“Todo hombre si no actúa con vista a alguna cosa, lo que dice, hace y vive, se corresponde con su carácter”, asegura Aristóteles, y yo, aunque haya tenido que esperar a la vejez para comprenderlo. “Sólo al término de un período de nuestra existencia, a veces de la vida entera –escribe Schopenhauer- reconocemos la verdadera conexión de nuestros actos, de nuestras producciones y de nuestras obras”.
Comprendo su euforia, descubrir que la búsqueda de la verdad era el continuo espacio temporal que daba sentido a su vida debió de ser tan estimulante como el inconsciente, la gravedad y la lucha de clases. No es fácil unificar la naturaleza y, menos aún, la sociedad y la conducta si, según Montaigne, “en toda la Antigüedad costaría encontrar una docena de hombres que hayan ajustado la vida a un orden cierto y seguro”. Hoy no tendría ese problema porque de verdad, certezas y seguridad está el siglo repleto. Es curioso que, en una época tan científica como la nuestra, resurja con tanta fuerza la mentalidad religiosa, dual y maniquea propia de la especie: depredador–presa, cuerpo–alma, malo–bueno, cielo–infierno, libre–esclavo, comunistas–fascistas, nacionalistas–españolistas, machistas–feministas…..Quizá la relación ciencia-religión no sea inversa, como defienden ilustrados y progresistas, sino directa como muestra la experiencia, ¿o no son más los justos que los libres?, ¿los que salmodian que los que dudan?, ¿los que creen que los que razonan? “Todo el que ama la Verdad, oye mi voz”. “¿La Verdad? ¿Qué es la Verdad?”, preguntó Pilatos. “Una especie de fe que se ha transmutado en condición vital”, responde Nietzsche, ¿yo?, nuestras convicciones y creencias: Cristo, Alá, Marx, la Revolución, la Naturaleza, la Patria, la Solidaridad, la Fe, la Igualdad, incluso la Imbecilidad y la Bobería.
Para mí, sin embargo, no fue una sorpresa. Siempre supe que no era la verdad, el paraíso, ni ninguna otra finalidad y meta, el trasfondo que cohesionaba mi conducta sino la libertad y la capacidad crítica, si es que son cualidades distintas. También para Montaigne, según confiesa en sus ensayos: “Dios quiera que el exceso de licencia atraiga a los hombres a la libertad”. ¡Cómo si no supiera por griegos, romanos y cristianos que las prédicas de Jesús, Marx y Mahoma sólo seducen a los que están convencidos de antemano! ¿O crees que Diógenes, Tucídides y Séneca me resultarían tan placenteros si “el carácter, como señala Aristóteles, no estuviera de alguna manera predispuesto»? Aunque el grado placer no sea el mismo cuando observo las Vidas, las Historias y las Epístolas en los anaqueles, las hojeo ensimismado y acaricio sus lomos, tampoco el mar cuando es otoño, invierno, primavera y verano. “Me gustan los barros” confiesa, a mí el mar, a él las lluvias, a mí los vientos del sur que traen los temporales, desde un castillo, a mí desde un faro, a remos de un bote, él a lomo de un caballo. “¿Por qué no pensaría antaño como pienso?”, se pregunta Horacio. Porque si la experiencia propia y ajena pudieran cambiar la naturaleza humana el principio de Aquiles sería falso, y basta con mirar a nuestro alrededor para saber que estamos en el mismo punto. Y si algún día evolucionara, ¿qué importaría estando muertos? No porque la humanidad enlace las manos “será más liviana la piedra que cubra mis huesos”, sentencia Persio.
Pero, ¿y si, como sospecha Nietzsche, la inmutabilidad no fuera un problema de conciencia sino de tiempo? “Si nos imaginásemos un hombre de ochenta mil años tendríamos en él un carácter completamente variable”. “La brevedad de la vida –argumenta– induce a afirmaciones erróneas sobre las propiedades del ser humano”, sobre las recesivas quizá, sobre las dominantes lo dudo. ¿O crees que Catón se hubiera reabierto las heridas con sus propias manos si la virtud no fuera la esencia de su carácter?, ¿Cesar cruzado el Rubicón si la ambición no fuera el rasgo dominante del suyo?, ¿o que sus ansias de libertad y poder no habrían sido las mismas de haber nacido en el siglo veinte? “La inmutabilidad del carácter –concluye– no es una verdad en sentido estricto”. ¿Verdad?, ¿quién habla de verdad? Hablo de experiencia, y no de la mía sino de la acumulada por griegos, romanos y dos mil años de cristianismo. Si, desde que oteamos las sabanas, hemos actuado de idéntica manera ¿por qué íbamos a cambiar al cumplir ochenta mil años? El carácter no depende del tiempo sino de los genes.
