Pregunta Sócrates al rapsoda Ion si “es capaz de hablar bien únicamente de Homero o también sobre Hesíodo y Arquíloco”. “Únicamente sobre Homero”, responde Ion. Entonces “es gracias a un poder divino, pues si supiese, en virtud de una técnica, sabría hablar bien de todas las cosas”. Tampoco es por su elocuencia, pues habría seducido a todos los jóvenes no sólo al enamoradizo Alcibíades: “Cuando escucho tus palabras mi corazón palpita, las lágrimas se me caen, en cambio, al oír a Pericles y a otros buenos oradores, si bien hablaban elocuentemente, no se me alborotaba el alma”. Pero si no es la forma ni el contenido, ¿qué es lo que nos deja “pasmados y posesos” si, como advierte Montaigne, “vemos la conducta no el interior” de los seres humanos?
¡Pues imaginemos! ¿O no es lo que hacen teólogos, artistas, científicos y filósofos? No para comprobar si cabalgamos a “lomo de un tigre”, como sospecha Nietzsche, o el grado de maldad y bondad depende de la manera de ser de cada uno, como pienso yo, sino por placer. ¿O creías que la razón no es graduable como la opinión, la belleza y el dolor? Montaigne, por ejemplo, cree que “es alargable, plegable y acomodable a todos los giros y medidas”, Nietzsche, una “vieja hembra engañadora”, Anaxágoras “una divinidad”. ¿Acaso importa? Habite en nuestro interior una fiera indomable, un dios interior, estemos compuestos de múltiples instancias –o a “retazos” como imagina Montaigne-, confundamos hábitos y costumbres con razones y argumentos, si estamos solos, si no hay providencia, ser supremo e inteligencia a quien culpar, entonces somos, individual y colectivamente, responsables de nuestros actos, incluso culpables a pesar del azar, el destino, la inocencia del devenir, la propiedad privada y todos los filósofos griegos, romanos y cristianos.
Pero si, para no sentirnos solos en un universo “sin borde ni fronteras”, sin nada ni nadie que nos guíe y proteja, a merced de los vientos y las mareas, “inferimos –deducimos, creemos, suponemos, elige el verbo que más te guste– la existencia” de algo o alguien, ¿por qué tratándose de Dios, la Nación y el Estado nos proyectamos como somos: vengativos, perversos y crueles, y de la Razón, las Matemáticas y el Logos como nos gustaría: bellos, simples y ordenados?
Curiosos seres, ¿no te parece? Quizá la ingenuidad, la sinceridad, la falta de malicia formen parte de la manera de ser de creadores, inventores y educadores de la humanidad. Montaigne, por ejemplo, después de asegurar que “el hombre no puede ser más de lo que es ni concebir sino dentro de su alcance” se declara ferviente cristiano. Feuerbach, después de negar a Dios, porque “todas las determinaciones del ser divino son determinaciones de la esencia humana”, diviniza a la especie. Y no es porque hayan bebido de la misma fuente, sino porque imaginar el mundo a nuestra imagen y semejanza es consustancial a la naturaleza humana, aunque el nivel de verdad de nuestras imaginaciones dependa del carácter. Marx, por ejemplo, emulando a Edipo o científicamente, según dice, proclama que el “comunismo es el enigma resuelto de la historia”, eligiendo como salvador y redentor de la humanidad al proletariado, que es un concepto tan universal y abstracto como Dios, pueblo y “especie humana”.
Quizá los vapores de la razón, ¡y de los instintos!, creen monstruos porque Nietzsche, a pesar de afirmar “que los sistemas filosóficos sólo son enteramente verdaderos para sus fundadores y para los filósofos posteriores un gran error”, anuncia a voz en grito que “el mundo es voluntad, y nada más que voluntad”. ¡Cómo si la eternidad e inmortalidad de nuestras imaginaciones dependiera del vocablo elegido: aforismo en vez de sistema, voluntad de poder en vez de lucha de clases, superhombre en vez de dictadura del proletariado! La verdad es tan caduca y perecedera como las hojas, las generaciones y las estrellas.
