EPÍSTOLA XXIII
Tus cartas, como los buenos libros, incitan a la reflexión. Las leo despacio –tardo horas, a veces, días– degustando cada palabra, cada frase. Pero, me bastan unos minutos, para pasar al papel, lo que mentalmente había redactado. Se diría que leo, y contesto, al mismo tiempo.
Te has enamorado de la joven que señalas con la flecha, ¿quién no?, con esos vestidos tan ligeros, son irresistibles. ¿Recuerdas los frontones del Partenón y la Victoria del templo de Atenea Niké? Sus finos peplos dejan traslucir los pechos y el vientre. ¿Y la Afrodita del trono Ludovisi y la ménade de nuestro amigo Calímaco? No me extraña que algunos jóvenes, como cuenta nuestro amigo Plinio, hicieran el amor con la Afrodita de Cnido: “Dicen que uno, que se había enamorado de ella, se escondió durante la noche y la abrazó fuertemente y la mancha dejada sobre ella fue el indicio de su pasión”. Puede que influyera el clima, el calor es afrodisíaco.
De las autoridades no opino y, menos aún, del contenido del discurso. Sobre tales asuntos, soy devoto seguidor de nuestro amigo Epicuro: “Es necesario liberarse a uno mismo de las cadenas de las ocupaciones cotidianas y de los asuntos políticos”. No aclaras en qué momento se hizo la fotografía. Ignoro si las sonrisas se debían al vino, o que los problemas de convivencia, que has ido desgranando en tus cartas, habían desaparecido. Nadie pensaría que estáis rodeados de miseria. Las fotografías, como los recuerdos, sólo retienen los buenos momentos, los malos se olvidan. Se os ve radiantes, eufóricos, como si vivieseis en otro mundo. Espero que no cree adicción, y os suceda como a los prisioneros de nuestro amigo Platón que, después de vivir fuera de la caverna, no soportaban la existencia que llevaban dentro.
Desconozco los motivos que han impulsado a esos hombres y mujeres a vivir esa aventura. Podría ser una enfermedad de ricos como la gota, una manera de compensar la injusticia cometida por nuestros antepasados (síndrome del nieto podríamos llamarlo), o simplemente porque debemos hacerlo. En ese caso habría que advertirles, como nuestro amigo Montaigne, que “Fundar la remuneración de los actos virtuosos en la aprobación ajena es fundarse en base incierta y movediza”, y recordarles que “debemos crearnos un modelo interior al que acomodar nuestras acciones”.
Quizás estés pensando que si los seres humanos actuasen por sí mismos, si no necesitaran una autoridad que dirigiera sus actos, serían diferentes, y el mundo distinto. También sé que no te agradan las utopías, porque sus creadores y adeptos actúan como los dioses del Olimpo, según cuenta nuestro amigo el poeta: “En los umbrales del palacio de Zeus hay dos toneles de dones que el dios reparte: en el uno, están los males, y en el otro, los bienes. Aquel a quien Zeus, que se complace en lanzar los rayos, se los da mezclados, unas veces topa con la desdicha y otras con la buena ventura. Pero el que tan solo recibe penas, vive con afrenta”. ¿Es que hay otra manera? ¿Por qué rechazar el mito si, gracias a los dioses, Homero cantó los amoríos de Venus, la venganza de Poseidón o cómo Atenea protegía a los griegos y los evangelistas la muerte de Jesús o su ascensión a los cielos? Razón e imaginación sólo se diferencian por la proximidad o lejanía de lo pensado. Si ha sucedido la llamamos razón, si no imaginado. La imaginación, no la razón, es la esencia del ser humano.