Dicho filosóficamente: “Nadie puede modificar su individualidad, es decir, su carácter moral, sus facultades intelectuales, su temperamento, su fisonomía”, vulgarmente: “Aquel que viola sin escrúpulos el reglamento de su club, violará igualmente las leyes del Estado”, lúdicamente: “¿Por qué no defraudar euros cuando defraudo alfileres?” o revolucionariamente: ¿por qué no torturar humanos en lugar de animales? “El terror es una necesidad absoluta”, proclama el bolchevique Feliz Dzerzhinski, desde la Arcadia soviética, como “si la ambición, la avaricia, la crueldad, la venganza, no tuvieran ya en sí bastante rigor y impetuosidad, para acrecerlas aún más con el glorioso título de” igualdad, fraternidad y justicia.
De los demás no te preocupes. Dios, la Patria, la Naturaleza, la Humanidad, o cualquier otra fantasía, darán sentido a sus vidas. Escasea la bondad, no la necedad que es consustancial a la naturaleza humana, aunque el grado de bobería dependa del carácter. “Todo imbécil que nada encuentra en el mundo de que se pueda enorgullecer, señala Schopenhauer, busca este último recurso, enorgullecerse de la nación a la que por casualidad pertenece”. “Lo que importa, constata Nietzsche, no es si algo es verdad, sino cuáles son sus consecuencias”. Para él quizá, juzgar desde el trípode resulta obvio: lo que beneficia a la Vida, a la Revolución, a la Nación y a Dios es bueno, lo que perjudica malo. Pero, para mí, que observo el mundo desde un faro, a ochocientos metros de la costa, importan las mareas, el viento y los temporales no la verdad y sus consecuencias. Es Cronos, no la hija de Taumantes, quien reina en mi isla, aunque, cuando Eolo y sus hijos: Bóreas, Noto, Argestes y Céfiro se adueñan del faro, visitar templos y pinacotecas con Plinio, recorrer Delfos, Olimpia y Atenas junto a Pausanias y pasear por la Escuela de la mano de Diógenes sean maneras agradables de ocupar el ocio. Y no es por reflexión e inteligencia sino por mi carácter. Porque, de haber sido distinto, me habría entretenido de otra manera.
Sócrates, por ejemplo, confiesa que “dialogar con Homero y Hesíodo, estar en su compañía y examinarlos sería el colmo de la felicidad”, y de la mía, pero por placer, no para imitarlos, porque si aprendiéramos de nosotros mismos y de los demás, no habrían hecho el portavoz de Compromis y la concejala de Compostela Abierta la misma advertencia que el portavoz de los Treinta Tiranos. “Te prohibimos terminantemente hablar con los jóvenes”, advierte Critias a Sócrates en el 403 a.C. “No aceptamos como normales algunos comportamientos. Hay líneas rojas que no debemos traspasar”, advierte el portavoz de Compromis Ignasi García al músico judío Matisjahu en el 2015 d.C. “No renovaremos el convenio a asociaciones que cruzan una línea roja política e ideológica contraria al ideario de Compostela Abierta”, advierte la concejal Concha Fernandez a la asociación RedMadre.
Y no juzgo, constato, si “Todo cuerpo (persona, partido, religión e ideología) se esfuerza por hacerse dueño de todo el espacio y por extender su propia fuerza (voluntad de poder) y por rechazar todo lo que se opone a la expansión”, es natural que los vencedores traten de eliminar física y espiritualmente a los vencidos, aunque no siempre venzan y pierdan los mismos: unas veces son los hombres otras las mujeres, unas veces los ricos otras los pobres, unas veces la derecha otras la izquierda. La conducta no depende del sexo, del dinero y de la ideología sino de la naturaleza. Y nada, ni siquiera la genética, podría mejorarla. Juzga tú mismo.
