¿Camorristas, rencorosos y vengativos? Sí, al menos así los describe Homero,
“¿Por qué, Atenea y Hera, estáis tan contrariadas?
No será de fatiga de la batalla, que otorga gloria a los hombres,
por exterminar troyanos, contra quienes teníais atroz rencor.
Atenea guardó silencio y no dijo nada, aunque
rezongaba contra su padre, Zeus, y una feroz ira le invadía”,
¿inmortales? también,
“¡Reflexiona, Tidida, y repliégate! No pretendas tener
designios iguales a los dioses, nunca se parecerá la raza de los
dioses inmortales y la de los hombres, que andan a ras de suelo”,
¿creadores? No, tendrás que buscar en la Biblia, o en las profundas cavernas de la mente humana. ¿Extraño? Sí. ¿Sorprendente? También. Crear seres que, a su vez crean, es una forma refinada de creación, aunque no sean cosas sino palabras. Quizá lo estaríamos menos si fuéramos conscientes de la magia del lenguaje. Pues todas sus fabulaciones: religión, filosofía, ciencia, arte…son diferentes, aunque bellas maneras de autoengañarnos o, menos poéticamente, mecanismos de defensa para hacer más digeribles unos hechos que inevitablemente nos arrollarán. ¿Hechos? ¿Qué hechos? La enfermedad, la vejez, la muerte….los llamados tópicos, lugares comunes. ¡Hábil manera de quitarles fuerza!
El proceso es simple, pero eficaz. Primero se le asigna un nombre elevado, pomposo como resignación, o técnico como naturaleza (“¿Qué es la muerte? Porque si se abstraen los fantasmas que la recubren no sugerirá otra cosa sino que es obra de la naturaleza”), luego se inventan símiles, metáforas que den confianza al sujeto, (“Ser igual que el promontorio contra el que sin interrupción se estrellan las olas. Éste te mantiene firme, y en torno a él se adormece la espuma del oleaje”), o se utilizan expresiones que, al lector o al oyente, den la impresión de ser parte activa, cuando no somos más que espectadores pasivos e impotentes: “Si te afliges por alguna cosa externa, no es ella lo que te importuna, sino el juicio que tú haces de ella. Y borrar este juicio, de ti depende”. Después viene el cincelado, los adornos, los argumentos, la finura, en definitiva, los castillos de arena. “Siento que es tan grande la vitalidad de las almas, tanta la memoria de los hechos pasados y tanta la capacidad de prever los futuros, tantas las artes, tantas las ciencias, tantos los descubrimientos, que no es posible que la naturaleza que las contiene sea mortal y, como el alma siempre se está moviendo y el movimiento no tiene principio tampoco tendrá fin y al ser la naturaleza del alma simple no puede dividirse y, si no puede dividirse, no puede morir”. ¿Malo? ¿Quién habla de moral? Hablo de estética, ¿o hubieses preferido una joven con granos, piel de naranja o celulitis en lugar de la Atenea Lemnia “de belleza tan eximia que recibió el nombre de La Bella”?
¿EL resultado? Juzga tú mismo, pero céntrate en las palabras, el ritmo y las imágenes, sé que no crees en el Hades ni en el Paraíso.
“Para éstos brilla la fuerza del sol allí abajo cuando aquí reina la noche, y en medio de prados de rosas rojas está el arrabal de su ciudad.
Y está lleno de olorosa sombra y de árboles que producen incienso y dorados frutos.
Unos se divierten con los caballos y los ejercicios corporales, otros con juegos,
otros tocando la forminge y entre ellos florece abundante toda clase de felicidad.
En esta amable lugar flota siempre un olor a perfume de todas clases que ellos mezclan en el fuego que brilla desde lejos sobre los altares de los dioses”.
Hermoso, ¿verdad? ¿Gozar más si fueras un iniciado? No creo. Los cantos, las ceremonias y los ritos, al excitar los sentimientos, pueden vivificar la fe de los creyentes, pero no hacer que gocen más intensamente, porque la belleza no depende de las creencias sino del sujeto, o sea del gusto. Y éste, del modo de ser, de los instintos, o del paleoencéfalo si aún reverencias el lenguaje. Además a los individuos no dogmáticos, libres, mentalmente libres ninguna verdad les impide apreciar la belleza allí donde se encuentre, sean los dioses y mitos griegos,
“Inmortal Afrodita de bien labrados tronos,
hija de Zeus trenzadora de engaños, yo te imploro,
con angustias y penas no esclavices mi corazón, Señora”,
judíos,
“Os conjuro, hijas de Jerusalén,
que, si encontráis a mi amado,
le digáis que desfallezco de amor”,
cristianos,
“Vea quien quisiere
rosas y jazmines,
que si yo te viere
veré mil jardines.
Flor de serafines,
Jesús Nazareno,
véante mis ojos,
muérame yo luego»,
o paganos,
“Es mediodía, Safo.
El sol está sobre el obelisco,
las palomas buscan refugio
y comida
en el regazo de tus manos,
tejiendo con sus alas
el viento”.
¿Para crearla? Tampoco, es posible que el lirismo con que Píndaro describe la estancia en el Hades de las almas de los iniciados en los Misterios sea, en parte, debido a sus creencias, pero no necesariamente. J.S. Bach componía misas y cantatas con idéntica intensidad y sentimiento para católicos y luteranos. Y el mismo Píndaro cantaba, con el mismo derroche de belleza y profundidad, las victorias de atletas y caballos en los juegos olímpicos:
“Lo mejor, de un lado, es el agua y, de otro, el oro.
Pero si atléticas lides celebrar deseas, corazón mío,
no busques más cálido que el sol
otro astro brillando en el día por el desierto éter,
ni ensalzar podríamos competición mejor que la de Olimpia”.
Los genios no necesitan ser coronados ni peregrinar a Eleusis, les basta la libertad y su propia naturaleza. ¿O crees que Héctor hubiera expresado mejor que Homero el destino de los vencidos?
“Mas no me importa tanto el dolor de los troyanos en el futuro
ni el de la propia Hécuba ni el del soberano Príamo
ni el de mis hermanos, que, muchos y valerosos,
puede que caigan en el polvo bajos los enemigos,
como el tuyo, cuando uno de los aqueos de broncíneas túnicas,
te lleve envuelta en lágrimas y te prive del día de la libertad.