¿Cómo sería ese mundo? Si fuera un filósofo, como nuestro amigo Epicuro, diría: “La amistad recorre la tierra entera anunciándonos a todos que nos despertemos para la felicidad”, un místico, como nuestro amigo Marx: “Surgirá una asociación en la que el libre desarrollo de cada uno será la condición para el libre desarrollo de los demás”, como nuestro amigo Bakunin: “Llegará el tiempo en que sobre la ruina de los Estados políticos se fundará en plena libertad y por la organización de abajo arriba, la unión fraternal libre de las federaciones, abarcando, sin ninguna distinción, como libres, los hombres de todas las lenguas y de todas las nacionalidades”, o un poeta como nuestro amigo Hesíodo: “Vivían como dioses, con el corazón libre de preocupaciones, sin fatigas ni miserias; y no se cernía sobre ellos la vejez despreciable, sino que, siempre con igual vitalidad en piernas y brazos, se recreaban con fiestas ajenos a todo tipo de males”.
Pero, como sólo soy un ser humano, te diré que habría injusticias, miseria, sufrimientos y padecerían hambre y sed. ¿Del tonel de los bienes? Ambición, egoísmo, codicia e hipocresía. Para que no digas que padezco el vicio de nuestro amigo Platón, que ponía en boca de su maestro sus propios raciocinios, concluiré con algo mío, aunque lo haya tomado prestado de nuestro amigo Montaigne: “Mas, si resolvemos vivir solos y sin compañía, hagamos que nuestro contento dependa de nosotros mismos, desatemos los lazos que nos unen a los demás y adquiramos el poder de vivir conscientemente solos y a nuestra manera”. ¡Otra vez mi exacerbado individualismo! Quizás nuestro amigo Sartre te convenza de lo contrario: “No hay ninguno de nuestros actos que al crear al hombre que queremos ser, no cree al mismo tiempo una imagen del hombre tal como consideramos que debe ser”. ¿No? ¿Y esta otra? “Elegir ser esto o aquello, es afirmar al mismo tiempo el valor de lo que elegimos, porque nunca podemos elegir mal; lo que elegimos es siempre el bien, y nada puede ser bueno para nosotros sin serlo para todos”.
A pesar de que nuestro amigo Homero llame al océano profundo, vinoso, oscuro, anchuroso, inmenso, undoso –aterrador es el epíteto que mejor le cuadra-, hoy se ha mostrado con todo su esplendor, como Zeus a la curiosa Sémele. ¿Sabes que sentí? Miedo. Sí miedo, pánico ante un amasijo de espuma y olas que, con la fuerza de un ejército de Hércules, cabalgaban unas sobre otras en desordenada carrera hacia ninguna parte. Sin embargo ahora, que pace exhausto entre las rocas, siento deseos de acariciarlo aunque, después de verlo trotar, relinchar, saltar y galopar, confieso que no me atrevo. Si crees que exagero escucha a nuestro poeta: “Bramaban las inmensas olas, azotando horrendamente la árida costa, y todo estaba cubierto de salada espuma, pues allí no había puertos donde las naves se acogiesen ni siquiera ensenadas, sino orillas abruptas, rocas y escollos”. Sólo un ciego podría describirlo con tanto realismo, si además quieres oírlo, recita sus versos:
“Rójzei gár méga küma potí xerón epéiroio
deinón ereugómenon, éilüto dé pánz-halós áxne
u gár ésan liménes neón ojói, ud-epiogái
al-aktái probletés ésan spiládes te págoi te”.