Pero si no podemos ver más allá de nuestras convicciones y creencias, ¿por qué elegir entre Dios, la Revolución y los Instintos en vez de optar por uno u otro, según la manera de ser y las circunstancias? Las necesidades no son las mismas cuando se es joven o viejo, mujer u hombre, te sientes a gusto o inquieto, estás desorientado o te guías por ti mismo, ni cuando es de día o de noche, está el mar en calma o hay mar de fondo, es invierno o verano, hace calor o hace frío, poniente o levante. Quizá deberíamos volver a nuestras raíces, aireando libremente todas las opiniones para que cada uno elija la que más le guste, o vivir como Pirrón, en la práctica, según la tradición y las costumbres, teóricamente, o sea religiosa, filosófica y científicamente, reflexionando sin cadenas ideológicas o, como yo, jugando libre y críticamente con griegos, romanos, ateos y cristianos en un faro, a ochocientos metros de la costa.
¡Cuidado! No nos suceda como a Ícaro que voló demasiado alto. ¿Acaso importa? Y, aunque importara, ¿cómo podríamos evitarlo? Si imaginar no fuera consustancial a la naturaleza humana, ¿hubiese recorrido Epicuro “el Todo infinito con la mente y el ánimo” y Aristóteles vivido una vida divina “de acuerdo con lo más excelente que hay en nosotros” ? Y, si las cosas no fueran “más esto que aquello”, ¿podría yo citar, mezclar, relacionar griegos, romanos, ateos y cristianos sin preocuparme del sentido, la utilidad y la coherencia de sus afirmaciones? Dejemos que los pensamientos vuelen tan alto como quieran –la conciencia es sólo una “gota en un vasto océano” insondable y desconocido– y, cuando los alados caballos de Platón y las redondas yeguas de Parménides arriben a la estéril llanura de la Verdad, seguiremos por los amplios senderos de las opiniones, perspectivas y puntos de vistas y, cuando no podamos continuar, colocaremos una palabra, una idea, un destello, incluso un sueño, y guiados por la libertad y la imaginación avanzaremos, la razón es lenta, los sentidos ciegos. De acuerdo, escuchemos a esos hombres “tallados en un solo bloque de piedra” que habitan “la república de hombres geniales”.
Imagina Tales que todo es uno, Anaximandro que la Tierra está suspendida en el vacío, Heráclito que el alma es inabarcable, Pitágoras que la música purifica el alma, Empédocles que nada nace y muere sólo se transforma, Demócrito que los nombres son convencionales, Anaxágoras que “las cosas que aparecen son un vislumbramiento de cosas no-patentes”. ¿Ver lo que no vemos? Estimulante y seductora ocurrencia, tan atrevida como imaginar la Tierra sostenida en el vacío o sumergirse en las procelosas aguas de la mente humana, pero inútil, pues si “nuestra imaginación no puede adivinar nada ni presumir lo que sucede allende sus capacidades”, esas realidades, fuerzas o entidades “no-patentes”, que explican y dan sentido al mundo que percibimos, no serán vislumbradas ni deducidas sino imaginadas e inventadas, o sea productos de nuestra fantasía, y todos los saberes: pintura, música, poesía, teología, ciencia y filosofía, ramas del mismo tronco, aunque el grado de ficción sea distinto. Músicos, poetas y pintores inventan el objeto; teólogos, filósofos y científicos amplían, completan, dan forma a lo observado.
Ingeniosa sutileza, pero si “no hay hechos sino interpretaciones”, como advierte Nietzsche, lo dado, lo percibido será, parcial o totalmente, imaginado, siendo, por tanto, la diferencia entre la razón y los sentidos, lo imaginado y lo observado, el sujeto y el objeto sólo de grado.“El hombre –asegura– no encuentra en las cosas sino lo que él mismo pone en ellas”: caos, guerra, contradicción, lucha, injusticia, sinsentido, explotación, armonía, belleza, esperanza, igualdad, unión, incluso anhelos, inseguridades, miedos, mentiras, engaños….En fin, lo que somos y nos gustaría ser, ¿qué si no? Pero haya o no hechos, seamos creadores o simples artesanos, estemos o no agazapados detrás de nuestras observaciones, no es lo mismo deducir la Hipsipila de Eurípides y el Proptreptico de Aristóteles de los comentarios de Cicerón, Jámblico y los papiros del basurero de Oxirrinco que del listado de títulos transmitidos por Diógenes Laertio.