Mas ojalá que un montón de tierra me oculte, ya muerto
antes de oír tu grito y ver como te arrastran”.
Además, si la vida es, según Cicerón, “como una obra de teatro”, puede que los malos y mediocres actores necesiten comprender, como afirma Sócrates: “Sería imposible, a quien no conoce lo que el poeta dice, expresarlo bellamente”, pero no los buenos actores porque “no son ellos, privados de razón como están, los que dicen cosas tan excelentes, sino que es la divinidad misma quien las dice y quien, a través de ellos, nos habla”. Y, donde escribe dioses, pon “cerebro reptiliano”, “ello” o “fondo oscuro de la existencia”. No hay como una palabra para tapar nuestra ignorancia, aunque las escuchemos con admiración seducidos por su belleza: “Los poetas como las abejas, liban los cantos que nos ofrecen de las fuentes melifluas que hay en ciertos jardines y sotos de las musas y que revolotean también como ellas”. ¿Más? “Es una cosa leve, alada y sagrada el poeta, y no está en condiciones de poetizar antes de que esté endiosado, demente y no habite ya más en él la inteligencia”. ¿Aún más? ¡Cuidado, no sólo de vino se emborrachan los espíritus!
¿Explicarlo? No creo, intentarlo sí, porque donde no alcanza la razón llegan las palabras y, como afirma el poeta, “el pasto de palabras es copioso”. ¿Tan bellamente como Platón? No podría sin apelar a las Musas ni calificar de «divina» esa placentera desazón que inunda el alma. Y, si lo hiciera, no lo entenderías. “Una fuerza divina te mueve, parecida a la que hay en la piedra que Eurípides llama magnética…Así, también, la Musa misma crea inspirados y por medio de ellos empieza a encadenarse otros en este entusiasmo….De ahí que todos los poetas, los buenos, no es en virtud de una técnica por lo que dicen todos esos bellos poemas, sino porque están endiosados y posesos”.
¿Utilizar un lenguaje técnico? Tampoco, todas las creaciones humanas –religión, arte, filosofía y ciencia– son bellas y valiosas, aunque quizá una imagen sea más evocadora. Y no importa que sea una metáfora, o una estatua, porque, al tener tantas perspectivas como oyentes y espectadores, suscita vivencias más ricas y profundas que las palabras. “El templo donde estaba colocada la célebre Venus de Praxíteles estaba abierto por todas partes para que pudiera verse desde cualquier ángulo la efigie de la diosa. La admiración que producía no disminuía desde ningún punto”, provocando, cuenta Plinio, una pasión incontrolable –“uno, que se había enamorado de ella, se escondió durante la noche y la abrazó fuertemente y la mancha dejada sobre ella fue el inicio de su pasión”-, o la turbulenta metáfora de Heráclito –“entramos y no entramos en los mismos ríos, somos y no somos”-, que Platón intentó suavizar temiendo que arrastrara su caverna. “Heráclito enseñó que todas las cosas están en movimiento y que nada reposa, las compara a la corriente de un río, y dice que no se puede descender en las mismas aguas dos veces”. Descender, enseña, compara….¡Hábil manera de amansar las aguas! Y se quejaba de que sofistas y demagogos se aprovecharan del poder de la palabra: “Hacen aparecer grandes las cosas pequeñas, y las pequeñas grandes, lo nuevo como antiguo, y lo antiguo como nuevo”. ¡Cómo si sus envolventes diálogos no fueran un manual de tácticas y estrategias para anular al contrario! Yo, aunque admiro los esfuerzos de Heráclito por aproximar el lenguaje a los fenómenos, y creo que su turbador estilo y sus movedizas metáforas reflejan con viveza el mundo que nos rodea, no me siento arrastrado, sino a lomos de una tozuda corriente, que intentas controlar hasta que comprendes que has de soltar las riendas y dejar que te lleve. ¿Adónde? Al no ser, al vacío, a la nada, o a lo desconocido, si tienen razón “sus delirantes labios”.
“A los hombres les aguardan cuando mueran tales cosas que ni esperan ni imaginan”.
No pierdas el tiempo tratando de desentrañarlo. Ni siquiera su enigmático lenguaje puede ocultar lo evidente: los que mueren dejan de existir, nada, por tanto, les aguarda. A los pensamientos, como a los muertos, hay que dedicarles los minutos precisos, más aún si “las opiniones humanas son juegos de niños”. Y, no creo que se refiriera a sí mismo, cuando apostilla con lenguaje claro y preciso que “la naturaleza humana no tiene conocimiento, pero sí la divina” porque, entonces, a pesar de su famoso río, la caverna seguiría intacta y, con ella, el camino por el que ascienden los elegidos al mundo supraceleste. Tampoco creo que fuera tan egocéntrico como para creerse un dios en vez de un efímero mortal nacido en Éfeso en el 550 a.C. Porque, de ser así, el vapuleado debería ser él, no Homero ni Arquíloco. ¿El jinete? El devenir, yo la acémila.
Espero que Longinos no recrimine tal osadía porque, si mirara para atrás, comprobaría que esa “búsqueda de nuevos pensamientos por lo que nuestra generación está más loca” no es una peculiaridad sino una constante histórica. Y que el problema no es que “de las mismas fuentes vengan los bienes y los males” sino que siempre sean los mismos. Y, si como asegura el heraclíteo emperador: “Todo, desde siempre, se presenta de forma igual y describe los mismos círculos, y nada importa que se contemple lo mismo durante cien años, doscientos o un tiempo indefinido» o sea que todos los seres humanos, sin importar la época ni los años vividos, han contemplado, contemplan y contemplarán idénticos problemas, idénticas respuestas e idénticos errores, sólo los insensatos e ignorantes anhelarían ser como dioses. Oír la misma plegaria, generación tras generación, siglo tras siglo, debe ser muy aburrido.
