“¡Eros, Hedoné, Parresía! ¡Gozosos hijos de la salada Afrodita!”. Desconozco el autor de tan celestial y vinoso verso. Pero, si hubiese especificado el material, le habrían coronado de laurel y erigido estatuas de oro en Olimpia y Delfos. “¿Cuál es el mejor bronce?” –preguntó el tirano Dionisio. “Aquel del que los atenienses hicieron las estatuas de Harmodio y Aristogitón” –respondió Antifonte. “No dudo de tus intenciones pero, ¿no será una excusa para justificar la insalvable distancia entre lo que se dice y hace?”. Espero no incumplir ninguna norma respondiendo con otra pregunta: ¿Y viceversa? “Es lo mismo”. No, no lo es. No escupo como el sabio Metrodoro: “A veces escupimos sobre los placeres del cuerpo”. Pero censuro a los que hablan de dignidad, hombres libres e iguales, pero actúan autoritaria y despóticamente, preocupados por las palabras más que por los seres humanos, los conceptos universales más que los nombres propios. Alabo, sin embargo, a las personas buenas porque, si sus palabras chirrían, o carecen de elegancia, observo su conducta, único criterio para interpretarlas.
¿Justificar la insalvable distancia entre lo que se dice y hace? ¿Cómo podría si forma parte de la naturaleza humana? Los hechos no se justifican, se observan. ¿O no es lo que hacías con la cámara? Desconfía de los que utilizan micrófonos para denunciar la miseria, la pobreza y la guerra vociferando que otro mundo es posible. No les suceda como a Gorgias que, después de pronunciar en Olimpia un brillante discurso a favor de la paz entre los griegos, uno de los presentes le aconsejó empezar por su familia. O como cuenta Jenofonte que le dijo Sócrates al joven Glaucón: “¿No eres capaz de persuadir a tu tío y, sin embargo, crees que serás capaz de persuadir a todos los atenienses?”. La libertad, como la perfección, no admite añadidos.
“Si las cosas que causan placer a los voluptuosos los liberaran del temor a los dioses, a la muerte, y al dolor, y les enseñaran cuales son los límites de los deseos, nada tendríamos que reprocharles, ya que por todas partes estarían colmados de placeres y no tendrían ningún dolor ni sufrimiento, es decir, ningún mal”.
¿Qué es? Una máxima de Epicuro, “oráculos de sabiduría” según la afilada lengua de Cicerón. No caigas en la tentación de sentirte ofendido, pues “cuando se discute no ha de buscarse el peso de la autoridad sino de la razón”. Además también “Platón, Aristóteles, Teofrasto y Demócrito criticaron a sus predecesores”. Te confesaré un secreto: no hay sociedad más justa que aquella en lo que todos pueden expresar libremente sus pensamientos. Aunque debe ser un secreto a voces, porque los cínicos, que “no otorgan validez a ninguna organización política conocida ni a ley alguna”, opinaban lo mismo. Al menos eso cuenta Diógenes Laercio: “Cuando se le preguntó cuál era la cosa más hermosa del mundo, respondió: La libertad de palabra”.
“¿Lo dijo Epicuro?”. No. “¿Quién?”. Diógenes, el cínico. “En un banquete algunos le echaron huesos: Diógenes, comportándose como un perro, orinó allí mismo”. “Me refiero a los libertinos” –insistió C.Triario. “Esas son sus palabras, pero no veis lo que quiere decir” –respondió L.Torcuato. “Si piensa de una manera y se expresa de otra, nunca llegaré a entender lo que piensa” –replicó Cicerón recreando, en «De finibus», la conversación que había mantenido con ambos jóvenes en su villa de Cumas. Puedes aplicando la norma: si al leer sus máximas no queda claro el sentido, observa su comportamiento, las palabras se asentarán dejando ver el fondo. Es decir, si era o no buena persona. “Lo que dice, ¿no importa?”. Claro, pero no se debe “criticar las palabras sin tener en cuenta los hechos”. El lenguaje, como todo lo humano, es ambiguo, la conducta también, pero menos. Las personas no dejarán de engañar o mentir, pero no pueden disimular eternamente. El tiempo acaba desenmascarándolas.