“¿A quién se dirigía el libro del filósofo Estratón sobre La Unión Carnal? ¿Y de qué trataba Teofrasto en El Enamorado y en El Amor? ¿De qué Aristipo en Las Delicias Antiguas? ¿Y el Libro de los Enamorados de Demetrio? ¿Y el Amante a la Fuerza de Heráclido Póntico? ¿Y el Arte de tener hijos de Antístenes? ¿Y los Ejercicios Amorosos de Aristón? ¿Y el Arte de Amar de Cleanto? ¿Y la fábula de Júpiter y Juno, en que Crisipo lleva la desvergüenza hasta lo insoportable, y sus cincuenta epístolas, tan lascivas?”, reflexiona impotente Montaigne. ¿Se preguntaría lo mismo si dispusiera de las vidas amorosas de los filósofos griegos, el kama sutra ilustrado por Parrasio, los comentarios de Pausanias, la enciclopedia de Plinio y los versos de Homero y Hesíodo que inspiraron sexualmente a griegos y romanos? Juzga tú mismo.
“Los entendidos –comenta Plinio- prefieren entre todas las obras de Apeles una de Antígono a caballo y una Diana entre un grupo de jóvenes doncellas que le ofrecen un sacrificio….también cosas que no se pueden pintar: el trueno, el relámpago y el rayo”. No hay que haber nacido en Grecia y Roma para imaginar a Antígono como Marco Aurelio, ni ser Velazquez o Tiziano para representar al diádoco como el conde duque de Olivares a los pies del Guadarrama o el emperador Carlos V en la batalla de Mühlberg, ni haber nacido en el Renacimiento o ser Boticelli, Masaccio y Rafael para imaginar a Diana como una de las tres Gracias, como Atenea expulsando a los Vicios o como una Madonna rodeada de ángeles, pero ¿y el rayo, el trueno y el relámpago? Imitar el estilo es fácil, conocerse difícil, plasmar intenciones, miedos y obsesiones imposible. Prueba tú mismo empezando por lo que ves, después por lo imaginado. Porque sean hechos o interpretaciones, el grado de intervención no es el mismo en un boceto que un lienzo blanco. ¿O es lo mismo imaginar las victorias de Poitier y Lepanto que vencer, con la espada, a los árabes y, con los remos, a los turcos?
“Inmigrantes musulmanes tiran por la borda a doce cristianos”. ¿Qué veo? Animales territoriales luchando, como los náufragos de la Medusa, por poseer lo mismo que nosotros (primera interpretación). ¿Qué más? Desconfianza, agresividad, miedo, crueldad, dominio, superioridad, “derecho del más fuerte” lo llaman los embajadores atenienses (“Siempre ha prevalecido –aducen para justificar el dominio de Atenas- la ley de que el más débil sea oprimido por el más fuerte”); “voluntad de poder”, “selección natural”, “lucha de clases” lo llaman la filosofía, la sociología y la ciencia (segunda interpretación). ¿Lo añadido? “Dios creó al hombre a su imagen y semejanza” fabula la Biblia. “El hombre desciende de una forma menos organizada” imagina Darwin. “La religión es una forma de gratitud. Uno está agradecido de ser como es: por ello necesita un Dios. Ese Dios ha de poder ser al mismo tiempo útil y perjudicial, amigo y enemigo. Su castración antinatural en un Dios meramente del Bien no sería en absoluto deseable. Se necesita tanto al Dios malo como al bueno, nuestra existencia no se la debemos, ciertamente, a la tolerancia y la filantropía”, especula Nietzsche.
Religión, filosofía y ciencia, bellas respuestas, ¿no te perece? Pero no tienes que elegir si no te convence ninguna. Imaginar las olas, la inmensidad del mar, la falta de espacio, la escasez de comida, la lucha por la supervivencia es natural, innato (fisis lo llaman los griegos), arrojar por la borda –en nombre de Alá, del Paraíso, la Revolución y la Patria– a los que discrepan, convencional, aprendido, pistis lo llama Platón, nomos Protágoras, Gorgias y demás sofistas griegos, ¿yo?, si fuera Hobbes estado de naturaleza, si fuera la Pitia hombres del futuro. ¿O crees que el pan y la educación modificarán la carga genética? Ponerse física y psicológicamente en lugar de otros es posible, penetrar en la oscura cueva de las intenciones, creencias y pensamientos imposible.