¿Cómo me siento? Subyugado, dominado, utilizado, como un simple intermediario, pero no de las Musas porque “los poetas no son –como afirma exultante Platón- intérpretes de los dioses”, sino de sí mismos, aunque “mensajero” sea una palabra más hermosa que “intérprete”, y “dioses” más que “ello”, “instinto” o “fuerza”. ¿El resultado? Extraño, tan extraño que, cuando leo mis cartas, me pregunto quién las habrá escrito porque no me reconozco. Platón lo llama creación. “Toda causa que haga pasar cualquier cosa del no ser al ser es creación” –afirma por boca de Diotima en el Banquete.
¡Creación! ¡Ser! ¡No ser!El narcisismo es una enfermedad incurable, y cuanta mayor es la fe del creyente –laico o religioso– con más virulencia ataca. Debe ser decepcionante comprobar día a día, minuto a minuto que, a pesar de las bellas elucubraciones de la mente, nunca dejaremos de ser simples y “míseros mortales”. Descubrir, sin embargo, que las fatalidades que tratamos de ocultarnos, no son tan terribles como imaginamos, permite, a los que no aspiramos a ningún tipo de trascendencia, disfrutar sin excesos de la luz, del mar, del sol, del cielo, de las estrellas, de la amistad, del amor, de la filosofía, de la ciencia y del arte, y aceptar sin aspavientos la vejez, las enfermedades y la muerte. Más que creadores –no hay como una pomposa palabra o un intrincado argumento para vivificar las esperanzas– somos artesanos de una mezcla azarosa, aleatoria, si aún crees en las palabras, de instintos, experiencias, recuerdos, lecturas, deseos y vivencias, porque la belleza, como la moral, el asombro y los sentimientos, es un producto genuinamente humano.
¡Claro que podemos definirla! “Bello es lo que produce placer por medio del oído y de la vista”, ¡y clasificarla!, distinguiendo la belleza interior de la sensible, la material de la espiritual, incluso alardear de locuacidad escribiendo las palabras en orden ascendente: “Empezando por las cosas bellas de aquí y sirviéndose de ellas como de peldaños ir ascendiendo….de los cuerpos bellos a las bellas normas de conducta y de las bellas normas a los bellos conocimientos y partiendo de éstos terminar….en la belleza absoluta, para que conocer lo que es la belleza en sí”. Es decir, jerarquizando la realidad como si el mundo, no los vestidos y los adornos, fuera creación nuestra, incluso hacer un encomio como propone Agatón en el Banquete. “Me parece que todos los que han hablado antes no han encomiado a la diosa”. Pero, ¿de qué serviría? Si la belleza no está en las cosas sino en los ojos, como sugiere el anónimo sofista: “Si alguien diese órdenes a todos los hombres de reunir en un mismo lugar aquellas cosas que consideran feas y, a continuación tomar de este montón aquellas que cada uno considera bellas, no quedaría ni una sola sino que entre todos las irían tomando todas. Pues nadie las considera igual”, habrá que tener en cuenta la edad, el país, las costumbres, la educación y el sexo porque el gusto no se razona, se siente. Así que a la cojonera pregunta de Sócrates: “¿Qué es lo bello en sí mismo?”, no respondería, como Hipias, “lo más bello es ser rico, tener buena salud, ser honrado por todos los griegos, llegar a la vejez, dar buena sepultura a sus padres fallecidos y ser enterrado bella y magníficamente”. Y si insistiera: “Te preguntaba qué es lo bello en sí mismo, aquello que añadido a cualquier cosa hace que sea bella: piedra, madera, hombre, mujer, dios, una acción o un conocimiento cualquiera”. Respondería que el sentimiento porque el material puede ser de buena o mala calidad, el contenido verdadero o falso y la vista o el oído defectuosos. Pero, sea un paisaje, una obra de arte o un argumento, la sensación de avasallamiento, de dominio es la misma, aunque la intensidad varíe.
Prueba con los guerreros de Riace (Dicen que Miguel Ángel impresionado por su sublime perfección y viveza volviéndose hacia el Moisés gritó: ¡Habla, perro!); tararea, siguiendo la sinuosa voz de Andreas Scholl, el aria de Juan Sebastian Bach, “Ach schläfrige Seele, wie ruhest du norch?” o imagina, con la ayuda de Boticelli, el alabado lienzo de Apeles (“Los entendidos en materia artística prefieren sobre todas sus obras una Diana entre un grupo de jóvenes doncellas que le ofrecen un sacrificio, con este cuadro parece haber superado los versos de Homero que describen la misma escena”) y si, a pesar de las pinceladas del poeta, no eres capaz de visualizarlo (“Cual avanza la flechera Ártemis a través de los montes, o por el muy alto Taigeto o por el Erimanto, deleitándose con sus cabras y las ciervas veloces, y a su lado las Ninfas agrestes, hijas de Zeus portador de la égida, juegan, mientras se alegra en su ánimo Leto, y sobre todas ellas destaca en la cabeza y la frente, y resulta fácil de distinguir, aun siendo todas hermosas”), intenténtalo con “El entierro de Cristo” de Caravaggio, las Venus de Giorgione y Tiziano, la “Cámara de los esposos” de Mantegna o uno de sus robustos Cristos.
Y, si el viejo Heráclito refunfuña, respóndele, como Autólico en el Banquete, que no “hay que menospreciar la belleza porque se marchita pronto; pues, de la misma manera que un niño es bello, también lo es un joven, un hombre y un anciano. La prueba es que se elige a viejos bellos como portadores de ramos para Atenea porque la belleza acompaña a todas las edades”, incluso durante generaciones: “No cabe la menor duda de que a Platón, a los demás socráticos y a quienes luego han sido sus seguidores: académicos, peripatéticos y estoicos los lee todo el mundo, incluso quienes no aprueban sus doctrinas o no las siguen con entusiasmo”. ¿Por qué? Por sus intemporales metáforas y reflexiones por qué sino. Aun así no seguiré su consejo: “Renuncio a una lectura que no proporciona ningún deleite” porque, si la belleza está en los ojos y en la mente de cada uno, tan bella puede resultar la forma como el contenido. Así que tomaré en mis “manos a Epicuro y Metrodoro”. Pero no porque crea, como sus discípulos, que fue “el único que conoció la verdad” sino porque “sus preceptos encaminados a vivir virtuosa y felizmente” me resultan placenteros.
