Epístola XI

 

      Anoche, durante la cena, uno que había bebido más de la cuenta preguntó de repente: ¿Conocéis el juego de la verdad? Sin esperar la respuesta continuó: Es muy fácil. Los jugadores tiran los dados. El que saca el número más bajo tiene que confesar por qué ha venido. ¿Reglas? Decir la verdad. ¿Quién empieza? ¿Quién es el primero en confesar el motivo por el que ha dejado su cómoda vida en Norteamérica o Europa? Empezaré yo. ¿Queréis saber por qué he venido? ¿Nadie lo adivina? Para abrir una clínica en París, Londres o Nueva York. Habéis oído bien. No estoy borracho, bueno sí. Pero es la verdad. La malaria y el tifus acabarán afectando a los países ricos. Entonces necesitarán especialistas en enfermedades tropicales. Ese es el motivo por el que he venido a este perdido rincón del planeta. ¿Quién sigue? preguntó señalándonos con el dedo. Nadie respondió. No sé si decía la verdad.  Pero la idea, al menos, se le pasó por la cabeza. Cuesta entender que haya personas capaces de aprovecharse del sufrimiento ajeno. La codicia no tiene límite ni siquiera ante la miseria se detiene.

     Olvidaste añadir el odio, la venganza, la violencia, la envidia y demás hijos de la naturaleza humana. ¿Por qué nos cuesta tanto admitir que somos un conglomerados de instintos y pasiones? ¿Es que no encaja con la imagen divina y racional que propagamos de nosotros mismos? Durante siglos se han considerado moralmente malos, pero ¿y si no lo fueran más que comer o dormir? Peores fabuladores son los que embellecen la naturaleza humana con hermosas palabras, o inculcan la idea de pecado como si fuéramos culpables o responsables de haber nacido. La naturaleza humana, como tus problemas, viaja a todas partes contigo, nadie puede huir de ella. Como advierte nuestro amigo Séneca: “¿Me preguntas por qué no has hallado consuelo en tu huida? Porque escapaste contigo mismo”.

     Entonces, ¿hay que dar rienda suelta a los instintos? Sólo pretendo que reflexiones porque, a pesar de que los hombres han meditado los mismos problemas desde hace miles de años, las respuestas no están agotadas. Si el devenir es inagotable (“Un mar de fuerzas que se agitan en sí mismas, que se transforman eternamente, que discurren eternamente”), también lo serán los puntos de vista. Ningún hombre ni todas las generaciones de hombres abarcarán jamás todas las perspectivas. Los hombres se han juzgado a sí mismo y a los demás a través de todo tipo de prejuicios religiosos, culturales y filosóficos. Si elimináramos la hojarasca, y alcanzáramos mentalmente la roca madre, la perspectiva sería diferente.

     Intenta comprenderte como si fueras el primer homínido, y aún no existieran predicadores que consciente, o inconscientemente, prejuzguen la conducta humana. ¿Qué habré ganado si no me gusta lo que encuentro, o está en contradicción con mis convicciones? El conocimiento, ¿qué otra cosa depende de nosotros? ¿Para qué sirve? Para ser libre, ¿te parece poco? Más pobre es el ignorante. ¿De verdad quieres conocer las opiniones de nuestros amigos? ¡Adelante! Hace tiempo que desean intervenir.

     Nuestro amigo Séneca afirma que “la suprema felicidad no se ha de situar en la carne; los bienes verdaderos son los que la razón procura; éstos son sólidos y permanentes, no pueden ser perdidos ni tan siquiera decrecer o disminuir”. De la misma opinión es nuestro amigo Descartes que pide que nos acostumbremos “a creer que no hay nada que esté enteramente en nuestro poder más que nuestros propios pensamientos”, aunque reconoce “que es necesario un largo ejercicio y una meditación frecuentemente reiterada para acostumbrarse a mirar las cosas desde este punto de vista”.  Nuestro amigo Platón aún es más rotundo: “El cuerpo nos llena de amores, de deseos, de temores, de mil quimeras, de mil necedades, de tal modo que, por decir verdad, no nos deja ni una hora de sensatez. Porque, ¿qué es lo que provoca las guerras, las sediciones y los combates? El cuerpo y sus pasiones”. Y, si hacemos caso a nuestro amigo Nietzsche, más radical, por tanto, menos inteligente se muestra la religión: “La Iglesia combate la pasión con la extinción, en todos los sentidos de la palabra: su medicina, su cura es el castradismo”. Y añade con humor: “Ya no admiramos a los dentistas que extraen los dientes para que no sigan doliendo”. Quizás más equilibrado se muestre nuestro amigo Epicuro: “A la naturaleza no hay que violentarla, sino persuadirla. Y la persuadiremos satisfaciendo los deseos necesarios, los naturales que no causan daño y despreciando los que son claramente perjudiciales”. Otros amigos desean intervenir. Pero creo que, por hoy, es suficiente, porque, ante un problema, caben tantas respuestas como individuos.

     El verano se marcha a pesar de que aún estamos a mediados de agosto. Por las mañanas y por las noches, después del amanecer y antes del ocaso, se intuye la luz grisácea del otoño. Empieza a refrescar. El océano se muestra arisco como si estuviera en celo. En el aire se barruntan los temporales. Quizás te parezca demasiado breve el parte meteorológico, pero nuestro amigo Nietzsche insiste en hablar de nuevo: “Tener que combatir los instintos, ésa es la fórmula de la décadence: mientras la vida asciende es felicidad igual a instinto”. Ya me extrañaba a mí que nadie hubiera pisado la roca madre. Pero no te desanimes, aún hay mucho que descubrir.

      Cuídate

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