Y no es un problema técnico sino natural: las cosas están ahí, junto a nosotros, el sentido, lo inventamos. El mundo no es un cosmos sino un rompecabezas al que añadimos las piezas que faltan, porque si percibiéramos la realidad tal cual es, objetivamente, en sí, el tiempo no existiría, se habría detenido al abrir los ojos el primer homínido. Pero si el mundo no es inmutable y estático, como deduce Parménides, sino una corriente en perpetuo movimiento, como poetiza Heráclito, ¿por qué utilizamos la verdad para jerarquizar y valorar los saberes y las cosas, incluso para juzgar a las personas, y no la belleza, la originalidad, la utilidad o cualquier otro criterio? En el devenir importa más el humor, la jovialidad, el estado de ánimo, o sea el carácter, que la verdad, tan caduca y efímera como sus creadores, cerrándose así el círculo: Sócrates bajó la filosofía del cielo a la tierra, ahora la ponemos a ras del suelo para que no olvidemos que, a pesar de la conciencia, no valemos más que el resto de los seres.
¡Curiosa manera de sentirnos distintos, mejores y superiores! No me extraña que Pascal, Descartes, Platón, Cicerón, Escipión y demás intelectuales griegos, romanos, ateos y cristianos afirmen orgullosos que “El hombre es alma”, espíritu, mente o como quieran llamarlo, porque no es la gramática lo que nos hace creer en su existencia sino, porque creemos en el alma, inventamos la palabra. “Llega ya al época en que tendremos que pagar el haber sido cristiano durante dos milenios”, vaticina Nietzsche. Él quizá, yo no, los demás lo ignoro. Y no es por mi manera de ser o piense, como Montaigne, que en esas circunstancias era lo mejor –que también-, sino porque no creo en sucesiones y progresos: primero los paganos después los cristianos, primero los oprimidos después los opresores, primero el mito después el logos, primero la religión después la ciencia, sino que, a lo largo del tiempo, han coexistido, como atestigua Pascal, paganos y cristianos, opresores y oprimidos, mito y logos, religión y ciencia.
“De ser el alma mortal o inmortal depende una moral enteramente distinta. Y, sin embargo, los filósofos deliberan para pasar el rato, Platón para preparar el cristianismo”. Curiosa manera de afirmar que existían cristianos antes de Jesucristo. Budismo, paganismo, cristianismo, islamismo y marxismo no nacieron con Mahoma, Marx, Jesús, Buda y Homero sino con los primeros homínidos. Claro que si todas las posibilidades aparecen al mismo tiempo, que predomine la religión, la ciencia, el mito, el logos, paganos, cristianos, marxistas e islamistas no depende de la razón, la fisis ni la idiosincracia sino del momento. No caminamos en hilera sino como las ramas de los árboles: la mayoría de frente, los individuos de lado. “El hombre, proclama Nietzsche, es algo que debe ser superado”. Físicamente quizá, ¡extraño sería que evolucionaran animales, plantas y estrellas, y no nosotros!, moralmente lo dudo. Pues llegue o no el Mesías, el Superhombre, el Hombre Nuevo, o como queramos llamarlo, siempre estamos y estaremos en el mismo punto, principio de Aquiles, ¿recuerdas? En seres soñadores, deseo y realidad suelen confundirse.
Me pregunto si esa obsesión por racionalizar la realidad será ingenuidad, como sospecha Nietzsche: “Sólo las personas demasiado ingenuas pueden creer que la naturaleza del ser humano podría ser transformada en una naturaleza puramente lógica” o, como todos los excesos, patológica. Porque sabemos por experiencia que lo irregular, diverso y asimétrico nos inquieta, homogeneizar, rellenar, lijar bordes y asperezas, nos agrada. Quizá sea por incapacidad porque si la imaginación estuviera al alcance de todos, nos guiaríamos por nosotros mismos, o por comodidad, tener un papel asignado, normas que cumplir, una autoridad a la que obedecer produce, en la mayoría de los hombres, más serotonina que decidir por sí mismo (¿Será la necesidad de sentirse seguro, de saber cómo hay que actuar en cada momento, sin dudas ni incertidumbres, la causa del éxito del cristianismo, el islamismo, el nacionalismo, el socialismo y el comunismo; la inseguridad, la indeterminación, la ausencia de caminos, la debilidad de la democracia? La libertad no forma parte de la naturaleza ni de la idiosincracia de los pueblos sino del carácter, y del momento, aunque unas culturas favorezcan la creatividad, la libertad y la crítica más que otras). O quizá sea cuestión de estética, si a lo bello, como aseguran griegos y romanos, no le sobra ni se le puede añadir nada, aunque, en mi opinión, la belleza no necesita justificaciones, es valiosa por sí misma.