Cuidate
EPÍSTOLA XXIV
“Te mando la foto de la cena. He asignado a cada comensal un número para que puedas identificarlos, detrás están los nombres, la profesión y la nacionalidad. Afortunadamente las autoridades, después de posar para la prensa, se marcharon. Me desagradan esos actos, pero al menos sirvió para conocernos. La que está a mi derecha es Marie. Divorciada con un hijo que no ve desde hace ocho años. Su marido, un médico sirio que conoció en la facultad, la abandonó porque no quiso dejar el trabajo. Los intentos por recuperar a su hijo fueron inútiles, ni siquiera ha podido visitarle. ¿Cómo pudo enamorarse de un hombre así? Dice que cuando le conoció se comportaba como cualquier estudiante francés. Iban al cine, a bailar…Pero al casarse cambió radicalmente. ¿Lo crees posible?”. No, como nos recuerda nuestro amigo Montaigne: “Cada uno tiene en interna veneración las opiniones y costumbres aprobadas y aceptadas en torno suyo, y no puede desprenderse de ellas sin remordimiento ni ejecutarlas sin aplauso…Pero el principal efecto del hábito es apresarnos de tal modo, que no nos deja apenas lugar para razonar”. Una cultura, que no se ha mamado desde niño, es una máscara que tarde o temprano acabas quitándote. Nunca se adherirá como una segunda piel, como advierte nuestro amigo Bakunin: “El que quiera dudar de ello no sabe nada de la naturaleza humana”. Convertirse al Islam no le impidió enfrentarse a su marido ni él, por vivir en Francia, cambió de opinión sobre las mujeres. Podemos reprimir nuestras costumbres, los valores que hemos mamado desde niños, pero no eliminarlos.
Es cierto que podría haberle sucedido con un hombre de su misma religión o cultura porque, en las relaciones entre los sexos, manda el instinto. Pero también que no todas las culturas son iguales: unas son mejores que otras. ¿Cómo saberlo si a cada uno le parece mejor la suya? Mejor es lo que beneficia a más personas. Defender la igualdad de mujeres y hombres es mejor que negarla. Querrás decir más útil, no mejor. De acuerdo, más útil. Si el número no es buen argumento, piensa en ti. Es un criterio que nunca falla: si lo que es bueno, beneficioso o útil para ti pudiera generalizarse también lo sería para todos. O en palabras de nuestro amigo Kant: “Obra sólo según una máxima tal que puedas querer al mismo tiempo que se torne ley universal”.
Mejor es la que permite individuos libres. ¿De qué libertad hablo? La libertad no admite adjetivos. Sé es libre o esclavo. Pero si quieres que sea más explícito te diré que la libertad de pensamiento. Una cultura que protege la libertad de los individuos es mejor que la que la persigue, limita o prohíbe. Mejor era Atenas, que permitió a Platón exponer libremente sus ideas, que su República que condenaba a muerte a los ateos y expulsaba a los poetas.
Si quieres saber si una cultura es mejor que otra, pregúntate si podrías pensar y expresar públicamente lo que ahora piensas. Si la respuesta es afirmativa, abrázala; si es negativa, combátela. Por eso la cultura occidental es mejor que las demás culturas. ¿Pides razones? Debería bastarte con la experiencia. Sé que podrías citarme miles injusticias, discriminaciones y crímenes. Pero no juzgamos el pasado sino el presente, aunque sea efímero y, en cualquier momento, podamos retroceder de nuevo.
¿Por qué la cultura grecolatina es mejor que cualquier otra? Porque se sustenta en el logos. ¿Qué es el logos? La razón. La razón es nuestra salvaguarda. Razón y libertad son palabras sinónimas. ¿No es admirable una cultura, en la que nuestro amigo Séneca pudo escribir sus epístolas y yo las mías, y más en el siglo que comienza, en el que oscuras brumas procedentes de Oriente amenazan con cubrir Europa? ¿Podrían el aire liberador de la razón, o de la duda, florecer en esas exóticas culturas que tanto admiran? ¿Hubieran podido escribir Nietzsche, Marx y Freud: “Así habló Zarathustra”, “El Manifiesto Comunista” y “La ilusión de un porvenir”? ¿Habría podido proclamar sin ser condenado a muerte: “La religión es el opio del pueblo”?
