hubiera estado dotado también de una inteligencia firme, capaz de ver el doble aspecto de cada cosa”. ¿Para qué? Para “conservar la serenidad de espíritu”. ¿Quién lo dice? Nuestro amigo Sexto Empírico: “El fundamento del escepticismo es la esperanza de conservar la serenidad del espíritu. En efecto, los hombres mejor nacidos, angustiados por la confusión existente en las cosas y dudando de con cuál hay que estar más de acuerdo, dieron en investigar qué es la Verdad y qué es la Falsedad; ¡cómo si por la solución de esas cuestiones se mantuviera la serenidad de espíritu! Por el contrario, el fundamento de la construcción escéptica es ante todo que a cada proposición se le opone otra proposición de igual validez. A partir de eso, en efecto, esperamos llegar a no dogmatizar”.

    Dicen que lo bueno, si breve, es dos veces bueno. Y, si no lo es, al menos no me echarás en cara que olvido el parte meteorológico: era una típica mañana de domingo soleada y luminosa. Estuve, casi todo el día, al aire libre. Al principio siguiendo la regata, después aprovechando el cálido sol de otoño. ¿El mar? Estaba tan a gusto, sintiéndose acariciado por tantos balandros, piraguas y botes, que no se movió en toda la tarde.

 

       Cuídate.

 

 

                                                             EPÍSTOLA  XX

 

     He conocido a tu amigo el forense. Estaba de paso. Fue al ambulatorio y tus compañeros le informaron que seguíamos en contacto. Ya le advertí que se había equivocado de profesión. Tenía que haber sido misionero en vez de médicocomentó riendo, cuando supo que habías marchado a África.

     No sabía que hubiese hecho la autopsia. Lo único que sé, sobre la muerte de Nausica, es lo que contó la mujer de Santiago. Que una buceadora, que se sumergía a diario, se ahogase no parece lógico, pero tampoco imposible. Quizá, al saber que tenía cáncer, decidiera acabar con su vida. Santiago nunca comentó nada. Ignoro si se suicidó o no. Pero, si lo hizo, fue una bonita manera de morir. Además de mostrar que, hasta el último momento, fue libre. Sólo, los que eligen la manera de morir, son realmente libres. Férrea ha de ser, la cadena que ata la mente, para dejar, en manos de curas, médicos y familiares, una decisión que sólo, al individuo, compete. Como proclama nuestro amigo Nietzsche, la humanidad no se ha enterado que Dios ha muerto: “Cuando Zarathustra estuvo solo, vino a decirle a su corazón: “¿Será posible? Ese santo varón, metido ahí en su bosque. ¡no ha oído que Dios ha muerto! Y habría que unir nuestras voces a la suya: “¿Dónde se ha ido Dios? Yo os lo voy a decir, les gritó: ¡Nosotros le hemos matado, vosotros y yo! ¡Todos nosotros somos sus asesinos ¡No hubo en el mundo acto más grandioso y las generaciones futuras pertenecerán, por virtud de esta acción, a una historia más elevada de lo que fue hasta el presente toda la historia”. ¿Una historia más elevada? ¡Dios no ha muerto! ¡Ha resucitado! ¡Progreso! ¡Razón! ¡Viejas hembras engañadoras! ¡Hasta los individuos más inteligentes se comportan, como necios, cuando vaticinan!

     ¿Es que no comprenden que estamos, y estaremos, siempre exactamente en el mismo sitio; que, por mucho que lancen la razón a las oscuras aguas del mañana, jamás capturarán nada, y que, los peces que juran haber visto, son sólo el reflejo de la luz en el agua? Nada ni nadie puede escapar del presente, a pesar de los espejismos, de las ilusiones, del permanente engaño, como nos recuerda nuestro amigo Hegel: “El individuo es hijo de su pueblo, de su mundo, y por mucho que quiera estirarse jamás podrá salirse verdaderamente de su tiempo, como no puede salirse de su piel”. Y el que lo niegue, miente. Dios no es Luis XVI ni el zar Alejandro. Ha muerto. Y nada, ni nadie, puede sustituirle. Cuentan que la pitonisa de Delfos, inhalaba unos vapores, para poder pronunciar los augurios. Veinte siglos después, nuestro amigo Marx proclama: “En la sociedad comunista,…la sociedad regula la producción general, de modo que posibilita hacer hoy esto, mañana lo otro, por la mañana cazar, pescar a mediodía, guardar el ganado por la tarde, criticar después de comer, según mis deseos, sin verme obligado a ser bien cazador, bien pescador, bien pastor, o bien crítico”. La adicción al futuro no tiene cura.

