Sopla Noto, viento del sur que trae las lluvias de otoño. Días grises y lluviosos alternan con momentos de sol intenso, incluso en la misma jornada el sol, la lluvia y el viento se mezclan desordenadamente. Ni Apolo ni su séquito de sibilas, pitonisas y videntes podrían prever su comportamiento. El otoño es mi estación preferida, caótica e imprevisible, semejante al fuego de nuestro amigo Heráclito: “Dios es día y noche, invierno y verano, guerra y paz, hartura y hambre; pero adopta diversas formas, al igual que el fuego, cuando se mezcla con especias, que toman el nombre de acuerdo a la fragancia de cada una de ellas”.
Cuando ves el cielo despejado, de un intenso color azul turquesa, piensas: no lloverá. Pero, al observar que hay mar de fondo, sabes que, de un momento a otro, negros nubarrones se aproximarán desde el horizonte. Nubes cenizas, grises y negras arrastrarán sus fardos por la superficie encrespando las olas, y la luz radiante del Sur se irá ennegreciendo. Incrédulo, aguardaré inmóvil hasta que los gruesos goterones se transformen en lluvia. Entonces, como ahora, otearé el cielo mientras abro el cuaderno y converso con alguno de nuestros amigos. ¿Con quién? Con nuestro amigo Pausanias. Quiere enseñarme, en el ala norte de los Propileos, la pinacoteca donde se exhibe el lienzo de Polignoto que representa a “Odiseo cuando se presentó en la orilla del río ante Nausíca y sus compañeras que estaban lavando allí, tal como Homero escribió en sus versos”. Antes, solicito a nuestro viejo amigo que recite los versos con la intención de hacer unos bocetos. En uno, represento a Odiseo, despeinado y sucio, sentado junto a unos arbustos –“un acebuche y un olivo” precisó-, pensando qué actitud tomar, mientras, a lo lejos, Nausíca juega a la pelota con sus doncellas. “La princesa arrojó la pelota a una de las esclavas y erró el tiro echándola en un hondo remolino, y todas gritaron muy recio. Despertó entonces el divinal Odiseo y, sentándose, revolvía en su mente y en su corazón estos pensamientos”. En otro, Odiseo, de pie frente a la princesa, cubre su desnudez con una rama, mientras las esclavas huyen despavoridas. “El divinal Odiseo salió de entre los arbustos. Y se les apareció horrible, afeado por el sarro del mar y todas huyeron, dispersándose por las orillas prominentes. Pero se quedó sola e inmóvil la hija de Alcínoo”. Al verlos comprendí que nuestro amigo Polignoto habría elegido la primera escena porque, aunque el encuentro con la princesa es de un gran dramatismo –de su reacción depende el destino del héroe-, al tener que dibujarle sucio y desnudo, la tensión desaparecía resultando ridículo.
Ansioso por comprobar si coincidíamos salimos en dirección a Atenas. Antes, en el Pireo, visitamos la casa de Céfalo, en la que nuestro amigo Sócrates junto con Glaucón y Adiamanto dialogaron sobre la justicia imaginando una sociedad en la que, paradójicamente, no hubieran gozado de libertad para discutir ni escribir la República (síndrome de Platón, podríamos llamarlo). Cuando se es libre, como eran los griegos, es razonable luchar por una sociedad más justa. Pero sin libertad carece de sentido preguntarse por la justicia, pues, como el día y la noche, nunca caminan juntas, siempre una detrás de la otra.
“Yo, Céfalo –le dice nuestro amigo Sócrates- me complazco infinito en conversar con los ancianos…me complacerías mucho si me dijeras lo que tú piensas sobre este punto, y si consideras semejante situación como la más cruel de la vida”. “Con costumbres suaves y convenientes, la vejez es soportable; pero con un carácter opuesto, la misma vejez que la juventud son desgraciadas”, responde Céfalo. “Contra las incomodidades de la vejez encuentras recursos, más que en tu carácter, en tus cuantiosos bienes, porque los ricos pueden procurarse gran alivio”, replica Sócrates. “Ciertamente tienen alguna razón en lo que dicen pero no tanta como se imaginan…la pobreza haría quizá la vejez insoportable al sabio mismo, pero sin la sabiduría nunca la riqueza la haría más dulce” –concluye Céfalo que, al retirarse a descansar, confiesa sus temores por lo que puede suceder después de la muerte. “Cuando se aproxima el hombre al término de la vida tiene temores e inquietudes sobre cosas que antes no le daban miedo; entonces se presenta al espíritu lo que se cuenta de los infiernos y de los suplicios que están allí preparados para los malos. Lo cierto es que está uno lleno de inquietudes y terror”.