En marzo de 1993, el poeta comunista Rafael Alberti negó haber pertenecido durante la guerra civil a la cheka de Bellas Artes: “Es lamentable que cincuenta años después, y frente al gran ejemplo de convivencia que hemos dado los españoles todavía queden personas que sigan removiendo las cenizas de un pasado que no queremos que se repita nunca más”. En agosto del 2015, el ayuntamiento de Jerez retira un busto del escritor monárquico José María Pemán. Era “un fascista, un misógino y un asesino” afirmó, sub especie aeternitatis, la concejala de IU Ana Fernández volviendo a remover, setenta y cinco años después, las cenizas del pasado. “No concedo que un magistrado –clama Montaigne– pueda condenar un libro porque éste haya incluido entre los mejores poetas de su siglo a un hereje” ni yo que cualquier ujier de la Verdad decida qué puedo escuchar, ver y leer. Es la fe no la razón, ni el hábito como asegura Píndaro, la reina y emperatriz del mundo.
“Esto dijo Zenón, ¿y tú, qué? Esto dijo Cleantes, ¿y tú, qué? ¿Hasta cuando te moverás al dictado de otro?”, pregunta Séneca en el 70 d.C. “Cicerón dijo, Platón tenía por costumbre, Aristóteles afirmaba. Pero, ¿qué decimos nosotros?, ¿qué juzgamos nosotros? ¿qué hacemos nosotros?”, pregunta Montaigne en el 1580, yo en el 2015: “Esto dice Marx, esto Mahoma, esto Jesucristo, ¿y tú? ¿qué piensas tú?”. Nada, porque si juzgáramos por nosotros mismos el Principio de Aquiles sería falso, y basta con mirar a tu alrededor para ver con qué “facilidad los pueblos se dejan engañar y creen lo que a sus jefes les ha placido”. En metas y finalidades quizá, en materia de estómago y bolsillo lo dudo, la ingenuidad no forme parte de la naturaleza humana. “Son más numerosos los que echan cuenta que los que odian”, recuerda Séneca a Lucilio.
Tampoco creo que los intereses de clase determinen la conducta: la ideología puede justificar no eliminar los instintos, ni que la guerra, como proclama Heráclito, o la lucha de clases, como predica Marx, supongan ningún progreso. Porque si revolucionando el modo de producción cambiaran las conductas, hace tiempo que habríamos alcanzado ese estado igualitario, justo y fraternal -celestial, diría yo- llamado comunismo. Pero si progreso, ideales, partidos, caudillos, dirigentes y líderes son proyección de deseos, o sea reflejo de nuestra propia naturaleza, es natural que estemos en el mismo punto. En agosto del 2015, “Un millar de manifestantes, incluidos mujeres y niños, protestaron en las calles de Heidenau al grito de “¡fuera los cerdos extranjeros!”. “El odio, los insultos y la violencia contra los extranjeros han aumentado”, admitió el ministro. Y seguirán aumentando porque los seres humanos, como los planetas, aunque parecen avanzar, retroceden. Retroacción lo llaman los científicos, yo Principio de Aquiles. No deberíamos, sin embargo, confundir la razón con nuestras limitaciones. Que sea imposible de imaginar, no significa que no podamos avanzar y estar quietos al mismo tiempo. El principio de contradicción rige los pensamiento, no la materia y sus movimientos.
“Los filósofos, se queja Montaigne, nos han enseñado que la razón humana es fiscalizadora general de cuanto hay fuera y dentro de la bóveda celeste, que lo abarca todo, que lo puede todo, y que con ella se sabe y conoce todo. La presunción, concluye, es nuestro mal natural y original”. ¿Y qué? ¡Si sentirse todopoderoso, encaramarse a la diestra de Dios Padre y situarse en la cúspide de la cadena evolutiva resultan beneficiosos! Nuestras imaginaciones pueden seducir a necios e ignorantes, no a los que saben que la naturaleza puede aplastarnos, doblegarnos, tratarnos con indiferencia, incluso con crueldad y encarnizamiento, aunque, en fantasías y sueños, somos los reyes del universo. “Las fantasías son peores que los sueños”, advierte Montaigne. Éticamente quizá, políticamente también, estéticamente lo dudo, la Fantasía Cromática es tan bella como El sueño de Escipión y Jacob, y tan divinas las creaciones de Rivera y Cicerón como la música de Juan Sebastián Bach. Perjudican seguidores, fieles y militantes; las obras del espíritu nunca, sus creadores a veces.
“Epicuro y Metrodoro, lamenta Plutarco, reunieron los términos más injuriosos que puedan encontrarse sobre Aristóteles, Sócrates, Pitágoras, Protágoras, Teofrasto, Heráclides, Hiparía y sobre todo personaje ilustre”. Los poseedores de la Verdad deben tener idénticos alelos porque también “Marx, recuerda Bakunin, era excesivamente ambicioso y vanidoso, pendenciero, intolerante y absoluto como Jehová, el dios de sus antepasados. No hay mentira ni calumnia que no sea capaz de inventar y de difundir contra el que ha tenido la desgracia de suscitar en él la envidia o, lo que viene a ser lo mismo, el odio”. O quizá sea al revés, porque tienen los mismos alelos se proclaman poseedores de la Verdad. ¿Jesucristo? También. Pero, ¿quién habla de Dios?, ¡hablo de hombres!