    En el pueblo todos la censuraban. Es el sino de los que viven y mueren libres. Sé que la mayoría reprueba el suicidio, y no ve con buenos ojos a los  suicidas. “¿Yo tengo que aguardar la crueldad de una enfermedad o de un hombre, pudiendo escapar de entre los tormentos y apartar por mí mismo los estorbos?”, se pregunta nuestro amigo Séneca. No, la libertad no se detiene ante la muerte. Se es libre o esclavo. No hay término medio. Tan respetable es la opción de Santiago, como la de Nausica, porque son los individuos, no la sociedad, los que deciden cuándo, cómo y en qué momento merece o no la pena seguir viviendo, porque “la buena cosa no es vivir sino vivir bien”, como afirma nuestro amigo Séneca. Y no discuto si es mejor una conducta u otra. No es cuestión de preferencias sino del derecho a decidir por sí mismo. Al menos eso piensa nuestro amigo Marco Aurelio: “No sólo esto debe tomarse en cuenta, que día a día se va gastando la vida y nos queda una parte menor de ella, sino que se debe reflexionar también que, si una persona prolonga su existencia, no está claro si su inteligencia será igualmente capaz en adelante para la comprensión de las cosas…Porque, en el caso de que dicha persona empiece a desvariar, la respiración, la nutrición, la imaginación, los instintos y todas las demás funciones semejantes no le faltarán; pero la facultad de disponer de sí mismo…de detenerse a reflexionar sobre si ya ha llegado el momento de abandonar esta vida y cuantas necesidades de características semejantes precisan un ejercicio exhaustivo de la razón, se extingue antes. Conviene, pues, apresurarse no sólo porque a cada instante estamos más cerca de la muerte, sino también porque cesa con anterioridad la comprensión de las cosas y la capacidad de acomodarnos a ellas”. Piensa lo mismo, aunque sin tanta sutilezas, nuestro amigo Nietzsche: “No está en nuestra mano el impedir haber nacido: pero este error –pues a veces es un error- podemos enmendarlo”.

 

   Cuídate

 

 

                                                        EPÍSTOLA XXI

 

     Hablas de razonar, ser libre pero nunca de filosofía. ¿Es que cuando reflexionamos sobre el sentido de la existencia o sobre la vida y la muerte no estamos filosofando?” Eso piensa nuestro amigo Epicuro: “Que nadie, mientras sea joven, se muestre remiso en filosofar, ni, al llegar a viejo, de filosofar se canse. Porque, para alcanzar la salud del alma, nunca se es ni demasiado viejo ni demasiado joven”. Yo también. ¿Por qué, entonces, no hablo de filosofía ni cuando tratamos expresamente de ella? Quizás porque las palabras, con el paso del tiempo, adquieren una pomposidad con la que no te identificas. O se vuelven tan imprecisas, que, no estás seguro de que, lo que haces, coincida con ellas.

     “¿Existe otro objeto de reflexión más importante que la vida humana? ¿Y otro término para designar esa actividad?”. Cuando preguntaban a nuestro amigo Freud: “¿Y cómo puede saberse cuál es el momento apropiado en cada caso?”. Respondía: “La mejor regla es esperar que él mismo se haya acercado tanto a lo reprimido que, siguiendo su propuesta de interpretación, sólo necesite dar unos pasos más para alcanzarlo”. Creo que el momento ha llegado. Hablemos de filosofía.

     Se sorprende, nuestro amigo Montaigne, de la poca estima que tenían, en su tiempo, a la filosofía: “Notable es que las cosas, en nuestro siglo, sean tales que la filosofía, para la gente de entendimiento, pase por nombre vano y fantástico, de uso nulo y de nulo valor, tanto en reputación como  en efecto”. En el nuestro, no opinan de forma diferente. La filosofía es una meditación sobre la muerte, dice nuestro amigo Platón. Quizás sea el tema de nuestro tiempo: ¿hay algo más radical e ineludible que la muerte? ¿La vida? La vida es un capricho de la naturaleza. Un instante entre dos nadas. Vivir, existir, ser, pensar, querer, sentir ¿qué son sino diferentes advocaciones de la muerte? La vida es la muerte consciente de sí misma. ¿Demasiado pesimista? Si así lo juzgas, es que ignoras la utilidad de la filosofía. ¿Para qué reflexionamos? ¿Por qué no nos limitamos a existir?, ¿a dejar que pase el tiempo?, ¿a considerar la muerte como parte de la vida? La filosofía es el estrigilo que elimina las mentiras con las que, la ideología, la ignorancia y la costumbre, desvirtúan la existencia.