Baja a las plazas de todas las culturas y grita: ¡Dios ha muerto! ¡Viva la libertad! Si puedes continuar tu camino sin ser perseguido, encarcelado o condenado a muerte, ámala, si no es así, recházala. La cultura grecolatina es la cultura de individuos que se saben libres, libres de pensar, de crear, de imaginar. ¿Quieres un ejemplo? Protágoras en Atenas, Lucrecio en Roma, Miguel Ángel en Florencia, Sade en París, Marx en Londres, Nietzsche en Sils-Marie, Freud en Viena, Withman en Nueva York, Miguel Hernández en Orihuela. Tú mismo, donde quieras que estés leyendo estas epístolas, también tú habitas en la geografía de la libertad.
Si deseas oír la voz de un espíritu libre escucha a nuestro amigo Lucrecio: “Ahora bien, si alguien decide llamar al mar Neptuno, a las mieses Ceres, y prefiere usar el nombre de Baco en vez de designar el vino con su vocablo propio, concedámosle decir que el orbe terráqueo es la Madre de los Dioses, con tal que en la realidad se guarde de contaminar su espíritu con una torpe superstición”. ¿Entonces? Quizás nunca surgió la ocasión, como canta nuestro amigo Eurípides: “A los malvados el tiempo los descubre, cuando se presenta la ocasión”, el amor le impidió ver cómo era realmente o simplemente algunos manjares siempre fueron minoritarios. Y, lo que gusta a pocos, no es peligroso, como nos recuerda nuestro amigo Luciano: “¿Por qué va a resultar un mal insuperable el que unos pocos hombres se marchen con esa convicción? Son, con mucho, mayoría quienes creen lo contrario: la mayor parte del pueblo griego y todos los bárbaros”.
Cuídate
EPÍSTOLA XXV
No lo sabías. Pero, ¿querías saberlo? O habría que exclamar como nuestro amigo Nietzsche: “¡Cómo hemos sabido desde el principio mantener nuestra ignorancia, a fin de disfrutar una libertad, una despreocupación, una imprevisión, una jovialidad apenas comprensibles de la vida, a fin de disfrutar la vida!”. No pretendo acusarte de nada porque “es propio de un ignorante echar la culpa a los otros de sus desgracias; en cambio acusarse sólo a sí mismo, es propio de un hombre que empieza a instruirse; y no acusar ni a los demás, ni a sí mismo, es lo que hace el hombre instruido”. Al menos eso piensa nuestro amigo Epicteto.
¿Realmente ignorabas que las autoridades despilfarraban el dinero, destinado a paliar la miseria, en fiestas como la cena del aniversario de vuestra llegada? Que tu compañero estuviera borracho, o que no lo creyeras capaz de tal inmoralidad, no es un atenuante. La ignorancia puede aliviar el alma, pero no el sufrimiento ajeno. No hay mayor estupidez que engañarse a sí mismo. Te sientes triste, dolorido, como si te hubieses prostituido, utilizado por unos políticos corruptos que extienden la corrupción para justificar la suya. No iba muy descaminado vuestro compañero cuando os animaba a beber y comer cuanto quisierais. El dinero volvía al estómago del bolsillo que había salido. Se podría decir que el círculo se cerraba. ¿Inmoral? Más bien diría como nuestro amigo Marco Aurelio: “Nada nuevo, todo habitual y efímero”.
¿Por qué nos hacen creer que somos culpables de la miseria e injusticia que padece el Tercer Mundo? ¿Por qué nadie culpa a sus propios habitantes de la miseria en la que malviven? ¿Acaso no son las diferencias de clases, el desigual reparte de la riqueza lo que condena a esos países? La respuesta es tan vieja como la propia humanidad: el dinero. Acumular, atesorar, tener más y más rige la conducta de ricos y pobres, negros y blancos, mujeres y hombres, progresistas y reaccionarios, concienciados e inconscientes. Nadie da lo que posee. Aunque nos sobre, queremos más. Es ley universal de la naturaleza humana. No basta con comer, vestirse, tener una vivienda digna, ansiamos restaurantes de lujos, hoteles de cinco estrellas, una segunda o tercera residencia. Y si no podemos, lo deseamos.