“¿Afirma que los disolutos no deben ser reprendidos si son sabios?”. No, que si el objetivo es ser feliz, “debemos meditar sobre las cosas que nos reportan felicidad porque, si disfrutamos de ella, lo poseemos todo y, si nos falta, hacemos todo los posible para obtenerla” y, como la felicidad consiste en no sufrir -“no hay más felicidad que el placer ni más adversidad que el dolor”-, el problema no reside en el placer sino en la falta de previsión: “La regla del sabio debe ser ésta: renunciar a placeres para conseguir otros mayores, o soportar dolores para evitar otros más graves”. Por tanto si, por un agradable azar, naciera un individuo disoluto y sabio, ni su conducta ni su modo de ser le impedirían ser feliz, porque su sabiduría limitaría el placer a la ausencia de dolor. ¿Comprendes ahora por qué escupían Metrodoro y su maestro? “Escupo sobre los placeres de la suntuosidad, no por ellos mismos, sino por las molestias que los acompañan”.
Además, ¿por qué no podemos, si no perjudicamos a nadie, hacer una cosa y defender la contraria? Alabar a Epicuro por defender al individuo frente a la sociedad, y censurarlo por dogmático, es decir, no libre. “Es contradictorio”. ¡Y qué si podemos expresarnos libremente y elegir por nosotros mismos! Cualquier pensamiento de Epicuro, Platón, Pirrón, Zenón, tuyo, mío o de cualquier ser humano son opiniones, más o menos bellas, eficaces o agradables, pero opiniones, sólo opiniones. Con la verdad habría que hacer como los ilustrados griegos y romanos con la religión: defender la verdad para la masa y la libertad para los que la necesitan. Para la mayoría, sería una contradicción, la verdad no admite competidores, para unos pocos, la libertad es parte de sí mismos.
“Las injurias, los ultrajes, así como las palabras ásperas, los litigios y las disputas obstinadas me parecen siempre indignas de la filosofía”, y a mí. Si en los banquetes impera el placer; en la sobremesa, debe ser la razón la que imponga las normas. ¿De qué acusa a tu jardinero? De un pecado mortal y dos veniales. ¿Quién llevará a cabo su defensa? Yo si, como afirma Gorgias en el “Elogio a Helena”, “la palabra es un poderoso soberano, que con un pequeñísimo y muy invisible cuerpo realiza empresas absolutamente divinas”.
¿Su pecado? “Lo que me a mí me interesa es saber lo que tiene que decir, para ser coherente con sus principios, aquel que pone el sumo bien en el placer”. Brevemente: sus afirmaciones no son coherente con sus principios. ¿Las faltas? Dos: la primera, que “se expresa de manera confusa”; la segunda, “que sus hechos no están de acuerdo con sus dichos”. Prosigamos.
“Así como opino que es digna de alabanza la carta que acabamos de traducir casi al pie de la letra, creo que su testamento discrepa no sólo de la gravedad de un filósofo, sino también de su propio pensamiento”.
¡Un senador romano alabando a un griego ocioso! «También impidió que su casa fuera destruida». ¿En serio? “Eso cuenta en sus cartas”. Este hombre no deja de sorprenderme. «¿Qué opinas?». Que la fortaleza con que soportó el destierro y la muerte de su hija, y el valor ante sus verdugos prueban que la filosofía no sólo es útil, sino necesaria. “¿A qué otra ayuda mejor que a la tuya podemos recurrir, tú que nos has regalado la tranquilidad de la vida y suprimido el terror de la muerte?”. No creo, como Solón y Aristóteles, que haya que esperar la muerte para llamar a una persona feliz o desgraciada, aunque, saber cómo afrontó ese momento, permita ponderar su conducta y sus palabras. Aun así, no es aconsejable conocer cómo y cuándo moriremos, pues es difícil ver inteligencia donde sólo hay azar e incertidumbre. En su caso, sin embargo, su valentía hace que sintamos menos la pérdida del «Hortensio» si, como afirma, respondió “a los detractores de la filosofía”.