Sea por convención, naturaleza o raíces culturales, si lo “no-patente” es creación nuestra, cuanto más libres sean los individuos y los pueblos más útil y fértil será una cultura y más posibilidades tendrá de sobrevivir. Etnocentrismo lo llaman unos, milagro griego otros, yo, como Epicuro, creo que depende del clinamen, porque, aunque la proporción de esclavitud y libertad sea distinta en pueblos e individuos, la inclinación –o sea la preponderancia de esclavitud y libertad– no depende de la naturaleza sino de la debilidad y fortaleza de individuos y pueblos, o sea del momento. Claro que si la libertad y la esclavitud son sentidas como propias por unos pueblos y no por otros, la libertad y esclavitud deben formar parte de su idiosincracia porque “jamás cosa alguna – asevera Lucrecio– se engendró de la nada”, ¿o no?
Pero si no inventamos, describimos ¿por qué asignamos a Dios lo peor y no lo mejor de nosotros mismos? Y no me atribuyo la paternidad de la idea (la originalidad forma parte del arte no de la vida, aunque novedad e ignorancia se confundan), ni de la respuesta. ¡Extraño sería que después de tantas generaciones ninguna hubiese respondido lo mismo, por simple estadística, no por azar y el eterno retorno! Además, transmigremos, retornemos o resucitemos de entre los muertos, rota la continuidad de la conciencia no seríamos los mismos. Tampoco hay que ser Feuerbach para intuir que “en la religión (ideales, valores, opiniones, razones y creencias) el hombre objetiva su propia esencia” ni Freud, para sospechar que proyectamos en los demás nuestros propios vicios, ni tan observador, como Montaigne, para saber que “el hombre posee sus bienes por fantasía y sus males por esencia”.
Aunque, en honor de la verdad, de la mía no de la de Platón, Marx, Séneca y Nietzsche, yo sustituiría “hombre” por Carlos, María, Emilio, Luis, Pedro o cualquier otro nombre, porque el fondo animal es común a la especie, pero la proporción de bondad y maldad depende de la manera de ser y las circunstancias, y las combinaciones y matices son casi infinitos. ¿Comprendes ahora por qué la bondad es una gota en un océano de sinrazón, maldad e injusticia? ¿Por qué Cristo, Alá, Jehová y la Razón son crueles, sanguinarios y violentos?
Y no hablo de metafísica –aunque oír hablar de faltas y pecados, de justicia universal y penas cósmicas, me resulte sumamente placentero-, sino de leyes, de atemorizar, amenazar, advertir como los vivos colores de insectos y anfibios avisan del peligro a los potenciales depredadores. No hay que ser Heráclito para comprender que “se debe combatir en defensa de la ley como en defensa de la muralla”, ni Aristóteles para saber que “es mejor ser gobernados por leyes que por excelentes gobernantes, porque las leyes no están sujetas a pasiones, los hombres, por muy excelentes que sea, pueden incurrir en ellas” ni Protágoras para añorar “la maldad del hombre civilizado”, aunque en nombre de Dios, y demás sucedáneos: Revolución, Patria, Nación y Bandera, la violencia y perversidad del hombre civilizado supere con creces la violencia y perversidad de caníbales y salvajes.