Dejemos, pues, las ramas a los especialistas y centrémonos en el tronco que sustenta la vida humana, sí, los denostados tópicos o lugares comunes, verdadero ruido de fondo de la existencia. ¿Sabes qué quedaría en el cedazo si cribáramos los versos de Homero, Virgilio y Hesíodo, las Historias de Tucidides, Tácito y Herodoto, los discursos de Isócrates, Cicerón y Demóstenes, los diálogos de Platón, las éticas de Aristóteles, las cartas de Séneca, las máximas de Epícteto y Epicuro? Codicia, envidia, celos, dinero, poder, maldad, sufrimiento….Todo lo demás envoltorio, autoengaño. ¿Empezar? De acuerdo, hurga por los estantes y, cuando veas un titulo que te agrade, cógelo o elígelos al azar como Sila “que tras encerrar a los atenienses que se le habían opuesto en el Cerámico, ordenó que uno de cada diez elegido por suerte fuese ejecutado”. “Tuvo un comportamiento más cruel de lo que se podía esperar de un romano”, añade Pausanias compungido. No sé si pensarían lo mismo numantinos, cartagineses y corintios (“A mí la visión súbita de las ruinas de Corinto me había impresionado” recuerda Cicerón años después de ser destruida por el cónsul Lucio Mummio) o los cientos de ciudadanos romanos asesinados. Claro que tuvo buenos maestros, “Los Treinta mataron sin juicio mil quinientos ciudadanos y obligaron huir hacia el Pireo a más de cinco mil”, también ellos, “Los persas que habían subido abrieron las puertas y mataron a los suplicantes; y, tras haber acabado con todos, saquearon el santuario e incendiaron toda la Acrópolis”. Y, si siguiéramos escarbando, llegaríamos a una cueva, a una planicie o a la sabana. Si es cierto que África es la cuna de la especie humana.
¡La Ilíada! Sabia elección si, como alardea Zeus, por haber nacido antes “sabía más cosas”, aunque esa ventaja no impidió que fuera engañado por “la seducción que roba el juicio incluso a los más cuerdos”.
“¡Sueño, soberano de todos los dioses y todas las gentes!
Por favor, adormece bajo sus cejas los relucientes ojos de Zeus
en cuanto me tienda a su lado, unida a él en el amor”.
¿Todos los cantos? No, algunos. El primero, por ejemplo, y los demás, como Sila, al azar, y si parecen pocos contamos de tres en tres, de cinco en cinco o elegimos uno cualquiera porque, al estar más cerca del origen, el autoengaño será menor, o sea que será más fácil observar el ruido de fondo. Tranquiliza saber que la exacerbada violencia, mutilaciones y muertes que dibujan Homero en la Ilíada y Goya en los Desastres de la Guerra son ficticias, aunque no lo fueran sus modelos. Ningún poeta ni pintor sería capaz de imaginar tanta crueldad y ensañamiento. Que abunden más los Silas que los Homeros es el sino de la especie humana. Y si el revestimiento, la belleza, la literatura fueran más frondosos que el tronco, no te preocupes contemplaremos las hojas, las ramas, las formas, el color y el tamaño. De las creaciones humanas todo es aprovechable. Y, más aún, si el material ha sido bellamente modelado porque los tópicos son comunes, la belleza obra de individuos:
“Fidias, además del Júpiter Olímpico, que nadie osó imitar, hizo también de marfil la Atenea que está de pie en el Partenón. Polícleto esculpió un diadúmenos y un doryphóros….representó el Arte en una obra de arte….Mirón se hizo especialmente notable por una ternera, glorificada en unos célebres versos….Lisipo es el que más estatuas hizo, entre ellas un hombre con estrígilo, muy admirado por el emperador Tiberio que no pudo contener el deseo de hacer que la llevaran a su cámara, pero el pueblo romano manifestó tanta firmeza que con grandes clamores en el teatro reclamaba la reposición del Apoxiómeno y el emperador la devolvió a su sitio….son de Praxíteles las estatuas que estuvieron delante del templo de la Felicidad y la Venus que se quemó en el incendio del mismo templo que igualaba a su famosa Venus de mármol, célebre en todas las tierras”.
¿Por qué la Ilíada? Para que no olvidemos que ese conjunto de tópicos llamado vida no es creación nuestra, en fin que no confundamos la vida con sus adornos, y para que compruebes, por ti mismo, que el grano más grueso y abundante es la codicia, madre de guerras, combates, rencillas y enfrentamientos,
“¡Ay! ¡Imbuido de desvergüenza, codicioso!
Nunca tengo un botín igual que el tuyo, cada vez que los aqueos
saquean una bien habitada ciudadela de los troyanos.
Sin embargo, la mayor parte de la impetuosa batalla
son mis manos las que la soportan. Mas si llega el reparto,
tu botín es mucho mayor y yo, con un lote menudo, aunque grato,
me voy a las naves, después de haberme agotado de combatir”,
mezclada con toda clase de crímenes, dolores y sufrimientos,
“Aquiles se apartó de sus compañeros y se echó a llorar sentado
sobre la ribera del canoso mar, mirando al ilimitado ponto”;
los granos más finos, odio, ira, violencia, cólera, rencor,
“Eres para mí el más odioso de los reyes, criados por Zeus,
porque siempre te gustan la disputa, las riñas y las luchas.
Pero te voy a hacer esta amenaza:
puede que me lleve a Briseida, de bellas mejillas,
tu botín, yendo en persona a tu tienda, para que sepas bien
cuánto más poderoso soy que tú, y aborrezcas también otro
pretender ser igual a mí y compararse conmigo”,
impregnados de religión e ignorancia….¿Religión? Creía que la religión, como el arte, la filosofía y la ciencia, era una creación del espíritu. Y lo es:
“¡Ea, asentiré con la cabeza, para que me hagas caso!