“Epicuro saluda a Hermarco. Te escribo esta carta en el día más feliz y también el último de mi vida. Es tan grave la enfermedad de mi vejiga y de mis intestinos, que no podría agravarse más. A todos estos sufrimientos, sin embargo, sirve de compensación la alegría que experimenta mi alma al recordar nuestros razonamientos y las verdades por nosotros descubiertas”.
¿De qué se queja nuestro virtuoso romano? ¿De no expresar con claridad su pensamiento? No. “Hay tres clases de pasiones: las naturales y necesarias, las naturales y no necesarias y las no naturales ni necesarias…la división es tosca…Esto habría sido lo correcto: hay dos clases de pasiones, naturales y artificiales; las naturales se subdividen en necesarias y no necesarias. Sin embargo, admitámoslo, puesto que él desdeña la elegancia del razonamiento. Se expresa de manera confusa; debe permitírsele que lo haga a su manera, con tal que su pensamiento sea correcto”. ¿De lo que dice? Tampoco.“Epicuro afirma que quien no vive rectamente no puede vivir agradablemente. Como si yo me preocupara de lo que él afirma o niega”. Ni siquiera de su conducta: “Sus escritos son desmentidos por su honradez y su carácter”. ¿Entonces? De que su pensamiento es incoherente consigo mismo. ¡Ah!
“No hallaréis en esta célebre carta de Epicuro nada que esté de acuerdo y en armonía con sus principios”. ¡Cómo si esta acusación no pudiera dirigirse contra él o contra cualquiera de nosotros! ¿Es que hubiese preferido que fuese deshonesto y de carácter desagradable? Habría sido más coherente, más racional y más lógico, pero peor persona. “¿Quién niega que haya sido un hombre bueno, afable y humano?”. ¿Entonces? “Se trata de su pensamiento, no de sus costumbres”, o sea de un problema de lógica. “No indago lo que dice, sino lo que puede decir de acuerdo con su sistema y su forma de pensar”. Para la vida, la lógica es un tema de conversación, no un problema. Las personas, la insalvable distancia entre lo que dicen y hacen, su conducta consigo mismo y con los demás son los auténticos problemas, la trabazón de sus pensamientos, la coherencia entre sus principios y sus conclusiones también, pero menos.
“No hallaréis nada que esté de acuerdo con sus principios”. Veamos esos principios tan difíciles de contentar:
“Has afirmado que la amistad debe buscarse por su utilidad. Pero si la utilidad, como ocurre muchas veces, se aparta de la amistad. ¿La conservarás? ¿Cómo se compagina eso con tus principios?”.
¡Los principios! ¡Qué importa el origen! Asentada la amistad, lo demás carece de importancia, ¿o es que las palabras le impedían disfrutar de los amigos? “Soy capaz, si no acudís a mi lado, de precipitarme a gran velocidad, a donde me llaméis tú y Temista”. “¿Parientes?”. No. “¿Su hija?”. Tampoco. ¡Amigos! ¿Una excepción? “Yo vivo con desahogo, sin que nada me falte, gracias al dinero de los amigos”. No, no es un fantasma, es la amistad, y no recorre Europa sino los corazones: “La amistad recorre la tierra entera anunciándonos a todos que despertemos para la felicidad”. ¿Que no se compagina con los principios? La explicación al menos parece coherente: si la felicidad consiste en el placer y éste en no sufrir, es obvio que tanto la amistad como la prudencia son ingredientes de la felicidad. Además, ¿qué importa la coherencia o los principios? En la vida, importan los hechos.
