Dices que no puedes evitar asociar el nombre de nuestro amigo Epicuro con tu paciente, y mi amigo, Santiago; que cuando los análisis confirmaron que padecía cáncer le recetaste unos calmantes. “No se preocupe, doctor. Ningún dolor se prolonga indefinidamente”. «Es cierto, todo, en la vida, tiene un límite, el dolor también, y ser consciente ayuda a soportarlo. Pero, como le acabo explicar, la medicina dispone de medios para aliviar el sufrimiento. Algo hemos avanzado desde la época de Séneca». “Lo dijo Epicuro, y también que el máximo dolor dura el mínimo tiempo» –añadió sonriendo.
Pensando quién le habría metido, a un inculto pescador, tales ideas en la cabeza supusiste que habría sido el farero. ¿Tanto cuesta entender que entre Santiago y yo pudiera haber tal amistad? La inteligencia no se mide por los conocimientos sino por la capacidad de conducirse en la vida del modo más adecuado.
Cuando terminó la mili, se enroló en un barco mercante durante varios años. “No voy por dinero, en cualquier ambulatorio ganaría tres veces más, sino por la experiencia humana y profesional porque hay cosas que no se aprenden en los libros”. También él pensó que, en el libro del mundo, aprendería más. Y no se equivocó. Escuchándolo comprendías que la experiencia ajena no caía en saco roto. ¿Hay mayor signo de inteligencia que aprender de los demás?
A los que juzgan por las apariencias, o confunden erudición con inteligencia –aquélla se aprende en los libros, ésta en la escuela de la vida– habría que recordarles la sentencia de nuestro amigo Heráclito: “El aprendizaje de muchas cosas no enseña a comprender”.
Un día le pregunté si no temía que le criticaran por relacionarse con un solitario como yo. “Les he dicho que es un científico y que le cuido el huerto. Así no tendrán que inventarse historias sobre usted y sobre lo que hace”. Me enseñó a extraer del mar y de la tierra todo cuanto necesito: “La riqueza natural tiene límites precisos y es fácil de alcanzar; en cambio, la que responde a vanas opiniones no tiene límite alguno”. Gracias a él, no tuve que pisar el pueblo hasta después de su muerte. Y comprobé, como afirma nuestro amigo Epicuro, que “el fruto más importante de la autarquía es la libertad”.
No fui al entierro –él despreciaba la hipocresía tanto como yo-, pero sí al cementerio unos días después. Su mujer estaba adecentando la tumba. “Era una buena persona” –comenté. “Sé que es sincero, no como ésos que dicen sentir su muerte y no dudaron en acusarlo de haber matado a la extranjera –asintió sollozando-. Yo era su novia de toda la vida. Pero la hippie lo embrujó. Sólo tenía ojos para ella. Sabía que se le pasaría, así que esperé, como había hecho mientras estuvo embarcado. Cuando apareció muerta en la playa, enloqueció. Pero más sufrió cuando le gritaron asesino en la puerta de la comisaría. Y, ni siquiera se disculparon, cuando el juez dictaminó que había sido un accidente”. Antes de irse me entregó unos libros que habían pertenecido a Santiago, ¿imaginas cuáles? Las Máximas de Epicuro y la Odisea. “Se los dio la hippie”, dijo.
No he vuelto a verla, pero le estoy agradecido porque, gracias a ella, encajaron algunas piezas del puzzle de su vida. Cuando lo conocí dijo que era una especie de intermediario. Bernabé, el dueño del faro, le había pedido que lo vendiera porque necesitaba dinero. “En Australia la vida es muy cara”. “¿Seguro que quiere venderlo?” –pregunté al ver lo bien conservado que estaba. Cuando me enseñó el huerto, dudé de si era real o un sueño. Había un limonero, una higuera, un granado y varios naranjos, además de tomates, pimientos, cebollas, berenjenas y lechugas. “Cuide la empalizada si no quiere que el mar se lleve la cosecha” –advirtió. Supuse que algo grave le habría sucedido cuando se veía obligado a desprenderse de aquel edén. Pero no dijo nada. En ese momento no podía prever que acabaríamos siendo amigos. Apenas hablaba de sí mismo, tardé meses saber que estaba casado. No parecía importarle, sin embargo, contar con detalle la vida de su amigo.
Se enrolaron en un mercante al terminar la mili, con los ahorros compró el islote. “Mi barco varado”, lo llamaba. Poco a poco fue reparando el faro, el embarcadero, el muro. Una mañana de primavera apareció una extranjera preguntado si podía coger los corchos que el mar abandonaba entre las rocas. Bernabé asintió. No volvió a ser el mismo. Vivía para ella. Por el día buscando redes, maderas y conchas para sus esculturas marinas, por las noches amándose. A veces, a la luz de las estrellas, leía las aventuras de Odiseo. “Me llamo Nausica, hija del rey de los Feacios. Y tú, extranjero, ¿quién eres? ¿de qué país vienes?”. “Soy Odiseo, rey de Ítaca”. O recitaba las Máximas de Epicuro. “Si quieres ser feliz, medítalas”, repetía. Un día se marchó a su país, y él se fue tras ella. El instinto de supervivencia lo llevó a inventarse la existencia de ese amigo. Esa creía que había sido su vida hasta que hablé con su mujer. Aunque algunos detalles –que te contaré en otra ocasión– me habían hecho sospechar que Bernabé y él eran la misma persona.
Quizá opines, como nuestro amigo Séneca, que entre amigos no debería de haber secretos. “¿Por qué tengo que ocultar palabra alguna ante mi amigo? ¿Por qué delante de él no tengo que sentirme como si estuviese solo?”. No se oculta lo que se ignora. Además conviene guardarse algo para sí porque no hay mejor amigo que uno mismo. Eso al menos aconseja nuestro amigo Montaigne: “Siempre conviene tener una estancia, secreta y propia, en al que establezcamos nuestra verdadera libertad y nuestra principal soledad y retiro. Allí es donde debemos ordinariamente platicar con nosotros mismos, haciendo ese lugar tan privado que ningún conocimiento ni amistad extraña penetre”. No olvides, sin embargo, la advertencia de nuestro amigo Goethe: “Cuando me piden un consejo, jamás me niego a darlo, pero impongo la condición de que no han de seguirlo”.
Cuídate