No deberíamos, sin embargo, sentirnos demasiados orgullosos. Que a posteriori podamos cohesionar la conducta no significa que tal habilidad esté al alcance de todos. Quién sabe si la Verdad, la libertad, Dios, la justicia, la solidaridad y demás continuos espacio–temporales que dan unidad a nuestra vida son simple azar, cabezonería o fortuna. Y la conexión que creemos reconocer “en lo que hacemos, decimos y vivimos” un espejismo, un engaño de la memoria que juega con los recuerdos y con nosotros como quiere. Y, aunque el bello Agatón asegure que:
“De una cosa sólo Dios está privado:
de hacer que no se haya realizado lo que ya está hecho”.
Y el fiel Aristóteles ratifique que “Lo pasado no puede no haber sucedido”. Yo no estaría tan seguro porque si Dios, el cosmos, finalidades y metas son creaciones nuestras, ¿qué nos impide “buscar (imaginar diría yo) en la historia un fin universal y aprehenderlo con la razón” como proponen Marx y Hegel? ¡Ojalá el entusiasmo fuera contagioso! Porque puedo enhebrar citas, incluso cartas, pero no hacer brotar la Naturaleza y el Espíritu de la misma fuente. Hay que tener mucha imaginación para deducir del Logos animales, minerales y planta o de la Materia la Capilla Sixtina, la Atenea Lemnia y el Arte de la fuga. A no ser que llamemos razón a nuestras habilidades, y regularidad y orden a nuestras limitaciones. ¿O has olvidado los diez tropos de Sexto? El tercero te refrescará la memoria: “Es natural que siendo el globo ocular de perros, peces, leones, hombres y saltamontes distinto no vean las mismas cosas”. “Es verosímil, corrobora Montaigne, que los ojos de los animales, que son diferentes a los nuestros vean las apariencias de las cosas diferentemente”. “La cosa y lo que de ellas experimentan los sentidos, aclara, son nociones diversas, y así el que juzga por las apariencias juzga por cosa diferente al objeto juzgado”.
“Descontando los estimables, pero raros escépticos, en ninguna parte encontramos un instinto de honradez intelectual” señala Nietzsche. ¡Cómo si no supiera que la capacidad crítica depende del carácter! Yo, por ejemplo, escucho embobado al taciturno Heráclito. Pero, en mis cartas, imito a Demócrito, “no porque sea más placentero reír que llorar, sino porque es más desdeñoso y condena más la risa que el llanto”. Aunque, a decir verdad, ni lloro ni río ni aborrezco porque el que desprecia presupone interés, preocupación por las vicisitudes humanas, y yo me limito a observar desde la ventana si hemos avanzado, o seguimos en el mismo punto. “Sé que mis opiniones nacieron en mí –asegura Montaigne– pero no faltará quien diga que de algún antiguo las he tomado”. Yo no, no soy filósofo ni sabio, sólo un simple copista de diálogos, aforismos y ensayos, que conversa con griegos, romanos y cristianos, en un faro a ochocientos metros de la costa, no en el scriptorium de un monasterio de Europa o África.
Otras veces siento que no hay opciones, que la manera de ser guía férreamente la conducta, otras dudo, porque si “obramos según las propiedades inquebrantables de nuestro carácter”, como supone Schopenhauer, no podríamos engañarnos ni ocultar a los demás nuestras inclinaciones naturales. Y sabemos por experiencia que se nos da muy bien camuflar la avaricia, la envidia y los celos bajo una gruesa capa de ideales. Quizá el carácter esté compuesto de un núcleo, del que somos consciente desde que nacemos, y un conjunto abigarrado de cualidades cuya existencia ignoramos. Montaigne, por ejemplo, sabe que la libertad y franqueza de sus ensayos le pertenecen, pero ignora si sucede lo mismo con las palabras. “A la muerte remito la prueba del fruto de mis estudios y entonces veremos si me salen de la boca o del corazón”, también yo, aunque, preferiría que fuese breve e indolora. Mostrarse como es forma parte de su carácter no del mío, tampoco me sorprendería que mantuviésemos la máscara hasta el último latido porque la falsedad, la mentira y la hipocresía son consustanciales a la especie.
