Epístola VII

 

     “Quizás mis palabras te hayan parecido demasiado duras. Si no podemos hablar libremente a un amigo, ¿con quién podemos hacerlo? Procura escribir como si no fueras a enviar la carta, sólo así tendrá razón nuestro amigo Horacio: “Mientras conserve la razón, no encontraré nada comparable a un buen amigo”. No necesitabas disculparte. Las palabras de un amigo nunca hacen daño, ni los reproches. Y, un desconocido, ¿cómo podría si no te conoce? Además felicidad, verdad, belleza y justicia son palabras equívocas. No significan para todos lo mismo. Tampoco la solidaridad que te ha alejado de tu querido océano. (Esta mañana estaba bruñido, cubierto de azogue, perezoso, las olas rompían silenciosas como cansadas después de varias jornadas de fuerte viento y mar de fondo).

     Si eliminásemos las adherencias que perturban la mente, juzgaríamos la vida con la inocencia de un niño, y el egoísmo sería una virtud no un vicio. ¿Por qué no abandono mi islote y me sumerjo en los suburbios de cualquier ciudad dando sentido a mi vida? ¿A qué clase de sentido te refieres? ¿Trascendente quizá? Huye lejos, lo más lejos que puedas de cualquier vestigio de trascendencia. Por ese camino ha transitado la humanidad durante siglos. ¿Y qué encontró al final? Desesperación, rabia e impotencia.  ¿No eres tú mismo una prueba de que no conduce a ninguna parte? Si eliminas de tu mente el deseo de trascender física y espiritualmente, queda la finitud como único espacio posible, siendo tu elección tan digna como cualquier otra, incluido retirarse a este islote. El bien y el mal no son un marco rígido dentro del cual se desarrolla la vida humana sino que crece, disminuye o desaparece según el espesor de las adherencias sobre las que te asientas.

     ¿Qué me impulsó a recluirme en este faro? El deseo de gozar la existencia en estado puro, convencido de que si alcanzaba la roca madre, que siglos de engaños y mentiras ha mantenido oculta, percibiría la vida de un modo distinto. Cuando interiorizas que lo único real es que naces y mueres, comprendes que el espacio entre ambos, es decir, la vida te pertenece. “Que no es posible nacer dos veces. Y no es posible vivir eternamente”, como vocifera en vano nuestro amigo Epicuro (y su discípulo, nuestro amigo el poeta Lucrecio del que hablaremos otro día). Que eres, como todo lo que te rodea, un efímero producto de la naturaleza. Que la belleza, la verdad y el bien son ficciones. Creaciones de la mente humana. ¿Entonces, como proclama nuestro amigo Dostoyevski, “si Dios no existe, todo está permitido”? ¿Se puede matar o robar impunemente? Sí y no.

     Si consultas las estadísticas, los libros de historia y los periódicos comprobarás que tales delitos se han cometido en todas las épocas. Fue, es y será el modo de comportarse los seres humanos en cualquier lugar y en cualquier siglo. Si te guías por la razón, como propone nuestro amigo Spinoza: “Todo el que se guía por la razón desea también para los demás el bien que apetece para sí”, la respuesta es no. El problema es “que los hombres raramente viven según el dictamen de la razón”. Quizá ahora comprendas por qué vivo recluido en este islote. Pero si no dispones de ninguna caverna, o hueco en el que refugiarte, bastará con seguir el consejo de nuestro amigo Epicuro: “Retírate dentro de ti mismo cuando te veas obligado a estar entre la muchedumbre”. Imagino tus protestas: «Quiero oír tu voz, tus pensamientos no a nuestros viejos amigos». No pretendo ser original sino feliz. Porque si, como dice nuestro amigo Séneca: “La vida feliz es fruto de la sabiduría perfecta”, necesitamos tener los pies en el suelo si queremos comprendernos correctamente a nosotros mismos y el mundo que nos rodea. Y, como no somos los primeros en transitar por esa senda, sería poco inteligente empezar de cero. El principio de Aquiles rige inexorablemente las conductas no los pensamientos.

     A continuación te doy el parte meteorológico. Mientras caminaba por las rocas, veía con nitidez el fondo., otra vez el levante, pero en calma, tanta que si estuviera ciego no distinguiría el día de la noche. Sólo el amanecer y el atardecer rompen la monotonía, pero silenciosamente para no desentonar. Gracias a que tengo que satisfacer tu deseo, gozo doblemente. Además de vivir junto al mar, soy consciente  de ello.

     Nunca me había sentido tan feliz porque, como afirma nuestro amigo Heráclito: “Uno para mí es como diez mil, con tal que sea el mejor” y, como reconoce nuestro amigo Spinoza, a pesar de sus buenas intenciones, “el vulgo es, en efecto, voluble e inconsciente”. ¿Comprendes por qué vivo solo en este islote?

      Cuídate

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