“Hace un mes que recalé en tu isla”. Lo sé, ¿cómo podría olvidarlo? Durante todo el mes había soplado poniente. Ese día el viento roló a levante trayendo calor, un calor bochornoso más propio del verano que del otoño. Era tal la calma que, por las noches, desde la azotea, veía los edificios y las luces de la ciudad, reflejados en la superficie inmóvil del agua. “El veranillo del membrillo” –comentó Martín. “Este calor trae agua” –añadió al marcharse. Y no se equivocaba. Cuando amaneció nubes cenicientas, casi negras, se alargaban desde el horizonte arrastradas por el viento del sur. “Está a punto de llover” –me dije acomodándome junto a la ventana. Se acercaba un temporal. Entonces abrí el correo. No suelo hacerlo. La luz marca el ritmo de mi vida. Me levanto con los primero rayos del sol y, apuro la luz, mientras quede una gota en el horizonte. Quizá me confundió la oscuridad, o la amenaza de lluvia.
¿Qué pensé? Que había llegado el momento de comprobar si la filosofía “cura las almas, hace desaparecer las preocupaciones, libera los deseos, disipa los temores” o, como teme Cicerón, “los cuerpos se pueden curar, mientras que no hay medicina para las almas”. Si te refieres a tu impetuosa llegada. “Soy Andrés, ¿recibió el correo? Le prometí a Ángeles que esparciría las cenizas junto al embarcadero. Serán sólo unos minutos”. Supe inmediatamente quien eras. Es verdad que apenas intercambiamos unas palabras, pero tampoco éramos unos desconocidos. Tú habías oído hablar de mí a menudo, yo acababa de responder a tu mensaje. Martín, sin embargo, pensó que no estabas en tus cabales. Viendo que el viento arreciaba y caían gotas, se negó a traerte, aunque, accedió, cuando le mostraste las cenizas.
¿De ti? Importa lo que pienses tú, no los demás, porque, si son amigos, pensarán lo mismo, si no lo son, ¡qué más da!, ¿yo?, como Hesiodo, que eres un buen hombre:
El mejor de todos los hombres es el que, por sí mismo, comprende todas las cosas.
Es bueno, asimismo, el que hace caso al que bien le aconseja.
Pero el que ni comprende por sí mismo, ni lo que escucha a otros
retiene en su mente, éste, en cambio, es un hombre inútil.
“Al principio creí que se trataba de un error. Pero, cuando leí el nombre, y comprobé la hora y el día, me sentí culpable, incluso avergonzado por no haber aceptado tu ofrecimiento”. Cuando eres joven, no por la edad sino por falta de experiencia, crees que el mundo se amoldará a tus deseos. Con los años aprendes que no has nacido para poner normas sino para obedecerlas. Y, si no lo haces, el tiempo lo hará por ti. Una vez las puse y no volví a verla. Sí, estoy hablando de Ángeles. Aunque parezca extraño, no sabía su nombre. Se presentó, como tú, de improviso y, de improviso, desapareció. No volví a saber de ella hasta que irrumpiste en mi isla. ¿Preguntar? Nada ni nadie puede alterar el pasado, ni borrar los recuerdos. Los momentos que pasamos juntos permanecerán siempre conmigo.
Cuenta Sócrates que su amigo Querefón “fue a Delfos y preguntó si había un hombre más sabio que él. La Pitonisa respondió que no había nadie. Pasé mucho tiempo sin conocer el sentido de las palabras. Finalmente fui a ver a uno de los que pasan por sabio y tuve la impresión de que no lo era. Partí pensando para mis adentros que era más sabio que ese hombre que creía que sabía algo, pese a no saberlo, mientras que yo así como no sabía nada, tampoco creía saberlo”. Aunque el oráculo interpretó fielmente el mandato del dios, se equivocó. Sócrates era más sabio que los demás porque era consciente de su ignorancia, pero menos que el que comprende que la vida no necesita justificaciones. ¿Entonces? La vida es para vivirla, sin más.
¿Culpable? ¿Avergonzado? ¿Es que cometiste alguna falta? Perdiste, sin embargo, la oportunidad de comprobar si también tu cuerpo sigue sus consejos. “Envíame un pedazo de queso, para que pueda darme un festín cuando me apetezca” – escribe tu parco jardinero. Yo hubiese añadido, a tan opípara mesa, unos tomates recién cogidos y unas mojarras. Quizás ahora, no te parezca tan mala idea, haber rechazado mi ofrecimiento. No, el huerto no podías verlo, está detrás de la casa. Las cañas colgaban del embarcadero. No sé si te servirá de consuelo, pero no hice por ti nada, que no hubiese hecho por cualquier naufrago que hubiese avistado mi isla.