La mayoría porque desconoce, como enseña nuestro amigo Epicuro, que “aquellos placeres naturales acompañados de una intensa pasión, pero que no conllevan dolor corporal de no ser satisfechos, nacen de una vana opinión, y, si es difícil que desaparezcan, no se debe a su propia naturaleza, sino a la vanidad de los hombres” y que “no hay que despreciar lo que se tiene por el deseo de lo que nos falta, sino que debemos considerar que también lo que se tiene era antes un deseo”.
Otros, porque han descubierto la manera de adquirir privilegios y riquezas sin sentirse culpable: autoproclamarse de izquierda, progresista, socialista, solidario o comunista. No hay receta más eficaz para rodearse de lujos sin sentirse avergonzado. Ni mejor instrumento que deformar el lenguaje para acomodarlo a su conducta, como cuenta nuestro amigo Tucídides: “Cambiaron incluso el significado normal de las palabras en relación a los hechos, para adecuarlas a su interpretación de los mismos. La audacia irreflexiva pasó a ser considerada valor fundado en la lealtad del partido, la vacilación prudente se consideró cobardía disfrazada, la moderación, máscara para encubrir la falta de hombría, y la inteligencia capaz de entenderlo todo incapacidad total para la acción…En una palabra, era aplaudido quien adelantaba a otro en la ejecución del mal, e igualmente lo era el que impulsaba a ejecutar el mal a quien no tenía intención de hacerlo”. Es decir, fracturan, ocultan o deforman la realidad con una verborrea incendiaria para ocultar sus verdaderas intenciones: acaparar toda la riqueza que puedan. Como nos aconseja nuestro amigo Nietzsche: “¡Deberíamos liberarnos por fin de la seducción de las palabras!”.
Cuídate
EPÍSTOLA XXVI
Hay costumbres indiferentes, incluso divertidas, como esa tribu cuyas mujeres eligen cada noche el hombre con el que desean acostarse, otras degradantes como la esclavitud, la ablación del clítoris o la discriminación que sufren mujeres y pobres en todas las culturas. Afirmar que debemos respetarlas porque las nuestras también les parecerán reprobables, no es un argumento convincente. ¿Por qué? Bastaría con tomarse a sí mismo como criterio o aplicar el imperativo categórico como propone nuestro amigo Kant: “¿Me daría yo por satisfecho si mi costumbre –considerar a la mujer inferior al hombre, prohibirle estudiar o actuar por sí misma– debiese valer como ley universal tanto para mí como para los demás? Y bien pronto me convenzo de que, si bien puedo estar de acuerdo con algún tipo de discriminación, no puedo querer que sea ley universal”.
Preguntas si no resulta sospechoso que ese imperativo excluya nuestras propias costumbres, como si, en nuestra cultura, no se produjeran comportamientos injustos o discriminatorios. Y citas a nuestro amigo Epicuro: “Apreciamos nuestras costumbres, tanto si son útiles y envidiadas por los demás hombres, como si no. Hay que apreciar igualmente las de nuestro prójimo”. Pero añade: “Si se trata de personas honestas”.
No propongo tomar nuestras costumbres como criterio para juzgar a las demás, pues como dice nuestro amigo Montaigne: “En verdad no tenemos otra medida de la verdad y la razón sino las opiniones y costumbres del país en que vivimos y donde siempre creemos que existe la religión perfecta, la política perfecta y el perfecto y cumplido manejo de todas las cosas”. Afirmo, sin embargo, que en los pueblos que corren por sus venas sangre grecorromana, las injusticias y la discriminación pueden ser erradicadas. Todas las personas –hombres, mujeres y niños– son legalmente libres e iguales, como nos recuerda nuestro amigo Pericles: “Tenemos un régimen político que no emula las leyes de otros pueblos, y más que imitadores de los demás, somos un modelo a seguir. Su nombre, debido a que el gobierno no depende de unos pocos sino de la mayoría, es democracia. En lo que concierne a los asuntos privados, la igualdad, conforme a nuestras leyes, alcanza a todo el mundo, mientras que en la elección de los cargos públicos no anteponemos las razones de clase al mérito personal, conforme al prestigio de que goza cada ciudadano en su actividad; y tampoco nadie, en razón de su pobreza, encuentra obstáculos debido a la oscuridad de su condición social si está en condiciones de prestar un servicio a la ciudad”. Sé que las leyes no siempre se cumplen, pero eso no significa que no sea posible, y en esa esperanza radica su bondad y su éxito.