Dijo, y sobre las oscuras cejas asintió el Cronión,
y las inmortales guedejas del soberano ondearon
desde la inmortal cabeza y el alto Olimpo sufrió una honda sacudida”,
pero no la visión binaria y maniquea, es decir, religiosa propia de los carnívoros como culpar a los dioses, a la sociedad, a los demás de nuestras propias decisiones. “¿Quién de los dioses lanzó a ambos a entablar disputa?”, pregunta Homero eximiendo de responsabilidad a ambos contendientes. Claro que existiendo seres superiores es comprensible. Pero si negamos a Dios, el alma, la vida después de la muerte en aras de la ciencia y del “homo mensura”, no podremos culpar a nadie de los “males inherentes a la naturaleza humana”, ni “de los que hemos añadido al haber hecho guerras y revueltas”. Nos guste o no, tarde o temprano, tendremos que enfrentarnos a la vida sin autoengaños. Así sucedería si los hechos, en vez de ir al azar, siguieran el curso de los razonamientos. Pero la historia del espíritu humano no muestra cortes ni retrocesos, sino el esfuerzo interrumpido por convertir el autoengaño en lo mejor de los seres humanos, incluso en una prueba de la existencia de lo divino. Y, menos aún, si “la elección o rechazo depende del agrado o desagrado”, como afirma Sexto. Pues, ¿quién va a asumir sus responsabilidades si culpando a la sociedad o a los dioses se siente aliviado? Así que basta con dejar el silogismo inconcluso, no defender la conclusión con el mismo orgullo y contundencia que las premisas, o cambiar los términos, dejando intacto el esquema. La valentía no es una característica de la especie.
Se quejan Heráclito, Jenófanes, Platón e Isócrates de los dioses homéricos. “No sólo les echaron en cara robos, adulterios y ser mercenarios de los hombres, sino que también inventaron contra ellos que devoraban a sus hijos, castraban a sus padres, encadenaban a sus madres y muchas otras maldades”. A los intelectuales contemplar la naturaleza humana sin engaños, en estado puro no les resulta agradable, prefieren racionalizarla, es decir, ocultarla. En definitiva, cubrirla de bellas palabras y hermosas teorías. Pero, viviendo en sociedad y libres, han de coexistir todas las opciones para que cada uno elija la que más le convenga porque, bajo el imperio de la ley, basta con castigar las infracciones. Claro que, con una buena educación, desaparecerían los delitos “porque las naciones se gobiernan bien no con decretos sino con costumbres, y quienes han sido mal criados se atreven a transgredir las leyes por bien redactadas que estén”. La fraternidad y la amistad aún serían más eficaces porque “cuando los hombres son amigos, ninguna necesidad hay de justicia”. Eso al menos enseñaba Aristóteles a Nicómaco, aunque yo no estaría tan seguro. Es cierto que lo natural tiene más fuerza que lo aprendido, y que “en los viajes se puede observar cuán familiar y amigo es todo hombre para todo hombre”, que “la concordia parece ser algo semejante a la amistad” y que “la amistad no es sólo necesaria sino hermosa”. Pero me refería a Atenas, Roma y Alejandría, no a Pera ni al Olimpo.
¿Opciones? Cuatro: Los dioses existen o son creaciones humanas y, si existen, pueden ser como somos o como deberíamos ser, o no se sabe. “La mayoría ha dicho que los dioses existen. Protágoras que lo dudaba; Diágoras de Melos y Teodoro de Cirene pensaron que no existen. Pero –concluye con desanimo Cicerón– los desacuerdos entre quienes dijeron que los dioses existen son grandes”. Exagera, en los detalles puede, en lo esencial no. Isócrates, por ejemplo, afirma “que ni los dioses ni sus descendientes participan de maldad alguna; antes bien, nacen con todas las virtudes y han sido, para los demás, guías y maestros de las mejores costumbres”, Platón que “este mundo es bello y su creador bueno”, aunque no debía fiarse de los atenienses porque advierte que, en su República, no va a “admitir, ni por parte de Homero ni de ningún otro poeta que se diga que Zeus es para nosotros dispensador de bienes y de males….El dios no es causa de todas las cosas, sino sólo de la buenas, de las malas debe buscarse otra causa” y Eutifrón confesó a Sócrates, cuando se disponía a acusar a su padre de homicidio, que “los mismos hombres que creen firmemente que Zeus es el mejor y el más justo de los dioses reconocen que encadenó a su propio padres, y que éste, a su vez, mutiló al suyo. En cambio, esos mismos se irritan contra mí porque acuso a mi padre, que ha cometido injusticia”. ¿Cuál es la opción verdadera? ¿Quién habla de verdad? Hablo de libertad, de elegir libremente, y de necesidad, unos necesitan la filosofía, otros la religión, la ciencia, el placer o nada. ¿Sobrar? Si sustituyéramos verdad por opinión, perspectiva y puntos de vista, ninguna sobraría. El dogmatismo y la verdad son inherentes a la especie, a la mente binaria, maniquea y religiosa de los carnívoros.
¿Cómo describiría esos gruesos y finos granos? Como los átomos de Demócrito, “indivisibles e inalterables”, las comparaciones, imágenes y metáforas amontonadas en el suelo, irisadas como pompas de jabón. ¿Contemplarlas? Claro, y oírlas también. ¿Ordenarlas? ¿Para qué? A las palabras les sucede como a las esculturas y los cuadros que, para apreciar su belleza, no necesitas conocer la época ni el autor, sólo visualizarlas, oírlas,
“A la derecha, cerca del camino, les envió una garza
Palas Atenea. No la vieron sus ojos
en medio de la lóbrega noche, pero oyeron su grañido”,
o sentir la inquietud y los latidos de su corazón dejándote llevar por sus palabras:
“Como cuando relampaguea el esposo de Hera, de hermosos cabellos,
al disponer un aguacero indescriptible o un pedrisco
o una nevada cuando la nieve salpica los labrantíos,
o en algún sitio las grandes fauces de la acre guerra,
así de espesos brotaban en el pecho de Agamenón los suspiros
de lo más hondo del corazón y sus entrañas temblaban dentro”.
¿Cómo lo hace? ¡Ojalá lo supiera! Pero no me extraña que lo calificaran de divino y educador del pueblo griego.“Nuestra ciudad ha conseguido que el nombre de griegos se aplique no a la raza, sino a la inteligencia, y que se llame griegos más a los partícipes de nuestra educación que a los de nuestra misma sangre”. Y quien dice Atenas dice Homero. Y, si quieres comprobar si alimenta o no nuestras raíces, sumérgete en sus cantos, y di si sientes, sus clarividentes y azulados versos, próximos, lejanos, extraños o parte de ti mismo. En fin si llegan a “lo más hondo del corazón y tus entrañas tiemblan dentro”.