No deberíamos, sin embargo, ignorar los sentimientos. Porque, haya sido o no demostrada irrefutablemente “la teoría de la necesidad rigurosa de todos los actos humanos por las grandes inteligencias como Hobbes, Spinoza, Hume, Kant”, sabemos, intuimos, sentimos que somos libres. Porque, ¿quién podría elegir por nosotros? ¿Dios?, ¿cómo?, si procedemos por evolución de otros animales; ¿el modo de producción?, podría si la relación entre el carácter y la conducta fuera a la manera de Hume, de causa-efecto. Pero si, como el clinamen de Epicuro, o la estructura económica de Marx, sólo determina “en última instancia”, las ataduras del carácter serían lo bastante holgadas para poder “elegir lo contrario a lo que nos parece mejor”, o sea libremente, aunque el grado de felicidad aumente o disminuya según nos acerquemos o alejemos de nosotros mismos. La libertad depende de la naturaleza, la felicidad del carácter. Y, hablo de mí, no de la especie.
Me pregunto por qué esa obsesión por demostrar que no somos libres, sabiendo, por experiencia, que la opinión más cercana a nuestra naturaleza es siempre la más convincente. No hace falta ser Sócrates ni Aristipo para comprender que la vida, la salud y la riqueza son más racionales y placenteras que la muerte, el dolor y la pobreza. Ni estar poseído por las Musas para saber que, culpables o inocentes, todos sin excepción pagaremos las consecuencias de nuestros actos. Porque, en nuestras manos, está el presente, en manos del azar, el futuro, advierten los embajadores atenienses a los espartanos: “Todo lo que una guerra tiene de incalculable conviene considerarlo previamente, antes de entrar en ella pues, cuando se prolonga, tiende a evolucionar según las vicisitudes de la fortuna”, y la fortuna es ciega, sorda y muda.
“Es maravilloso ver, comenta Montaigne, cómo la flexibilidad de la razón sirve para combatir la evidencia de los hechos”. De los hechos quizá, de los sentimientos lo dudo. No hay razón capaz de combatir el amor, el odio, la melancolía, la envidia y los celos.“No te alejes de mi mano septiembre…”, escribí cuando tenía dieciocho años, y hoy, a los sesenta y cinco, sigo sintiendo lo mismo,
…tráeme en tus vientos el sabor del otoño,
los océanos, los horizontes que se difuminan,
las calles, la luz de sus farolas,
los mares turbios que acumulan algas y aguamalas,
y los árboles de la Alameda.
Nunca olvidaré la sensación suave del proceso,
ni la luz tenue de la lluvia ni las calles
que nacen y mueren entre olas.
Nunca me abandonará el ansia de olas
ni el perfil de las casas y las palmeras desde el espigón
ni las primeras gotas removiendo la tierra de mi cuerpo.
Allí, no muy lejos, en algún lugar,
en los resquicios más profundos del recuerdo
quedarán las playas transparentes, los colores intensos,
el sol nuevo y la luz amarilla,
los cuerpos dormidos, las rocas y las pisadas en la arena húmeda,
la bajamar tranquila y las barcas en el horizonte
que marchan al atardecer por los caminos de occidente.
No te alejes de mi mano septiembre,
abrázame con tu luz herida,
anunciándome la llegada de las lluvias sobre la bahía.
No acompañaré a las olas tempranas
que reptan por la muralla buscando sus grietas,
ni se alejarán mis pasos por las callejuelas húmedas
buscando los tonos del atardecer por las bocacalles de la bahía.
No sentiré las armonías grises del mar, la lluvia y las farolas,
no acariciarán mis pies la arena,
ni colmaré mis manos con redes y corchos,
no soñaré mares oscuros,
ni sentiré el mar perderse en el horizonte,
no vigilaré las últimas estrellas en las noches,
ni el despertar de las luces de los pueblos de la bahía.
