Epístola XXIII

 

     Tus cartas, como los buenos libros, incitan a la reflexión. Las leo despacio (tardo horas, a veces, días), degustando cada palabra, cada frase. Pero me bastan unos minutos para pasar al papel lo que mentalmente había redactado. Se diría que leo y contesto al mismo tiempo.

     Te has enamorado de la joven que señalas con la flecha, ¿quién no? (con esos vestidos tan ligeros son irresistibles). ¿Recuerdas los frontones del Partenón y la Victoria del templo de Atenea Niké? Sus finos peplos dejan traslucir los pechos y el vientre. ¿Y la Afrodita del trono Ludovisi y la Ménade de nuestro amigo Calímaco? No me extraña que algunos jóvenes, como cuenta nuestro amigo Plinio, hicieran el amor con la Afrodita de Cnido: “Dicen que uno, que se había enamorado de ella, se escondió durante la noche y la abrazó fuertemente y la mancha dejada sobre ella fue el indicio de su pasión. Puede que influyera el clima. El calor es afrodisíaco.

     De las autoridades no opino y, menos aún, del contenido del discurso. Sobre tales asuntos soy devoto seguidor de nuestro amigo Epicuro: “Es necesario liberarse a uno mismo de las cadenas de las ocupaciones cotidianas y de los asuntos políticos. No aclaras en qué momento se hizo la fotografía. Ignoro si las sonrisas se debían al vino, o a que se habían desaparecido los problemas de convivencia que has ido desgranando en tus cartas. Nadie pensaría que estáis rodeados de miseria. Las fotografías, como los recuerdos, sólo retienen los buenos momentos; los malos se olvidan. Se os ve radiantes, eufóricos como si vivieseis en otro mundo. Espero que no cree adicción, y os suceda como a los prisioneros de nuestro amigo Platón que, después de vivir fuera de la caverna, no soportaban la existencia que llevaban dentro.

     Desconozco los motivos que han impulsado a esos hombres y mujeres a vivir esa aventura. Podría ser una enfermedad de ricos como la gota, una manera de compensar la injusticia cometida por nuestros antepasados (síndrome del nieto podríamos llamarlo) o simplemente porque debemos hacerlo. En ese caso habría que advertirles como nuestro amigo Montaigne: “Fundar la remuneración de los actos virtuosos en la aprobación ajena es fundarse en base incierta y movediza”, y recordarles que “debemos crearnos un modelo interior al que acomodar nuestras acciones”.

     Quizás estés pensando que si los seres humanos actuasen por sí mismos, si no necesitaran una autoridad que dirigiera sus actos, serían diferentes, y el mundo distinto. También sé que no te agradan las utopías porque sus creadores y adeptos actúan como los dioses del Olimpo, según cuenta nuestro amigo el poeta: “En los umbrales del palacio de Zeus hay dos toneles de dones que el dios reparte: en el uno, están los males, y en el otro, los bienes. Aquel a quien Zeus, que se complace en lanzar los rayos, se los da mezclados, unas veces topa con la desdicha y otras con la buena ventura. Pero el que tan solo recibe penas, vive con afrenta”. ¿Es que hay otra manera? ¿Por qué rechazar los mitos si, gracias a los dioses, Homero cantó los amoríos de Venus, la venganza de Poseidón y cómo Atenea protegía a los griegos, y los evangelistas la muerte de Jesús y su ascensión a los cielos? Razón e imaginación sólo se diferencian por la proximidad o lejanía de lo pensado, si ha sucedido la llamamos razón, si no ha sucedido imaginado. La imaginación, no la razón, es la esencia del ser humano.

     ¿Cómo sería ese mundo? Si fuera un filósofo, como nuestro amigo Epicuro, diría: “La amistad recorre la tierra entera anunciándonos a todos que nos despertemos para la felicidad, un místico como nuestro amigo Marx: “Surgirá una asociación en la que el libre desarrollo de cada uno será la condición para el libre desarrollo de los demás”, o nuestro amigo Bakunin: “Llegará el tiempo en que sobre la ruina de los Estados políticos se fundará en plena libertad y por la organización de abajo arriba, la unión fraternal libre de las federaciones, abarcando, sin ninguna distinción, como libres, los hombres de todas las lenguas y de todas las nacionalidades”, un poeta como nuestro amigo Hesíodo: “Vivían como dioses, con el corazón libre de preocupaciones, sin fatigas ni miserias; y no se cernía sobre ellos la vejez despreciable, sino que, siempre con igual vitalidad en piernas y brazos, se recreaban con fiestas ajenos a todo tipo de males”.

     Pero, como sólo soy un ser humano, te diré que habría injusticias, miseria, sufrimientos y padecerían hambre y sed. ¿Del tonel de los bienes? Ambición, egoísmo, codicia e hipocresía. Para que no digas que padezco el vicio de nuestro amigo Platón, que ponía en boca de su maestro sus propios raciocinios, concluiré con algo mío, aunque lo haya tomado prestado de nuestro amigo Montaigne: “Mas, si resolvemos vivir solos y sin compañía, hagamos que nuestro contento dependa de nosotros mismos, desatemos los lazos que nos unen a los demás y adquiramos el poder de vivir conscientemente solos y a nuestra manera. ¡Otra vez mi exacerbado individualismo! Quizás nuestro amigo Sartre te convenza de lo contrario: “No hay ninguno de nuestros actos que al crear al hombre que queremos ser, no cree al mismo tiempo una imagen del hombre tal como consideramos que debe ser”. ¿No? ¿Y esta otra? “Elegir ser esto o aquello, es afirmar al mismo tiempo el valor de lo que elegimos, porque nunca podemos elegir mal; lo que elegimos es siempre el bien, y nada puede ser bueno para nosotros sin serlo para todos.

     A pesar de  que nuestro amigo Homero llame al océano profundo, vinoso, oscuro, anchuroso, inmenso -aunque aterrador es el epíteto que mejor le cuadra- hoy se ha mostrado con todo su esplendor como Zeus a la curiosa Sémele. ¿Sabes que sentí? Miedo. Sí miedo, pánico ante un amasijo de espuma y olas que, con la fuerza de un ejército de Hércules, cabalgaban unas sobre otras en desordenada carrera hacia ninguna parte. Sin embargo ahora, que pace exhausto entre las rocas, siento deseos de acariciarle aunque, después de verlo trotar, relinchar, saltar y galopar confieso que no me atrevo. Si crees que exagero escucha a nuestro poeta: “Bramaban las inmensas olas, azotando horrendamente la árida costa, y todo estaba cubierto de salada espuma, pues allí no había puertos donde las naves se acogiesen ni siquiera ensenadas, sino orillas abruptas, rocas y escollos”. Sólo un ciego podría describirlo con tanto realismo, si además quieres oírlo recita sus versos:

     “Rójzei gár méga küma potí xerón epéiroio
deinón ereugómenon, éilüto dé pánz-halós áxne
u gár ésan liménes neón ojói, ud-epiogái
al-aktái probletés ésan spiládes te págoi te”.

         Cuidate

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