¿Una máxima? Mejor un encomio. ¿Por qué a Protágoras? Porque no es justo que Platón se burle por afirmar que la verdad es una quimera: “por delante león, por detrás serpiente, y en medio cabra”, ni que haya que eliminar la ganga con la que lo recubrió para conocer su pensamiento. ¿Por envidia? No, por defender su sueño. Convencido de que la verdad existe, y que debía entregársela a la humanidad como refugio porque sin su luz y calor perecería, recorrió con la imaginación cielos, mares y tierras, hallándola finalmente en lo más alto del cielo, más allá de los confines de la realidad. “Ese lugar superceleste, no lo ha cantado poeta alguno de los de aquí abajo, ni lo cantará jamás como merece”.
Es comprensible que una persona tan segura de sí misma y de su destino, después de otear la “llanura de la Verdad”, no consintiera que dudaran abiertamente de su existencia, aunque él lo hiciera a menudo –“Tampoco yo hablo con la certeza de que es verdad lo que digo, sino que investigo juntamente con vosotros”-, pero no atacar a quien no puede defenderse ni sustituir los razonamientos por símiles, mitos y leyendas porque, aunque seductores, son poco sólidos. Si hubiera prestado más atención a las enseñanzas de su maestro, o recordara sus escritos, sabría que la risa no es un argumento: “¿Qué es eso, Polo? ¿Te ríes? ¿Es éste otro nuevo procedimiento de refutación?¿Reírse sin argumentar contra ello?”. ¿El de Protágoras? “Que todo lo que es objeto de representación y opinión para uno, inmediatamente es para él”, o sea lo que a cada uno le parece es real: “Al enfermo le parece amargo y, por tanto, lo es, todo lo que come, mientras que para el sano es y parece lo contrario”. En definitiva, concluye Sexto: “Que la verdad es relativa”.
Ya sé que no hace falta leer a Protágoras para saber que “no podemos decir cómo es la realidad objetivamente, sino cómo aparece según las formas de pensar, costumbres, leyes, creencias y opiniones”. Pero te equivocas si crees que es irrelevante lo conseguido, dar a la sociedad, a las leyes, no a las muchedumbres, la última palabra. “Lo que a cada Estado le parece justo y bello lo es para él, mientras tenga el poder de legislar” porque “por naturaleza no hay nada que lo sea esencialmente sino que es el parecer de la colectividad el que se hace verdadero cuando se formula y todo el tiempo que dura ese parecer”.
“¡Justo y Bello!…Pero ¿quién habla de moral o estética? ¡Hablo de episteme, de ciencia!”. ¿Crees que eso habría respondido de haber sido el artífice Platón en lugar de Protágoras? Aun así, siendo tan vanidoso y soberbio como dice Antístenes, “En una procesión solemne, viendo a un corcel que se encabritaba y relinchaba ufano, dijo dirigiéndose a Platón, que no cesaba de alabar al caballo: Me parece que de haber sido tú caballo, tendrías sus mismas ínfulas”, se sentiría orgulloso de ser el faro que ilumina todas las preguntas, y la fuente de la que mana las posibles respuestas. No porque las suyas sean mejores, –algunos le acusaban de hurtar obras y pensamientos: “Son escasos los libros de autores que hayan vivido antes de Platón; si no, se descubrirían muchos más plagios del filósofo”-, sino porque las teorías, las explicaciones y las respuestas dependen de cómo se utilicen, buenas si espolean la inteligencia, malas si la adormecen como los pitagóricos, que convirtieron “Él lo dijo” (autós épha) en el mazo que sentenciaba las discusiones. Y que, en Atenas, “sus discípulos fuesen más admirados, cuando callan, que aquellos que tienen mayor fama en el hablar” no debería sorprendernos. Pues, aunque “la democracia sea la forma de gobierno no sólo más imparcial y justa, sino también la más conveniente y agradable”, “y una excelente nodriza de genios -la libertad, dicen, posee la facultad de alimentar los pensamientos y extender, al mismo tiempo, el espíritu de la rivalidad mutua y la ambición por el primer premio”. Mientras no se cumpla el sueño de Isócrates:
“De las dos igualdades que se conoce, una la que asigna lo mismo a todos y otra la que da a cada uno lo conveniente, no ignoraron cuál es la más útil, sino que consideraron injusta la que estima igual a los buenos y los malos. Por el contrario, prefirieron la igualdad que premia y castiga a cada uno según su mérito, eligiendo para cada empresa a los mejores y a los más capaces”,
dominarán charlatanes, demagogos, ineptos, farsantes y sinvergüenzas, o sea los más fuertes.
–Con arreglo a la ley se dice que es injusto y vergonzoso tratar de poseer más que la mayoría y a esto llaman cometer injusticia. Pero la naturaleza misma demuestra que es justo que el fuerte tenga más que el débil y el poderoso más que el que no lo es.
–¿Es una misma cosa, o son cosas distintas más poderosos, mejor y más fuerte? –pregunta Sócrates tratando de envolverlo “en las redes de sus palabras”.
–¿No te avergüenzas a tu edad de andar a la caza de palabras? –responde Calicles harto de sus triquiñuelas-. Los más poderosos no son los zapateros ni los cocineros, sino los de buen juicio para el gobierno de la ciudad y además decididos, puesto que son capaces de llevar a cabo lo que piensan”.
Así que dejémonos de sarcasmos. Y centrémonos en el problema: quieres saber si, además de esa diversidad infinita de opiniones (doxa) sobre “lo justo y lo injusto, lo bello y lo feo, lo bueno y lo malo”, existe un saber universal y único (episteme) porque su existencia probaría que la verdad existe y, en cualquier momento, podríamos cazarla. Si la verdad existiese, amigo mío, hace tiempo que la humanidad la habría capturado, encadenado y exhibido como trofeo porque la posibilidad, aunque no niegue su existencia, la convierte en una simple aspiración, en una hipótesis para espolear la imaginación y que, para que no parezca un sueño vano, le damos forma humana, matemática o de silogismo: «No sabemos si existe, pero es posible, luego supongamos que lo es». Y, como si realidad y posibilidad fueran sinónimos, continuamos su búsqueda. ¡Qué sutileza! ¡Qué dominio de los matices! Sólo una experta embaucadora o un animal necesitado de engaños discurrirían tales ardides. La seguridad física y psicológica forman parte del instinto de supervivencia.