Ojalá hubiera estado presente nuestro amigo Epicuro para recordarle que “el peor de los males, la muerte, no significa nada para nosotros, porque mientras vivimos no existe, y cuando está presente no significa nada para nosotros”, o como afirma nuestro amigo Lucrecio en su hermoso poema: “Consumado el divorcio del cuerpo y del alma, cuya trabazón forma nuestra individualidad, nada podrá sin duda acaecernos. Ni aunque después de la muerte recogiera el tiempo nuestra materia y la ensamblara de nuevo tal como está ahora dispuesta, y nos fuera dado contemplar otra vez la luz del día, nada tampoco nos importaría de este suceso, habiéndose roto una vez la continuidad de nuestra conciencia”. Efectivamente nada nos importaría. ¡Qué pena que la alta Engandina esté tan lejos de Roma!
Rememorando éste y otros sucesos recorrimos los siete kilómetros que separan el Pireo de Atenas. Por el camino nos detuvimos ante el cenotafio de nuestro amigo Eurípides, enterrado en la lejana Macedonia, y, en su honor, recitamos estos versos de “Las Bacantes”: “¡Dichoso quien del mar escapó a la tempestad y alcanzó el puerto! ¡Dichoso quien de las penalidades se ha sobrepuesto! Una vez uno y otras otro toma la ventaja en la prosperidad y el poder. Para diez mil personas todavía hay diez mil esperanzas. Unas concluyen infelices, mientras otras aportan éxito a los humanos. Pero yo considero feliz a aquel cuya vida cotidiana alberga la dicha”.
Entre las puertas Dipilón y las puertas Sagradas contemplamos las estatuas de Deméter, Coré y Yaco de nuestro amigo Praxíteles. En el ágora, cerca del pórtico de Zeus, un Apolo de nuestro amigo Leócares y otro de nuestro amigo Cálamis; en la parte sur, la Afrodita Urania de nuestro amigo Fidias, “de mármol de Paros”. A continuación, nos dirigimos al pórtico Pecilo en el que nuestro amigo Micón representó a los combatientes de Maratón defendiendo la libertad frente a los bárbaros de Oriente. (Y si la historia se repitiera –como enseña nuestro amigo el maestro del Eterno Retorno: “Mira nosotros sabemos lo que tú enseñas: que todas las cosas retornan eternamente, y nosotros mismos con ellas…Yo volveré, con este sol, con esta tierra, con este águila, con este serpiente, y no a una vida nueva, o mejor, o semejante: volveré eternamente a esta misma vida, idéntica en lo más grande y en lo más pequeño, para enseñar de nuevo el eterno retorno de todas las cosas”- y tuviéramos que combatir en un nuevo Maratón contra los bárbaros de Oriente).
Fuera del ágora, en el santuario de los Dioscuros, al contemplar sus bodas, obra de nuestro amigo Polignoto, recordé las palabras que Temístocles dirigió a un habitante de una pequeña isla llamada Serifa que le echaba en cara que su reputación se debía a la ciudad donde había nacido, es decir, Atenas, más que a su mérito: “Es cierto que si hubiera nacido en Sérifa no sería conocido, pero tú no lo serías aunque hubieras nacido en Atenas”. Sigilosamente guardé el boceto y olvidé mis pretensiones. No entraría en la pinacoteca. Había sido demasiado osado al pretender competir con tales genios.
Subimos por la calle Trípode –donde escancia el Sátiro de nuestro amigo Praxíteles- en dirección a la Acrópolis. Pasados los Propileos contemplamos su Ártemis Brauronia, el grupo Atenea y Marsias de nuestro amigo Mirón, la Procne de nuestro amigo Alcámenes, el Zeus de nuestro amigo Leócares, junto al Partenón, la Atenea criselefantina, el Apolo, la Atenea Lemnia, “de belleza tan eximia que recibió el nombre de La Bella”, y la Atenea Promachos –cuya “punta de lanza y el penacho son visibles cuando uno se acerca navegando desde Sunio”- de nuestro amigo Fidias. Por último, en el norte de Atenas, visitamos la Academia y la tumba de Platón, “a quien el dios envió señales que iba a ser el mejor en filosofía. Se lo indicó así: Sócrates, la noche antes de que Platón fuera recibido como discípulo suyo, soñó que un cisne caía volando a su regazo”.
“¡Ojalá los seres humanos fueran felices dentro de la caverna!”, me lamenté. “Algunos lo fueron”, dijo cogiéndome de la mano. “¿Qué es?» “La torre de Timón”. “¿Qué tiene de particular?” –pregunté defraudado al ver el monumento. “Comprendió que no se puede ser feliz si no es apartándose de las demás personas”. Agradecido prometí que le acompañaría a Olimpia y ascenderíamos juntos por la Vía Sacra de Delfos hasta el omphalós (ombligo del mundo).
Cuídate