     No hagas caso a nuestro amigo Epicuro. Ni a nuestro amigo Montaigne: “Puesto que es la filosofía la que nos instruye en la vida y la infancia ha de instruirse en esto como los demás hombres de otras edades, ¿por qué no imbuir la filosofía en esos años?”. Ni tampoco a nuestro amigo Horacio: “Útil es a los pobres, útil a los ricos; ni jóvenes ni viejos la descuidarán sin lamentarlo”. Porque si bien: “Es necesario servir a la filosofía si queremos alcanzar nuestra verdadera libertad”, como afirma nuestro amigo Epicuro. O nuestro amigo Séneca: “Sin ella nadie puede vivir libre de temor ni inseguridad, pues no pasa hora sin que acontezcan cosas que reclamen un consejo que sólo ella puede dar”. También lo es que, para encontrar a un ser humano con “cierto espíritu crítico, una cierta capacidad de análisis, una mente ingeniosa y una inteligencia penetrante e imparcial”, como exige nuestro amigo Luciano, no bastaría con la linterna de nuestro amigo Diógenes. La filosofía, a pesar de las optimistas exhortaciones de nuestros amigos, no es para todos.

 

     Cuídate.

 

 

                                                       EPÍSTOLA XXII

 

     “La pereza y la cobardía son las causas de que una gran parte de los hombres permanezcan, gustosamente, en minoría de edad a lo largo de la vida”, proclamam en pleno siglo de las lucesm nuestro amigo Kant. Dos siglos después, nuestro amigo Freud ratifica el diagnóstico: “El dominio de la masa por una minoría seguirá demostrándose siempre tan imprescindible como la imposición coercitiva de la labor cultural, pues las masas son perezosas e ignorantes”. ¿Yo? Que no existen seres humanos ni nombres abstractos sólo individuos. Y,  de éstos, sólo unos pocos me interesan.

     Esta mañana, una de esas sectas cristianas ha ocupado la playa. Mientras los fieles levantaban jaimas, colocaban mesas y preparaban el ritual, potentes altavoces emitían machaconamente consignas religiosas: Cristo es nuestro guía, Cristo nos ama, Cristo es nuestro hermano. Cerca de la orilla los neófitos, vestidos con túnicas blancas, aguardaban, entre amigos y familiares, el momento en que recibirían el bautismo sumergiéndose en el mar.

     ¿Cuál es el problema? Que estamos en Europa no en el Tercer Mundo, a comienzos del siglo XXI no en la Edad Media. ¿Qué intento decir? Que la religión nunca desaparecerá del planeta Tierra. Muda su aspecto, pero no la esencia. Todos los intentos por eliminarla han fracasado. Desengáñate. Ninguna revolución sepultará a Yavé o Alá. Si crees que mediante la educación, o transformando la sociedad desparecerá, te equivocas. Acierta nuestro amigo Epicuro, se equivocan nuestros amigos Marx, Comte y Nietzsche. Y no niego que refleje la miseria social, sino que eliminándola, desaparezca. En los países que han transformado la base económica ha resurgido con más fuerza. La transformación revolucionaria de la base material no debilita, potencia la ideología religiosa. Eso al menos enseña la voz de la experiencia. ¿La razón? Que “todo lo racional es real”, como pontifica nuestro amigo Hegel, sin preguntarse si es, o debería serlo.

     Las religiones brotan del fondo oscuro de la existencia humana, donde la luz de la razón no llega. Y, seguirán echando raíces, mientras no asumamos el dolor, las enfermedades, el envejecimiento ni reivindiquemos las pasiones, los instintos, la vida, y, aún así, nos sintamos felices. Extraña manera de burlarse de la especie humana. Avivando la candela que nos va consumiendo. Mientras procreamos, bebemos y comemos olvidamos nuestro destino. Pero el engaño sólo dura lo imprescindible. Las religiones se asientan sobre el sufrimiento y la muerte, es decir, en la naturaleza humana. Y como dice nuestro amigo Montaigne: “No enseño; relato”. Yo no interpreto; describo. El oficio de actor le iba mejor a nuestro amigo Nietzsche: En el fondo de las cosas, y pese a toda la mudanza de las apariencias, la vida es indestructiblemente poderosa y placentera”.

 

     Cuídate