En el 500 a.C. el cónsul Tito Manlio “mandó cortar la cabeza de su hijo porque habiendo recibido la orden de no pelear, respondió a los enemigos que atacaban, alcanzando la victoria”. En el 340 a.C. “Lucio Bruto hizo arrestar, fustigar ante su tienda, atar al madero y decapitar con el hacha a sus hijos, culpables de pretender restaurar la monarquía”. “Se pregunta Plutarco si no serían arrastrados por alguna otra pasión”. “Ninguna virtud eminente y grande deja de deberse a una agitación desarreglada”, asiente Montaigne y ratifica Nietzsche: “Ver sufrir produce bienestar, hacer sufrir más bienestar aún”. A él quizá, a mí me produce malestar, por mi manera de ser no por empatía, creencia y reflexión, a los demás no sé, pero si “la maldad desinteresada (hacer el mal por el placer de hacerlo) es una propiedad normal del hombre” más cerca estarán del carácter de Nietzsche que del mío. En el 2015 d. C. “el Estado Islámico quemó vivas a 43 personas en el oeste de Irak”…..Alá, la Patria, el Poder, la Autoridad, ¡cualquier pretexto sirve para dar rienda suelta a “nuestra inclinación al odio, la crueldad, la ambición, la avaricia, la rebelión y el robo”! “Los excesos de virtud son síntomas de enfermedad o de vicios extremos, la certeza –dictamina Montaigne- de necedad extrema”.
No creas, sin embargo, que soy un misántropo, no juzgo, observo. Pero si todo deviene también los sentimientos, convicciones y creencias irán cambiando según sea verano o invierno, de día o de noche. Al atardecer, por ejemplo, cuando la luz declina, y, al mediodía, cuando dormito junto al faro, escucho con placer a Marx, Moisés y Zenón hablar del destino, del pueblo elegido, de clases explotadas y paraísos. Al amanecer, cuando cruzo los ochocientos metros que me separa de la costa, cedo la palabra al divino Protágoras: “Cualquier hombre que, criado en una sociedad sometida a leyes, te parece injusto, es justo comparado con hombres que no tengan educación, ni tribunales, ni leyes”. Que parezca bueno y justo, lo creo, que lo sea, lo dudo. La educación, los tribunales y las leyes pueden frenar, aminorar pero no eliminar el fondo animal de la naturaleza humana.
Tampoco creas que soy un misólogo. Muy necio tendría que ser para
“….rechazar los eximios dones de la naturaleza
que ella misma otorga y nadie puede elegir a voluntad”.
Que la razón sea una enjuta pátina –“una tintura infundida a todas nuestras opiniones y costumbres” matiza Montaigne-, no significa que podamos prescindir de ella. Tan fértiles y necesarios son los frutos de la razón como de las manos. ¿O es que la virtud de Zenón es menos elevada que los pináculos de la catedral de Burgos, el placer de Epicuro menos luminoso que las vidrieras de la catedral de León, y las odas de Horacio menos armoniosas que la Atenea de Fidias, el Dorífero de Policleto y el Discóbolo de Mirón?
Tampoco me siento decepcionado, como cree Platón. La esperanza y la ingenuidad no forman parte de mi carácter. “La misantropía –asegura– se infunde al considerar que una persona es de fiar, y descubrir más tarde que es malvada y engañosa, y cuando le ha pasado muchas veces, especialmente con los que podría creer más íntimos y familiares, al final acaba por odiar a todos. La misología –concluye– se origina del mismo modo”. Brillante analogía, ¿no te parece? No debería, sin embargo, confundir la naturaleza humana con la suya. Asumir el fondo irracional de la vida, no me supone ningún esfuerzo, no porque reniegue del cristianismo, como alardea Nietzsche, sino porque las generaciones caminan en fila, los individuos, como las rama de los árboles, unos por un lado otros por otro. Montaigne, por ejemplo, ferviente cristiano confiesa “que había conseguido valorar la vida por sí misma”, el doliente Pascal “que no hay más bien en esta vida que la esperanza en otra vida”, yo que hay que vivir como espectador, observando y dejando que la corriente nos lleve cómo, donde y por donde quiera. Pero “si no hay nada que sustraer de la existencia, nada es superfluo”, ¿por qué reniega de Jesús, Pablo, Marcos, Mateos, Juan y Lucas? “Si no sólo hay que soportar lo necesario sino amarlo” ¿por qué no declara orgulloso que Dioniso y Jesús forman parte de nuestras raíces?