¿Desagradecidos por resaltar sus errores? Quizá. “A la razón le sucede como Prometeo, le recordamos por robar en el palacio de Zeus no por los beneficios recibidos:
–Hice que los mortales dejarán de pensar en la muerte antes de tiempo.
–¿Qué medicina hallaste para esa enfermedad?
–Puse en ellos ciegas esperanzas.
–¡Gran beneficio regalaste con ello a los mortales!
–Y además les concedí el fuego”.
Pero, si conocieras la naturaleza humana, sabrías que no discutimos si el bien es el placer, la virtud o la ausencia de dolor porque necesite que lo defiendan, sino porque sabemos por experiencia que no es el mismo para todos. El mal, sin embargo, aunque inherente a la naturaleza humana, todos, sabios e ignorantes, lo rechazan. Así que no te lamentes de su destino. Y agradece que Atenas “diera a conocer la filosofía” que nos ayudó a diferenciar “las desgracias producidas por la ignorancia y las que resultan de la necesidad, y nos enseñó a rechazar las primeras y a soportar bien las segundas”. Y, “aunque la razón haya fracasado en multitud de ocasiones y, a menudo, no haya satisfecho las expectativas, antes de condenarla y responsabilizarla de nuestros errores, deberíamos preguntarnos cómo hubiese sido nuestra vida sin su ayuda, si habría merecido la pena vivir de otra manera e incluso si habríamos sobrevivido sin ella”.
No eres el único, también Protágoras pensaba que sin libertad, caridad, amistad, amor, justicia, belleza seríamos peores que las bestias –“Incluso el que te parezca el hombre más injusto entre los educados en las leyes, ése mismo sería justo en comparación a personas que no conocieran tribunales ni leyes”–, y yo, prueba de ello son mis cartas. Los instintos pueden mover mis manos, pero la última palabra la tienen la reflexión y la crítica. ¿Entonces? Sólo intento evitar nuevos dioses. Una razón cautiva, voluntariamente o a la fuerza, es un cuerpo sin vida, un simulacro de ella misma. ¿O crees que una persona cegada por su ideología es libre? Libertad, razón y crítica son diferentes maneras de decir lo mismo. Tampoco tenías que advertirme. “Querido Agatón, si respondes a Sócrates, ya no le importará nada de qué manera se realice cualquiera de nuestros proyectos”. No estoy tan obsesionado por la humanidad ni por las palabras. “El caso es que los árboles y los campos no quieren enseñarme nada, sí, en cambio, los hombres de la ciudad”. Yo, afortunadamente, aprendo de los libros, los árboles, las estrellas, de mí, de los demás y de todo lo que me rodea, y él también si se pudiera cambiar el modo de ser o hubiera sido distinto.
–Sobre lo que dices, Polo, que muchos hombres injustos son felices, casi todos los atenienses y extranjeros apoyarían tus palabras. Pero yo, aunque no soy más que uno, no acepto tu opinión, en efecto, no me obligas con razones. En mi opinión el que es bueno y honrado, sea hombre o mujer, es feliz y el malvado e injusto es desgraciado.
–¡Siempre diciendo lo mismo, Sócrates!
–No sólo lo mismo, Calicles, sino también las mismas cosas.
Centrémonos, pues, en el problema y hablemos del dios supremo, del penúltimo asidero de la humanidad, del Zeus del conocimiento, como diría Gorgias, hablemos de ciencia. Pero tendrás que contentarte con una analogía, porque carezco de la imaginación del divino Platón, y de la capacidad del divino Pitágoras para inventar mitos y ecuaciones matemáticas. Tampoco lo intentaría. No hace falta ser sabio para conocer nuestras limitaciones. Y, aunque conocerse a si mismo sea el saber más importante de todos y el más difícil, como reconoce Sócrates: “Hasta ahora, y siguiendo la inscripción de Delfos, no he podido conocerme a mí mismo”, todas las capacidades humanas son útiles y los saberes, en cuanto tales, iguales, aunque les demos nombres distintos.
Si al leer la carta, las ideas, los pensamientos, incluso las palabras, te resultan familiares, como si las conocieras de antes, no es por la anamnesis, como sugiere Platón, ni por un fuerte sentimiento de piedad como Sócrates, que consciente de no tener aptitudes para la poesía, antes de morir, versificó una fábula de Esopo por no desobedecer al dios que en sueños le aconsejaba: “¡Sócrates, haz música y aplícate a ello!” y, menos aún, por emular a “los grandes escritores que ha habido antes de nosotros” como señala Longinos, sino porque “del mismo modo que la Pitia es poseída al acercarse al trípode, donde hay una grieta en la tierra, que despide un vapor divino….De esta forma se escapan de los ingenios de los antiguos hacia las almas de aquellos que los imitan como unos efluvios….Inspirados por éstos….se entusiasman con la grandeza de los otros”.
Una vez advertido, sigamos. Imagina que las almas, después de conducir bellos troncos de caballos negros y blancos, se hubiesen detenido a contemplar el espectáculo desde los confines del firmamento. Supón que, además de bellas corrientes, hermosos prados y un sinfín de flores, árboles y pájaros, observaran cómo el dios “de penetrante mirada” corría tras la noctívaga Luna hasta darle alcance. Si, en el juicio final, los jueces infernales, pidieran que contasen lo que habían visto, ¿describirían todas las almas lo mismo? Como los establos estaban en puntos distintos del recorrido, las primeras verían a Helios y Selene muy distantes, las siguientes que estaban cada vez más cerca, y algunas que Helios la ocultaba, las últimas que se alejaba hasta desaparecer por el horizonte. Me temo que Minos, Eaco y Radamantis, después de oír respuestas tan dispares, no sabrían a qué atenerse. Protágoras, sin embargo, hubiese respondido “que todas las representaciones y opiniones son verdaderas”, o sea ninguna porque todas son opiniones, puntos de vista. Cicerón “que puede ocurrir que ninguna sea verdadera, pero a buen seguro no es posible que lo sea más de una”. ¡Sólo una! ¿Y las demás?
