Epístola XXV

 

     No lo sabías, pero, ¿querías saberlo? O habría que exclamar como nuestro amigo Nietzsche: “¡Cómo hemos sabido desde el principio mantener nuestra ignorancia, a fin de disfrutar una libertad, una despreocupación, una imprevisión, una jovialidad apenas comprensibles de la vida, a fin de disfrutar la vida!”. No pretendo acusarte de nada porque “es propio de un ignorante echar la culpa a los otros de sus desgracias; en cambio acusarse sólo a sí mismo, es propio de un hombre que empieza a instruirse; y no acusar ni a los demás, ni a sí mismo, es lo que hace el hombre instruido”. Al menos eso piensa nuestro amigo Epicteto.

     ¿Realmente ignorabas que las autoridades despilfarraban el dinero, destinado a paliar la miseria, en fiestas como la cena del aniversario de vuestra llegada? Que tu compañero estuviera borracho, o que no lo creyeras capaz de tal inmoralidad, no es un atenuante. La ignorancia puede aliviar el alma, pero no el sufrimiento ajeno. No hay mayor estupidez que engañarse a sí mismo. Te sientes triste, dolorido, como si te hubieses prostituido, utilizado por unos políticos corruptos que extienden la corrupción para justificar la suya. No iba muy descaminado vuestro compañero cuando os animaba a beber y comer cuanto quisierais. El dinero volvía al estómago del bolsillo del que había salido. Se podría decir que el círculo se cerraba. ¿Inmoral? Más bien diría como nuestro amigo Marco Aurelio: “Nada nuevo, todo habitual y efímero”.

     ¿Por qué nos hacen creer que somos culpables de la miseria e injusticia que padece el Tercer Mundo? ¿Por qué nadie culpa a sus propios habitantes de la miseria en la que malviven? ¿Acaso no son las diferencias de clases, el desigual reparte de la riqueza lo que condena a esos países? La respuesta es tan vieja como la propia humanidad: el dinero. Acumular, atesorar, tener más y más rige la conducta de ricos y pobres, negros y blancos, mujeres y hombres, progresistas y reaccionarios, concienciados e inconscientes. Nadie da lo que posee. Aunque nos sobre, queremos más. Es ley de la naturaleza humana. No basta con comer, vestirse, tener una vivienda digna, ansiamos restaurantes de lujos, hoteles de cinco estrellas, una segunda o tercera residencia. Y si no podemos, lo deseamos.

    La mayoría porque desconoce, como enseña nuestro amigo Epicuro, que “aquellos placeres naturales acompañados de una intensa pasión, pero que no conllevan dolor corporal de no ser satisfechos, nacen de una vana opinión, y, si es difícil que desaparezcan, no se debe a su propia naturaleza, sino a la vanidad de los hombres” y que “no hay que despreciar lo que se tiene por el deseo de lo que nos falta, sino que debemos considerar que también lo que se tiene era antes un deseo”.

     Otros, porque han descubierto la manera de adquirir privilegios y riquezas sin sentirse culpable: autoproclamarse de izquierda, progresista, socialista, solidario o comunista. No hay receta más eficaz para rodearse de lujos sin sentirse avergonzado. Ni mejor instrumento que deformar el lenguaje para acomodarlo a su conducta, como cuenta nuestro amigo Tucídides: “Cambiaron incluso el significado normal de las palabras en relación a los hechos, para adecuarlas a su interpretación de los mismos. La audacia irreflexiva pasó a ser considerada valor fundado en la lealtad del partido, la vacilación prudente se consideró cobardía disfrazada, la moderación, máscara para encubrir la falta de hombría, y la inteligencia capaz de entenderlo todo incapacidad total para la acción…En una palabra, era aplaudido quien adelantaba a otro en la ejecución del mal, e igualmente lo era el que impulsaba a ejecutar el mal a quien no tenía intención de hacerlo”. Es decir, fracturan, ocultan y deforman la realidad con una verborrea incendiaria para ocultar sus verdaderas intenciones: acaparar toda la riqueza que puedan. Como nos aconseja nuestro amigo Nietzsche: “¡Deberíamos liberarnos por fin de la seducción de las palabras!”.

      Cuídate

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