“Por fin decides contar algo de tu vida. Hasta ahora, lo único que sabía es que vivías recluido en un islote desde hace años, y lo que pude deducir de algún comentario que hizo Santiago cuando venía a la consulta”. No deberías dar tanta importancia a las palabras. Si quieres conocer a una persona observa su conducta. Los seres humanos no son lo que dicen sino lo que hacen. Si sigues esta regla evitarás sorpresas desagradables. Y, sobretodo, no decepcionarte más de lo necesario.
Afirmas que las causas que motivan la conducta humana son oscuras. Y aprovechas el feliz acontecimiento para especular sobre los motivos que pueden impulsar a un ser humano, en concreto a mí, a cambiar de opinión. Yo prefiero calificarlas de inconscientes. Si las percibimos como oscuras es porque todo lo que escapa al control de la razón, así nos lo parece. Es cierto que poseemos conciencia y que podemos inventar explicaciones a posteriori, pero no estoy seguro de que sea una ventaja. A veces parece que la naturaleza se burlase de nosotros porque todas las preguntas, que intentamos responder, son del tipo: ¿fue antes el huevo o la gallina? Lo cual no significa que tengamos que encogernos de hombros porque, como advierte nuestro amigo el viejo Heráclito: “Si no se espera, no se encontrará lo inesperado”, así que voy a intentarlo.
¿Por qué no había aludido a mi vida? Desde luego no por una cuestión de principios. Simplemente no había surgido la ocasión. Creo que entre la vida de un hombre y de otro apenas hay diferencias. A no ser que lo sean comer carne en vez de pescado o beber agua en vez de vino. La conducta humana, incluidos los grandes hombres, suele ser decepcionante, por eso no me interesan sus vidas, sólo sus pensamientos. Veo que utilizas a nuestro amigo Epicuro en mi contra: “No hay que pretender filosofar sino filosofar realmente” (“Oyendo a Santiago era fácil deducir que es tu filósofo preferido”). Dejemos para otra ocasión mi amistad con Santiago y continuemos con el tema.
Cuando leo los versos de nuestro amigo Walt Whitman o nuestro amigo Miguel Hernández, me basta con conocer las coordenadas de su vida. Es decir, cuándo nació y murió. No porque tema descubrir que la distancia entre lo que escriben e hicieron es tan insalvable como para el resto de los humanos. Porque, como tal contradicción forma parte de la naturaleza humana, constatarlo no supone un desprestigio para sus obras, que es lo único que me interesa. Excluyo, sin embargo, a los iluminados –laicos y religiosos– que, creyéndose en posesión de la Verdad, obligan a los demás a seguir la ruta que ellos señalan con el único fin de justificar sus privilegios. No hay individuos en que la distancia entre lo que dicen y hacen sea tan grande como en sacerdotes, políticos, revolucionarios, progresistas y demás charlatanes. Y mayor peligro para la libertad de pensamiento que la minoría de edad mental de los creyentes –laicos y religiosos– incapaces de pensar por sí mismo sin la guía de sus respectivos maestros. La inteligencia no se mide por las consignas acumuladas, sino por la capacidad de contrastar los pensamientos con tu experiencia y la de los demás para comprender mejor al ser humano y el entorno que le rodea, modificando tus convicciones cuantas veces sean necesarias.
Si sufres el síndrome del apóstol Tomás, que necesitaba ver para creer, síguelos. No tardarás en descubrir que la causa de tan hermosas palabras es el dinero u otra prebenda cualquiera. Podrás comprobar por ti mismo cómo, después de un efusivo encuentro con pescadores, mineros y jornaleros, suben al coche oficial para cambiarse de ropa porque, en los restaurante de cinco tenedores, no queda fino comer en traje de faena, o cómo ordenan al chófer que les recoja en la manzana siguiente, después de recorrer, a la cabeza de la manifestación, cien metros para hacerse la foto.
Quizás pienses que no es justo meter a todos en el mismo saco porque, como en cualquier profesión, también habrá personas honradas. Además el pueblo, que es sabio, sabrá separar la paja del trigo. Permíteme que ponga en duda ambas convicciones. Como dice nuestro amigo Freud dirigentes políticos y sindicales “son simples y francas realizaciones de deseos”. El pueblo elige al que mejor materializa sus ambiciones, es decir, al que actúa como les gustaría si pudieran. Glaucón, en La República, lo expresa con palabras más hermosas: “Demos al hombre de bien y al hombre malo un poder igual para hacer todo lo que quieran; sigámoslos. Y veamos a dónde conduce la pasión al uno y al otro. No tardaremos en sorprender al hombre de bien siguiendo los pasos del hombre malo, arrastrado como él por el deseo de adquirir sin cesar más y más, deseo a cuyo cumplimiento aspira toda la naturaleza como a una cosa buena en sí, pero que la ley reprime y limita por fuerza, por respeto a la igualdad”. Si no estás convencido pregúntate qué haría uno de esos predicadores de paraísos si, como Giges, dispusieran de un anillo que le hiciera invisible. Según nuestro amigo Platón así actuó el humilde pastor de Lidia: “Llega a palacio, corrompe a la reina, y con su auxilio se deshace del rey y se apodera del trono”. Tampoco hay que retroceder tanto en el tiempo. Abre un libro de historia por la época que quieras, comprobarás que la estirpe de Giges ha sido siempre muy numerosa.
