Aconseja nuestro amigo Séneca que hablemos a los amigos “con tanta libertad como a ti mismo”. El mío: que si juzgas a una persona, no hay que precipitarse. Sé que a Santiago le gustaba citar a Epicuro. Pero no por el motivo que supones. Aunque reconozco que ese vicio lo practicábamos ambos.
Dices que no acabas de entender qué me impulsó a recluirme en este islote, y que te parece una actitud cobarde, e insinúas que pretender vivir aislado de los demás es como mínimo ingenuo. Creí que te había explicado por qué vivo como un eremita en medio del océano, a pesar de que “el individuo es un ser social” o “un animal social”, según nuestros amigos Marx y Aristóteles. Quizás fui poco explícito. Así que expondré de nuevo mis razones. Y escucha atentamente. Pues, a veces, escuchar a un amigo equivale a comprenderle.
No supuso ningún problema vender el coche, la casa y demás pertenencias. Nunca he sentido apego a las bienes materiales. Tampoco dejar el trabajo ni a los amigos. Nuestro amigo Séneca me recriminaría, como a Lucilio, que no conozco “la verdadera amistad”. Pero nada, ni siquiera la amistad, puede anular al individuo. Además, los pensamientos y afanes que se comparten no son los mismos cuando se es joven o adulto, con la edad el silencio es igual de expresivo. Tampoco fue una decisión repentina. Nunca he dado un paso que no haya meditado antes. Cuando se interioriza una idea, la percepción del mundo cambia de tal manera que resulta sorprendente haberlo juzgado de otro modo. ¿No has notado que, según transcurre la vida, vas percibiendo la realidad de modo diferente? Como si el tiempo afectara a los individuos no a las cosas, como si nos deslizáramos por una superficie sólida, o atravesáramos un inmenso túnel. Me sucedió lo que a los iluminados de todas las épocas. Aunque yo, que vivo, como nuestro amigo Russell, “en la región de la duda liberadora”, no pretendo iluminar a nadie ni enseñar el camino que conduce al paraíso, porque no hay territorio más libre que la duda, la incertidumbre, la inseguridad, en definitiva, el juego; porque dudo que pueda enseñarse algo y, sobretodo, porque sería inútil. Sólo lo que descubres por ti mismo y sientes como tuyo puede cambiar tu conducta. Fue lo que me sucedió aquella tarde. Había llegado el momento de eliminar las adherencias si quería seguir navegando. Y no me arrepiento. Fue la decisión más acertada que he tomado en mi vida. Puede parecer demasiado drástica. Pero no lo fue tanto. No había nada que me atara, ni propiedades ni familia. Vendí todo. Y me refugié en este peñasco.
Había leído que se vendía, en el Sur, un faro. Contacté con el dueño y lo compré. Así conocí a Santiago. Quedamos en la taberna que hay en el muelle. Cuando pregunté el precio respondió: la mitad de lo que tiene. La verdad es que hubiera dado todo. ¿Qué pretendía? Gozar de la existencia desde una nueva perspectiva. Reflexionar como los eremitas que se adentraban en el desierto, o Zarathustra que vivió diez años en la montaña antes de predicar la muerte de Dios y la llegada del superhombre, un hombre inocente como el devenir que no ha llegado ni llegará nunca. Nuestro amigo Nietzsche debió olvidar, en los montes de la alta Engandina, la experiencia sufrida por Zarathustra. Cualquier predicación dirigida a la masa está condenada a la risa, a la tergiversación o al olvido. Así le ocurrió a Jesús, a Marx y a él mismo: “¡Vedlos cómo ríen! No me comprenden, no es mi boca la adecuada a esos oídos”. Y siguen riendo.
Hoy, gracias al poniente, he vuelto a la vida diurna. El mar, sin embargo, estaba inquieto. Había mar de fondo. Por la tarde la humedad cubría puertas y ventanas. Permanecí fuera hasta que la noche tintó las últimas nubes. Medita esta cita de Epicuro en recuerdo de mi amigo y tu paciente: “La mente, al tomar conciencia del fin y del límite de la carne, y al librarse de los temores de la eternidad, alcanza la vida perfecta y ya no necesita de ningún tiempo infinito”. ¡Y que, después de más de dos mil años, haya tardado media vida en descubrirlo! El principio de Aquiles no admite excepciones.
Cuídate