¿Sabes cuál es la palabra que mejor define a la cultura occidental? Logos. Sí, el logos, la razón es el regalo más preciado de la cultura griega, el que más ha beneficiado a la humanidad. Has leído bien a la humanidad. La razón es un valor universal porque lo que dicta que es bueno para uno, también lo es para todos. Y si ha mejorado la vida de los hombres y mujeres de Europa, también mejorará la de los hombres y mujeres del resto del planeta. Sigamos el consejo de nuestro amigo Montaigne: “Podemos, pues, llamar bárbaros a aquellos pueblos respecto a la razón, pero no respecto a nosotros, que los superamos en todas suerte de barbarie”, y luchemos contra las costumbres propias y ajenas con el logos como arma. No permitamos, después de siglos de lucha por la libertad e igualdad de los seres humanos, conductas que atenten contra nuestras raíces, bajo el falaz argumento de que tienen derecho a vivir de acuerdo con sus costumbres. No, si son contrarias a la razón. O a la ley. No olvides la máxima de nuestro amigo Heráclito: “El pueblo debe luchar por la ley como por sus murallas”. Advirtamos a los que se apostan a las puertas de Europa que, en las tierras que están a punto de pisar, ni Alá ni Yahvé ni Buda ni Jesucristo están por encima de la ley. Ella es la única soberana como confiesa el lacedemonio Demarato a Jerjes, rey de los persas, según cuenta nuestro amigo Heródoto: “Pese a ser libres, no son libres del todo, ya que rige sus destinos un supremo dueño, la ley, a la que temen mucho más, incluso, de lo que tus súbditos te temen a ti”.
La historia no avanza en línea recta. La hidra religiosa resurge de nuevo. El logos vuelve a estar amenazado. Impedir que las personas piensen y actúen por sí mismas, convertirlas en meros instrumentos en manos de los representantes de Dios en la Tierra –llámense sacerdotes, ulemas, gurús o rabinos– es el objetivo de todas las religiones. Si no defendemos la libertad de pensamiento y la autonomía de los individuos acabaremos esclavizados. Sólo sumergiéndonos en la filosofía de Epicuro, Protágoras, Platón y Aristóteles, recitando a Homero, Catulo, Safo y Ovidio, bebiendo del fresco manantial de la cultura grecolatina seremos libres. En nombre de Cristo cerraron en el siglo VI las escuelas filosóficas en Atenas, en nombre de Alá quieren cerrarlas en el siglo XXI.
La vida y la obra de Heleno, sus “Versos paganos”, son el ejemplo de que lo que ocurrió una vez puede volver a suceder. Fue bautizado con el nombre de Pablo en recuerdo del renegado apóstol, artífice del triunfo de una religión aberrante, no por afirmar que Dios se hizo carne o la resurrección de los muertos, sino por su intransigencia y enfermiza obsesión por ser la única verdadera, como les recrimina nuestro amigo Juliano: “Habéis hecho una franja bordada de males”, “todo lo habéis llenado de sepulcros y tumbas”.
Nació en el seno de una comunidad cristiana próxima a Cartago. Y sufrió, en su propia carne, la represión que le impulsaría a colaborar con nuestro amigo Juliano en su intento de restaurar el paganismo. Sabía que, si triunfaban los galileos, desaparecerían poetas, escultores, pintores, dramaturgos, filósofos de Grecia y Roma como finalmente sucedió, aunque la pérdida no fue definitiva porque, como nos recuerda nuestro amigo Heráclito: “Apesar de que todas las cosas están sometidas al devenir de acuerdo a esta razón, parece como si los hombres no tuvieran de ello ninguna experiencia”.