Si alguien objetara que el ser humano, cuando afirma algo, siempre dice la verdad, porque es el mismo individuo el que está viendo el proceso en diferentes momentos. Se le podría replicar que una persona no percibe las cosas de la misma manera a lo largo de la vida y que, aunque así fuera, dos observadores seguirían viendo cosas distintas, o sea que no hay criterio de verdad como insiste el pirrónico Sexto Empírico. Quizás la semántica o el “omnisciente Pródico” que se ocupaba del “uso correcto de los nombres” ayuden a cortar el nudo gordiano. Si se entiende por Verdad conocimiento único y excluyente, el vencedor sería Cicerón, pero si significa que momentáneamente coincide con lo observado sería Protágoras. ¿Quién se ceñiría finalmente la corona? Aunque iluminados de todas las épocas alardeen de poseer el don o la fórmula para calcular el rumbo que seguirá la historia, y las muchedumbres berreen que todo es posible, ni Cronos, el más viejo de los dioses, lo sabe. Podemos suponer, imaginar, inventar, fabular, pero no conocer ni saber cómo será el futuro. Además, ¿de qué serviría si sabemos por experiencia que lo planeado nunca coincide con lo acontecido? Seríamos más sensatos y más felices siguiendo el consejo de Isócrates: “Cuanto más desprecies la ignorancia ajena tanto más ejercitarás tu propia inteligencia”. Y, más aún, el mandato de Apolo porque, si conociéramos nuestras limitaciones, sabríamos que la Verdad es menos estimulante que las opiniones, y la incertidumbre más que las certezas.
Traslademos ahora el símil a la ciencia. Supón que un venerado sabio – en el caso de que existiera porque, según Sócrates, “llamar sabio a un hombre parece demasiado, filósofo o algo parecido sería más adecuado”– observando, como el divino Platón, que el “Estado es doble no único: el Estado de los pobres y el Estado de los ricos, que conviven en el mismo lugar y conspiran siempre uno contra otro”, predicara que el desigual reparto de la riqueza es la causa de la violencia, los enfrentamientos, el odio, en definitiva, de la lucha de clases, y que la paz y la fraternidad retornarían cuando ninguno posea más que los otros, los observadores de su época seguramente asentirían. Pero, ¿y los situados a lo largo del tiempo? Como la realidad está en continuo devenir, observadores cuyo campo de visión abarcara, no una sino varias generaciones, afirmarían que la teoría no es válida porque ni la explicación ni la conclusión coinciden con lo observado. Aunque, redefiniendo los términos, podría seguir utilizándose, por ejemplo, entendiendo por justicia sustituir, eliminar en vez de armonía y respeto por los contrarios. En otras palabras, que la lucha no es por la igualdad sino por apoderarse de las riquezas y privilegios de los otros. ¡Ojalá bastara con leer a Hesíodo para comprender que la envidia, los celos, la codicia, la avaricia, los deseos, la gula, la lujuria, en fin los males que Pandora dejó escapar, son el motor que ha movido a los seres humanos desde que aparecieron en la Tierra, a Heráclito para no confundir erudición con sabiduría, y a Platón para reconocer que “de todas las cosas, ninguna es un bien ni un mal, a excepción de estas dos: que el saber es un bien y que la ignorancia es un mal”! Pero sería inútil porque no se trata de un problema técnico sino inherente a la naturaleza humana.
En definitiva, que a los observadores les sucede como a las almas que contemplaban al sol y la luna desde los confines del universo: unos verán que las diferencias sociales van creciendo hasta llegar al enfrentamiento, otros que se suavizan hasta producirse temporalmente cierta armonía social. Entonces, ¿es o no verdadera? Los que ven cómo las diferencias sociales van creciendo hasta llegar al enfrentamiento dirán que sí, los que observan que se suavizan hasta producirse temporalmente cierta armonía social dirán que no. Pero, ¿es o no verdadera? Cuando se formuló coincidía con lo observado por eso la consideraban verdadera. Pero, con el paso del tiempo, los hechos han dejado de coincidir con la teoría. ¿Es o no verdadera? Quizás sustituyendo Verdad por Utilidad cortemos el nudo gordiano. Fue útil mientras coincidió con lo observado, después dejó de serlo. Por tanto, ni verdadera ni falsa, útil o no útil, o como afirma Protágoras: “Considero unas más convenientes que otras, pero en modo alguno más verdaderas”. No creo que por tratar de ser libre mereciera tales ataques.
–¿Sabes, pues, lo que vas a hacer, o no te das cuenta?
–¿De qué?
–Que vas a ofrecer tu alma, para que la cuide, a un hombre que es, según afirmas, un traficante o un tendero de las mercancías de que se nutre el alma. A mí, al menos, me parece que es algo así un sofista.
A los dogmáticos les ocurre como a todos los carnívoros que, al tener la mirada fija en la presa, no perciben el paisaje. “Debemos luchar por la absoluta verdad”. Hermoso deseo si no confundieran la Verdad con la suya.
“A los que no les agrade lo que se dice porque el discursos les parece más extenso de lo preciso” espero que las citas, al menos, hayan resultado placenteras. Pero ni las perturbaciones filosóficas ni las atmosféricas me impedirán darte el parte. Y, menos aún, teniendo una buena nueva que comunicarte: después de tres meses secos y calurosos, la hibernación ha terminado aunque, de momento, el único indicio sea el punzante olor a marea baja que despide la orilla, lo demás, el ensordecedor rugido que envuelve las olas, las algas, la espuma verdinegra y las medusas varadas en la orilla podrían verse y oírse en invierno, primavera y verano. Quizás el cielo nocturno despeje las dudas. ¿Una pista? Las Dracónidas cruzaron el cielo sin conseguir iluminarlo, tampoco Marte ni la luna llena.
Cuídate