¡Septiembre! Un nuevo año, un nuevo ciclo comienza, de nuevo la luz, el mar y los vientos se adueñarán de mi isla, de mi espacio imaginario, de nuevo pasearé por la Escuela, dialogando sobre los dioses y los hombres, la tierra, el mar y el cielo, el bien, la verdad y la belleza, la libertad, la amistad y la justicia, si como canta Eurípides “ni el atardecer ni la aurora son tan maravillosos”. Quizá los ideales sean tan subjetivos como el gusto, al vivir más cerca del orto que del ocaso sus atardeceres no sean tan bellos como los de mi isla, o “lo que es propio de cada uno por naturaleza, señala Aristóteles, sea lo mejor y lo más agradable para cada uno”. Para Sócrates, por ejemplo, enamorarse de las almas mas bellas de Atenas: “Los campos y los árboles no quieren enseñarme nada” confiesa; para Anaxágoras “conocer el cielo y el orden de todo el universo”; para mí, sus fantasías e imaginaciones, todas caben en mi isla, aunque me resulte más placentero contemplar el mar, de día, y el cielo estrellado, de noche.
Claro que cumpliré lo prometido, ¿es que he faltado alguna vez a la cita? Pero sólo unas pinceladas, tú añadirás el resto. Porque, ¿de qué sirve equiparar la luz y el color con Turner, el Greco y Fray Angélico? ¿la harmonía con el Clave bien temperado, Fidias y los templos de Agrigento? ¿la filosofía con la poesía, la religión y la ciencia si los sentimientos son tan personales como el gusto? ¿Las palabras? También, y los pensamientos. ¿O cree que dialécticos, amantes de la historia y del progreso no entrecomillarán con un “antes y ahora” la opinión de Isócrates? Juzga tú mismo: “Me parece que todos desean su conveniencia y tener más que otros”. También yo creo que el egoísmo y la codicia siguen hoy tan vigentes como hace veinticinco siglos, aunque lo llamen ideología burguesa en lugar vicio o pecado. ¡Manipular el lenguaje! ¡Curiosa manera de cambiar las cosas! “Cuando ocuparon el poder emprendieron las mismas acciones, se abandonaron a los mismos errores y, finalmente, cayeron en idénticas desgracias”. Lo sé, la ideología puede camuflar, no transmutar la naturaleza humana.
¿El mar? Retraído, arisco, poco cariñoso….¿El verde? Traslúcido, oscuro, gélido…..¿El horizonte? Incierto, neblinoso, promesa de un atardecer ingrávido, lento, pero sostenido….¿El cielo? Transvalorando los tonos fríos, blancos y grises en cálidos, rosas y negros. ¿O no puedo transvalorar los colores como Zarathustra los valores morales? “El hombre es algo que debe ser superado”, proclama. Bello pensamiento, también lo es la llegada del Mesías, el Comunismo y los Misterios de Eleusis. Aunque, para mí, lo más bello sea lo que veo: el sol, en el horizonte, entre Rota y Cádiz, ¿más allá? El océano, el Dorado, la Cruz del Sur, el cosmos, el caos, el origen y los sentimientos que provocan, por ejemplo, este soneto:
Suena la noche en la orilla que no veo.
Sube un olor de herida que apenas reconozco.
El mar es la sospecha que moja mi descanso
y yo, tan imprudente, lo escribo y lo recito.
La ceniza que brota la borro con las manos,
hoy no me corresponde un aire inmaculado,
pero tengo otro instante de mar en la mirada
y un rumor de palmeras agitando lo oscuro.
Estoy en la ventana sobre la lejanía
de repente, un relámpago enciende la tiniebla
y añade otra tristeza de lluvia repentina.
Prefiero este final tan húmedo y tan tibio.
La lluvia me consuela y el mar siempre me gusta.
Doblemente empapado acepto la derrota.
¿Dolor? Por muy abatido que esté el poeta, por mucha resignación que impregnen sus versos, por mucho desaliento y nostalgia que exhalen sus imágenes y metáforas, el dolor bello no es dolor, ni la muerte si el mar te gusta y la lluvia te consuela. ¡Ojalá mi final fuera tan húmedo y tibio como los vientos del sur que en otoño empapan la bahía!
“El artista trágico no es pesimista, dice sí a todo lo problemático y terrible, es dionisíaco”. ¿Acaso importa? El dolor físico, espiritual, metafísico, existencial, todos caben en mi isla, incluso el dolor sublime, ¿o crees que si colocas, en un platillo, la muerte de Jesús, el sufrimiento de María, los lamentos de los Apóstoles y, en el otro, los coros y melodías de la Pasión, la luminosidad del Cristo Crucificado, las imágenes y metáforas del Cántico Espiritual, la belleza no desequilibraría la balanza?
¿Por qué, pues has llegado
aqueste corazón no lo sanaste?
Y pues me lo has robado,
¿por qué así lo dejaste,
y no tomas el robo que robaste?
El dolor sublime, no es dolor, es gozo.
Cuídate