Con la temprana muerte de nuestro amigo el emperador –se sospecha que a manos de un soldado cristiano– desaparecen las noticias sobre su vida. Se ignora si Heleno fue asesinado por algún fanático, o se suicidó como aconseja nuestro amigo Séneca: “El sabio no vivirá tanto como pueda, sino tanto como deba…si le acontecen cosas molestas que enturbian su tranquilidad, es él quien sale de la vida sin dudar”.
Cuídate
EPÍSTOLA XXVII
“El mundo es más homogéneo de lo que aparenta. Y más aún la conducta humana (también yo lo creo). Pero todos no somos iguales, ni nos comportamos de la misma manera (de eso estoy convencido)”. Si quieres saber si tú o yo hubiésemos actuado como tu compañero (el número cinco de tu tabla redonda). La respuesta es no. Siempre me he rebelado contra los que se aprovechan de los demás, utilizan su poder para denigrarlos o satisfacer sus deseos.
Te repugna que haya abusado sexualmente de una menor porque, como nos recuerda nuestro amigo Kant: “El hombre, y en general todo ser racional, existe como fin en sí mismo no como medio para usos cualesquiera de esta o aquella voluntad”. Pero hay algo más, ¿verdad? Te resulta incomprensible que haya actuado así una persona que alardea de ser solidario con el género humano, que se vanagloria de ser progresista o de izquierdas -¿has olvidado que “en política…las palabras, las promesas y los juramentos no tienen ningún valor”, como nos recuerda nuestro amigo Bakunin?- y que presenta su perspectiva como la única verdadera. La hipocresía es el peor de los males.
Claro que has hecho bien denunciándolo. No se puede mirar siempre hacia otro lado. No importa lo que piensen los demás sino tú mismo. A ellos los ves unos minutos, a ti continuamente. La filosofía no puede evitar el golpe, pero si mitigarlo. Es como una coraza mental que te protege impidiendo que la herida sea profunda.
Imagina, por un momento, a los seres humanos sentados en la base de una pirámide. Si miras hacia arriba observarás que los lados se acercan, aunque no se cruzan (asíntota le llaman los matemáticos), uno de los lados representa lo que hacen, el otro, lo que deberían hacer, el camino que la razón señala. Es decisión de cada uno permanecer donde la distancia es mayor, o ascender donde los lados se aproximan. La mayoría viven abajo. No seré yo el que los censure. Algunos, como el número cinco de tu tabla redonda, alardean de vivir en lo más alto. No los escuches, obsérvalos. Y, si lo que hacen no coincide con lo que deberían hacer, censúralos sin miedo porque son unos hipócritas. Viven como los de abajo, pero aparentan estar arriba.
Derecha e izquierda son flatus vocis carentes de significado. En nada se diferencian, ambos viven de idéntica manera. La excusa de que no piensan igual puede encubrir, pero no justificar las conductas. El que vocifera desde lo alto tiene que vivir como piensa, y si no que calle. Si juzgáramos a las personas por sus actos y no por sus palabras, conductas criminales como la de tu compañero no nos cogerían desprevenidos. Expertos demagogos saben que, mientras sus actos permanezcan ocultos, será fácil mantener el engaño. El problema, como le ha ocurrido al comensal número cinco, es que lo pillen in fraganti.
No hay espectáculo más decepcionante que contemplar a esos hipócritas medrar económica, social o políticamente. Al olor del poder, del dinero y de los privilegios se quitan la máscara. Proclaman que son progresistas, de izquierdas, defensores de los desheredados, de los que sufren injusticias tratando de ocultar entre enjambres de palabras que viven al contrario de como dicen que piensan. “Nos ocurre –comenta nuestro amigo Montaigne- lo que Tucídides dijo de las guerras civiles de su tiempo: que en favor de los vicios públicos se las bautizaba, por excusarlas, con palabras nuevas y suaves, bastardeando y mitigando sus verdaderos títulos”. Y no censuro la distancia sino la hipocresía.