Es curioso que la vida, cuando cambiamos de perspectiva, nos parezca distinta, y, más aún, que hayamos podido vivirla de otra manera. Quizá no sea el asombro sino la manera de ser el origen de la poesía, la religión, la filosofía y la ciencia, pues, de lo contrario, no confesaría Montaigne que la libertad y naturalidad de sus ensayos nacieron con él, Nietzsche que “su inclinación a cavilar sobre los problemas morales” es innata y Epicuro que los recuerdos placenteros alivian su dolor: “Me acompañan tales dolores como no puede haberlos más agudos, pero a todo ello se opone el gozo de mi alma al recordar nuestras conversaciones pasadas”. ¡Ojalá los adjetivos, verbos y sustantivos fueran tan poderosos! Porque no creo que los ocasos de mis cartas sean tan luminosos, variados y estimulantes como los atardeceres amarillentos, dorados, anaranjados, grises y plateados que contemplo desde el embarcadero o desde la barandilla del faro.
Pero si las palabras no pueden ir más allá, ¿cómo puedo sentir
“ese mar que se eleva tan oscuro y brioso
como el dolor que sientes y no te deja”
y, tú, el runruneo de las olas, el fulgor de Venus y Júpiter alineados en el cielo y la cegadora luz de la bahía en la quietud de mis cartas?
Quizá el estímulo, la fuerza, el poder de comunicación no dependan de las palabras sino de la predisposición del sujeto: cuanto más cerca estén de la manera de ser más evocadores serán tus sonetos y mis cartas, y, cuanto más hondo penetren en la naturaleza humana, a más atraerán, ¿o no tienen el placer más seguidores que la virtud?, ¿la igualdad más que la libertad?, ¿la fe más que la razón?, ¿Epicuro, Marx y Jesús más que Newton, Montaigne y Zenón? “Cuando decimos que el placer es la única finalidad, no nos referimos al placer de los disolutos sino al hecho de no sentir dolor en el cuerpo y turbación en el alma”, aclara Epicuro. Muy apegado de sí mismo debía de estar, para ignorar que comer y beber están más cerca de la naturaleza humana que la ausencia de turbación y dolor. Y, más aún, para afirmar que el placer no puede aumentar ni disminuir. ¡Cómo si fuera lo mismo percibir por un solo sentido que por dos o tres a la vez! Juzga tú mismo. ¿Cómo? Pesando placeres y dolores.
Si alguno replicara: “Pero aventaja mucho, Sócrates, el placer del momento al placer y dolor del futuro”, le contestaría: “Si pesas lo agradable frente a lo agradable, hay que preferir siempre lo que sea más en cantidad. Si los dolores frente a los dolores, lo menos y en menor cantidad. Hay que elegir la acción en que eso se cumpla. Si los placeres son superados por los dolores, hay que abstenerse de ella”. Arte de medir y calcular, lo llama Platón. O más escuetamente Epicuro: “Hay que juzgar sobre el placer y dolor según las ganancias y los perjuicios”.
Así que lee las palabras del falso testigo: “Este hombre ha dicho: Yo puedo destruir el templo de Dios y en tres días reedificarlo” y las de Jesús: “Antes de que cante el gallo me negarás tres veces”, escucha después la rabia del violoncelo: “Geduld! Geduld! Wen mich falsche Zeugen stechen” y el arrepentimiento del violín: “Erbarme dich, mein gott, um meiner zären wiillen” y contempla, por último, el dolor de la Virgen, las mujeres pías y San Juan, podrás comprobar por ti mismo si es igual de placentero leer el Evangelio de San Mateo, escuchar la Pasión de Juan Sebastián Bach y contemplar el Descendimiento de Roger Van der Weyden por separado o al mismo tiempo. Y, si dudas, inténtalo de nuevo. El camino recto es el más corto, no el más placentero.
¿Por cuál iremos? Por la Vía Láctea, el camino más bello del cielo, desde Deneb, Altair y Vega hasta el ocaso, desde el castillo de San Sebastián hasta el embarcadero y, mientras yo compongo sosegadas cartas y tú agitados sonetos, gozando de nuestros pensamientos, del mar, la tierra y el cielo, nos preguntaremos si, cuando hayamos muerto, las gaviotas, las rocas y el faro verán el mismo paisaje de grúas, campanarios y árboles que, en este instante, vemos, o si el horizonte de Cádiz será un amasijo caótico, inconexo y desordenado de tierra, mar y rocas. Dicho intespectivamente: “Si miramos todas las cosas a través de la cabeza humana y esta cabeza no nos la podemos cortar; queda en pie la pregunta de qué existiría todavía del mundo si nos la hubiéramos cortado”, lo mismo que antes de nacer: nada.
Cuídate