¿Cómo estaba seguro que mejorarías? Si te conocieras a ti mismo, a los que están a tu alrededor, y a los seres humanos de cualquier época sabrías que el dolor y la muerte son la urdimbre de la vida, y que los males, que aquejan a la humanidad, son y serán siempre los mismos. ¿También los remedios? ¡Claro! ¿Cómo si no explicas que las máximas de Epicuro hayan aliviado tu alma? Si las preocupaciones, miedos y temores de los seres humanos son siempre los mismos, también lo serán los fármacos, remedios y medicamentos. Hermosa proposición, ¿no te parece? Sólo tienes que buscar, y encontrarás el que necesitas. Entonces…(¡continúa!)…no es necesario refugiarse en extrañas doctrinas ni practicar exóticas terapias. No, basta con conocer tus raíces porque, como reconoce tu jardinero, “vana es la palabra del filósofo que no remedia ningún sufrimiento del hombre, porque así como no es útil la medicina, si no suprime las enfermedades del cuerpo, así tampoco la filosofía si no suprime las enfermedades del alma”. Puede que la ignorancia no sea el peor de los males, pero no conviene permanecer mucho tiempo en tal estado. Cuando te sientas con ánimo rastrearemos sus huellas por talleres y escritorios, mientras medita estos versos de Eurípides:
No hay mortal alguno a quien el dolor no alcance
y la enfermedad; muchos deben enterrar a sus hijos
y procrearlos de nuevo y la muerte a todos les está destinada.
No hay ninguna razón por la que estas cosas angustien al género humano.
Y, si la hubiere, para eso están lo fármacos. Y, ¿qué remedio más eficaz que una máxima de Epicuro? “El dolor si fuerte, es breve; si dura, sólo aflige”, fue el salvavidas que te arrojé minutos antes de que recalaras en mi isla, hermoso, ¿no crees? Sabía que te traería a tierra. Los remedios que no ignoran la naturaleza producen efecto inmediato. ¿Por qué ésa y no otra? Porque si tenías fuerza para pedir ayuda, la enfermedad no era grave y, si lo era, deseabas curarte. En ambos casos era la medicina apropiada. Sabía que no tardarías en comprender que en la naturaleza todo tiene un límite, incluso los dolores del alma, por muy profundos e inaccesibles que parezcan. No fue la fe, sino la esperanza “aprisionada entre infrangibles muros bajo los bordes de la jarra” la que, según Hesiodo, retuvo Pandora. Aunque “las esperanzas –añade Séneca- nos defraudan”.
¿Por qué Epicuro? Porque si la medicina es eficaz, ¡qué importa el nombre del médico! Además como advierte Séneca a Lucilio: “Todo cuanto es verdad (beneficioso, diría yo) me pertenece”. Aconseja también que procuremos remedios “frente a la pobreza, la muerte y las restantes calamidades”, y que escojamos uno para meditarlo. No conviene ignorar a tan experto curandero. Ahí va el mío.
“Hay que curar los males presentes con el recuerdo agradable de los que ya terminó, y con la conciencia de que, no se puede cambiar, lo que ya ha sucedido”
Acusaban a Epicuro de apropiarse de las ideas de los demás. ¡Y qué! ¿Hubieses preferido acaso el dicho popular: No hay mal que por bien no venga? Yo tampoco. Me gustan las pinceladas sueltas, imprecisas, que, más que dibujar, evocan, dejando que el espectador firme el lienzo, aunque, no fuera ésa, la intención de alguien que creía estar en posesión de la verdad. ¿Qué he dibujado? Que así como no se debe despreciar el pan y el agua, aunque la mesa esté abundantemente servida, tampoco hay que despreciar los recuerdos si alivian el alma. ¿Terminado? No, falta un último retoque. Y, tal placer, sólo será posible si comprendes que eres dueño de un gran tesoro, la conciencia, lo demás no te pertenece. ¿Ya? Faltan sus palabras: “Todo dolor es fácilmente despreciable, ya que el que conlleva una aflicción intensa, tiene también una breve duración; y el que se prolonga en el tiempo aflige débilmente”. Es lo que querías, ¿no?
No temas, no he olvidado mi promesa. ¿El día? Brumoso. ¿Densa? No, ligera, muy ligera, tan ligera como los peplos que envuelven los frontones del Partenón. ¿Fidias? ¡Claro! ¿Quién si no iba a esculpirlos? Aunque también podían haberlos cincelado Praxíteles, Calímaco y Scopas. A media mañana apenas quedaban algunos restos prendidos del horizonte. ¿El mar? No sabría decirte, quizá verdoso. Te confesaré un secreto: después de comer, dormité junto al embarcadero. Espero haber disipado todas tus dudas si, como dicen, una imagen vale más que mil palabras.
Cuídate