Nada más humano que hacer lo contrario de lo que se dice o piensa porque, como advierte nuestro amigo Schopenhauer: “Lo que el hombre quiere real y principalmente, la tendencia íntima de su ser y el fin que, por consiguiente, persigue, es cosa que ninguna influencia externa ni enseñanza alguna pueden modificar”. Pero lo que es admisible a nivel privado no lo es a nivel público. No se puede predicar una cosa y hacer otra. Por eso gobiernan mejor los calificados de derecha, y el capitalismo ha sobrevivido tantas décadas. Quizás baste, como botón de muestra, el comentario de nuestro amigo Maquiavelo: “Los hombres olvidan más pronto la muerte del padre que la pérdida del patrimonio”, o simplemente mirar a tu alrededor o a ti mismo. ¿Sabes por qué todos los intentos por sustituirlo están condenados al fracaso? Porque al ser antinaturales acaban imitándolos, pero en beneficio de una minoría aún más reducida que mantiene sus privilegios a sangre y fuego, viviendo la mayoría peor que antes, como vaticinaba nuestro amigo Bakunin: “La dictadura revolucionaria y el estatismo son igualmente reaccionarias, pues le resultado de una y otra es la afirmación directa e infalible de los privilegios políticos y económicos de la minoría dirigente y de la esclavitud política y económica de las masas del pueblo”, o sin tanta palabrería: “No son enemigos más que del poder actual, porque quieren ponerse en su lugar”. ¿Que si es más justo? ¿Es que los hombres lo son? Un sistema más racional forzosamente tendría que ser minoritario y, por supuesto, voluntario. Una isla, una granja o una casa serían sociedades más justas y libres, y, aún serían mejor, si cambiaran las personas (empezando por uno mismo) porque, aunque fugaz como todo lo humano, costaría menos sufrimientos.
¿Te ha dejado mal sabor de boca? Ahí van estas dulces palabras de nuestro amigo Bakunin: “Llegará el tiempo en que sobre las ruinas de los Estados políticos se fundará, en plena libertad y por la organización de abajo a arriba, la unión fraternal libre de las federaciones, abarcando sin ninguna distinción, como libres, los hombres de todas las lenguas y de todas las nacionalidades”. ¿No? Los versos de nuestro amigo el poeta son infalibles: “Cuando hubo arribado a aquella isla tan lejana, salió del violáceo ponto, saltó a tierra, prosiguió su camino hacia la vasta gruta donde moraba la ninfa de hermosas trenzas, y hallóla dentro. Ardía en el hogar un fuerte fuego, y el olor del hendible cedro y de la tuya, que en él se quemaban, difundíase por la isla hasta muy lejos; mientras ella cantando con voz hermosa, tejía en el interior con lanzadera de oro. Rodeando la gruta, había crecido una verde selva de chopos, álamos y cipreses olorosos, donde anidaban aves de luengas alas; búhos, gavilanes y cornejas marinas, que se ocupan de cosas del mar. Allí mismo, junto a la honda cueva, extendíase una viña floreciente, cargada de uvas, y cuatro fuentes manaban muy cerca una de la otra, dejando correr en varias direcciones sus aguas cristalinas. Veíanse en contorno verdes y amenos prados de violetas y apio; y, al llegar allí, hasta un inmortal se hubiese admirado, sintiendo que se le alegraba el corazón”.
¿El mar? Frío, de color verde oscuro y aguas transparentes. ¿Has notado que, cuando el cielo está cubierto de nubes, es cuando mejor se aprecian las formas y los colores de la naturaleza?
Cuídate