Epístola XXIV

      

     “Te mando la foto de la cena. He asignado a cada comensal un número para que puedas identificarlos, detrás están los nombres, la profesión y la nacionalidad. Afortunadamente las autoridades, después de posar para la prensa, se marcharon. Me desagradan esos actos, pero al menos sirvió para conocernos. La que está a mi derecha es Marie. Divorciada con un hijo que no ve desde hace ocho años. Su marido, un médico sirio que conoció en la facultad, la abandonó porque no quiso dejar el trabajo. Los intentos por recuperar a su hijo fueron inútiles, ni si siquiera ha podido visitarle. ¿Cómo pudo enamorarse de un hombre así? Dice que cuando le conoció se comportaba como cualquier estudiante francés. Iban al cine, a bailarPero al casarse cambió radicalmente. ¿Lo crees posible?” No, como nos recuerda nuestro amigo Montaigne: “Cada uno tiene en interna veneración las opiniones y costumbres aprobadas y aceptadas en torno suyo, y no puede desprenderse de ellas sin remordimiento ni ejecutarlas sin aplauso…Pero el principal efecto del hábito es apresarnos de tal modo, que no nos deja apenas lugar para razonar” Una cultura, que no has mamado desde niño, es una máscara que tarde o temprano acabas quitándote. Nunca se adherirá como una segunda piel, como advierte nuestro amigo Bakunin: “El que quiera dudar de ello no sabe nada de la naturaleza humana”. Convertirse al Islam no le impidió enfrentarse a su marido ni él, por vivir en Francia, cambió de opinión sobre las mujeres. Podemos reprimir nuestras costumbres, los valores que hemos mamado desde niños, pero no eliminarlos.

     Es cierto que podría haberle sucedido con un hombre de su misma religión o cultura porque, en las relaciones entre los sexos, manda el instinto, pero también que no todas las culturas son iguales: unas son mejores que otras. ¿Cómo saberlo si a cada uno le parece mejor la suya? Mejor es lo que beneficia a más personas. Defender la igualdad de mujeres y hombres es mejor que negarla. Querrás decir más útil, no mejor. De acuerdo, más útil. Si el número no es buen argumento, piensa en ti. Es un criterio que nunca falla: si lo que es bueno, beneficioso o útil para ti pudiera generalizarse también lo sería para todos, o en palabras de nuestro amigo Kant: “Obra sólo según una máxima tal que puedas querer al mismo tiempo que se torne ley universal”.

     Mejor es la que permite individuos libres. ¿De qué libertad hablo? La libertad no admite adjetivos. Sé es libre o esclavo. Pero si quieres que sea más explícito te diré que la libertad de pensamiento. Una cultura que protege la libertad de los individuos es mejor que la que la  persigue, limita o prohíbe. Mejor era Atenas que permitió a Platón exponer libremente sus ideas, que su República que condenaba a muerte a los ateos y expulsaba a los poetas.

    Si quieres saber si una cultura es mejor que otra, pregúntate si podrías pensar y expresar públicamente lo que ahora piensas. Si la respuesta es afirmativa, abrázala; si es negativa, combátela. Por eso la cultura occidental es mejor que las demás culturas. ¿Pides razones? Debería bastarte con la experiencia. Sé que podrías citarme miles injusticias, discriminaciones y crímenes. Pero no juzgamos el pasado sino el presente, aunque sea efímero y, en cualquier momento, podamos retroceder de nuevo.

     ¿Por qué la cultura grecolatina es mejor que cualquier otra? Porque se sustenta en el logos. ¿Qué es el logos? La razón. La razón es nuestra salvaguarda. Razón y libertad son palabras sinónimas. ¿No es admirable una cultura, en la que nuestro amigo Séneca pudo escribir sus epístolas y yo las mías, y más en el siglo que comienza, en el que oscuras brumas procedentes de Oriente amenazan con cubrir Europa? ¿Podrían el aire liberador de la razón o de la duda florecer en esas exóticas culturas que tanto admiran? ¿Hubieran podido escribir Nietzsche, Marx y Freud: “Así habló Zarathustra”, “El Manifiesto Comunista” y “La ilusión de un porvenir”? ¿Habría podido proclamar sin ser condenado a muerte: “La religión es el opio del pueblo”?

     Baja a las plazas de todas las culturas y grita: ¡Dios ha muerto! ¡Viva la libertad! Si puedes continuar tu camino sin ser perseguido, encarcelado o condenado a muerte, ámala, sino recházala. La cultura grecolatina es la cultura de individuos que se saben libres, libres de pensar, de crear, de imaginar. ¿Quieres un ejemplo? Protágoras en Atenas, Lucrecio en Roma, Miguel Ángel en Florencia, Sade en París, Marx en Londres, Nietzsche en Sils-Marie, Freud en Viena, Withman en Nueva York, Miguel Hernández en Orihuela, tú mismo, donde quieras que estés leyendo estas epístolas, también tú habitas en la geografía de la libertad.

     Si deseas oír la voz de un espíritu libre escucha a nuestro amigo Lucrecio: “Ahora bien, si alguien decide llamar al mar Neptuno, a las mieses Ceres, y prefiere usar el nombre de Baco en vez de designar el vino con su vocablo propio, concedámosle decir que el orbe terráqueo es la Madre de los Dioses, con tal que en la realidad se guarde de contaminar su espíritu con una torpe superstición”. ¿Entonces? Quizás nunca surgió la ocasión, como canta nuestro amigo Eurípides: “A los malvados el tiempo los descubre, cuando se presenta la ocasión”, quizá el amor le impidió ver cómo era realmente, o simplemente algunos manjares siempre fueron minoritarios. Y, lo que gusta a pocos, no es peligroso como nos recuerda nuestro amigo Luciano: “¿Por qué va a resultar un mal insuperable el que unos pocos hombres se marchen con esa convicción? Son, con mucho, mayoría quienes creen lo contrario: la mayor parte del pueblo griego y todos los bárbaros”.

         Cuídate

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