Santiago que, bajo su aspecto de rudo pescador, ocultaba una aguda inteligencia, me contó una historia, que había oído a un compañero en uno de sus viajes alrededor del mundo, un día que el pueblo, siguiendo la convocatoria de los sindicatos, se había puesto en huelga. “¿No trabajas hoy?”, pregunté al verle llegar por la mañana temprano. “Nos han puesto en huelga”, contestó socarrón. Después de informarme de los motivos pregunté si lo conseguirían. “Los mandaos na como siempre, los mandaores seguir donde están que ya es bastante. Ya me gustaría ponerlos a prueba como en el pueblo de un compañero con el que navegué hace años.»
Según contaba, el hijo del terrateniente y él eran como hermanos. Al llegar a la adolescencia, el niño rico marchó a la capital. Y él, que no tenía un duro, se puso a trabajar en la tierras del padre. Cuando terminó los estudios, volvió al pueblo. Y, a pesar de la diferencia social, siguieron viéndose. Él aprovechaba los encuentros para quejarse de las malas condiciones de trabajo, los bajos sueldos y las injusticias que padecían los jornaleros. El hijo del terrateniente prometió que, cuando las tierras fueran suyas, su vida mejoraría. Pero él insistía que había que ayudar a todos. No era justo que su vida mejorase mientras que los demás seguían en la miseria.
Cuando por fin heredó las tierras le preguntó qué haría si fueran suyas. Después de escuchar cómo organizaría la tierra para que todos tuvieran lo necesario. Preguntó si los demás harían lo mismo. Respondió que todos actuarían de idéntica manera porque la justicia social era la aspiración de los pobres del mundo. Como pidiera un nombre dio el del jornalero más combativo, el que les defendía de los abusos y describía con hermosas palabras la sociedad del futuro. Es la persona más honrada que conozco, daría su vida por la justicia. «¿Y el dinero?». Todo, lo daría todo. «¿Cómo estás tan seguro?». Porque le conozco. «Vamos a zanjar la cuestión de una vez por todas. Si es tan honrado, como dices, haré lo que pides, pero, si no lo es, seguirán como hasta ahora.»
Al principio pensó que bromeaba. Pero, al ver que iba en serio, aceptó el reto. Llamó al elegido para que le informara de las necesidades del pueblo. Después de escuchar atentamente preguntó si creía en Dios. «No creo en un Dios que sólo ayuda a los ricos,» contestó. «Dejémoslo en manos del azar,» replicó el terrateniente. Y pidió que firmara un documento por el que se comprometía a jugar, en el casino, el dinero que le entregaba hasta que perdiera o llegara a la cantidad que necesitaba para mejorar la vida de los jornaleros. Como había ordenado al croupier que le dejara ganar no tuvo problema en alcanzar la suma deseada. Pero, cuando se vio con tanto dinero, olvidó la justicia, las necesidades del pueblo y la sociedad justa con la que soñaba cuando no tenía nada. Llamó a su familia y se largó. Pero no llegó muy lejos. El amigo, sintiéndose culpable, se dedicó a recorrer el mundo como un nuevo Edipo. «No es lo mismo predicar que dar trigo, concluyó”.
Me recluí en este faro con mis libros como único equipaje. Por eso sé que nuestras erróneas opiniones sobre los seres humanos son debidas a la ignorancia. Y no puedes escudarte en tu escasa experiencia porque en los libros hay millones de años de experiencia. Si su amigo hubiese leído las palabras de Adimando, un joven del siglo V antes de Cristo: “Si alguno combate la injusticia es porque la cobardía, la vejez o cualquiera otra debilidad le hacen impotente para obrar mal”, no se habría arriesgado.
¿Quién alimentará esta vez tu espíritu? De nuevo nuestro amigo Nietzsche: “Toda la moral hasta ahora enseñada, venerada y predicada se dirige, por el contrario, precisamente contra los instintos de la vida, – es una condena a veces encubierta, a veces ruidosa e insolente, de esos instintos. La vida acaba donde comienza el reino de Dios”. Y, ¿dónde empieza? En Grecia y Roma. Si quieres resarcirte de un error que dura más de dos mil años o, simplemente, conocer cómo era la vida antes del “reino de Dios”, recorre las calles de Atenas de la mano de nuestro amigo Pausanias, acompaña al Olimpo a nuestro amigo Homero, escucha los desternillantes diálogos de nuestro amigo Luciano, recita los versos eróticos de Catulo, Marcial y Ovidio o calma tus deseos con las sensuales estatuas de Fidias, Praxíteles y Lisipo. Podrás comprobar por ti mismo que la vida estaba oculta, no muerta.
Cuídate