“Sostiene que no es menor el placer que se percibe en un instante que el que pudiera gozarse eternamente. Pero quien piense que la felicidad la da el placer, ¿cómo será consecuente si dice que el placer no aumenta con la duración?”.
Creo que se ha equivocado de filósofo. Si definiera el placer como Arístipo: “Suave agitación de la carne”, el tiempo tendría la última palabra; pero no, si es definido como ausencia de dolor. Pues si no sufres, vives placenteramente, es decir, feliz. En ese estado, el placer podrá variar, pero no aumentar. No parece tan incoherente como pretende.
“Dijo que la riquezas naturales son fáciles de adquirir porque la naturaleza se contenta con poco, pero quien pone el supremo bien en el placer, debe juzgarlo todo por los sentidos, no por la razón”. No si identifica el placer con la ausencia de dolor, ¿o has olvidado la norma -“Según la ganancia y los perjuicios hay que juzgar sobre el placer y el dolor”- o, peor aún, sus palabras? “Cuando decimos que el placer es la única finalidad, no nos referimos a los placeres de los disolutos y crápulas, como afirman algunos que desconocen nuestra doctrina o no están de acuerdo con ella o la interpretan mal, sino al hecho de no sentir dolor en el cuerpo ni turbación en el alma”. Placer y razón son como el azúcar y el agua, no como el agua y el aceite.“Y debe decir que las cosas mejores son las más sabrosas”. ¡Claro! ¿O acaso tu Lelio “prefería la exquisitez de la acedera al esturión”?
Reconoce, sin embargo, el virtuoso orador que “así como de los demás se piensa que tienen mejores palabras que hechos, de éstos me parecen mejores los hechos que las palabras”. De eso se trata, ¿no? “Siguiendo yo la autoridad de la razón, procederé lo mismo que ella”. ¿Por qué no si te resulta placentero? “No me satisface lo que dice. Pero “tantos hombres, tantas opiniones”. ¡Al fin la vida se impone a la razón, el ser vivo al ser humano!
“¿Preparado para la mala?”. “Tú, de acuerdo con los sentimientos que desde muy joven has tenido respecto a mí y a la filosofía, procura velar por los hijos de Metrodoro”. Y continúa: “Esa recomendación a favor de los niños, ese recuerdo afectuoso de la amistad, ese apego a los más altos deberes en los últimos momentos demuestran”. ¿Qué? ¿Qué demuestran? (¡rimbombante palabra!). “Que es innata en el hombre una probidad desinteresada, ni estimulada por los placeres ni provocadas por las recompensas de los premios”. No, muestran que era una buena persona y que vivir con él resultaba agradable. ¿Algo más? Sí, que no hay ni habrá principios capaces de encorsetar la vida –ante su impetuosa corriente sólo cabe dejarse llevar– porque, no se trata de ser coherente, sino vivir, y no sólo de vivir sino de vivir agradablemente, es decir, bien. Es el modo de ser, no los principios lo que importa.
¿La propina? Ligera después de tan densa carta: “Reboso de placer en el cuerpo cuando me alimento de pan y agua”.
Si te ha sabido a poco ésta saciará tu apetito: “Los necios se atormentan con el recuerdo de los males; los sabios se complacen en los bienes pasados evocándolos con grato recuerdo”. ¿Necios y sabios? Sí, listos y tontos, bobos y espabilados, eterna y férrea división de la especie humana, distancia insalvable que ni el tiempo ni la educación acortarán jamás. “Pero nadie puede controlar sus pensamientos”, practicando puedes incluso seleccionarlos. Si Gorgias convencía a los enfermos: “Yendo con mi hermano o con otros médicos junto a un enfermo que no quería tomar las medicinas o dejarse operar o cauterizar por el médico, sin que éste le pudiera convencer, yo lo conseguí”, ¿por qué no podemos convencernos a nosotros mismos? No hay obstáculo capaz de detener la mente y el hábito sino la misma mente y otros hábitos porque, como sentencia Heráclito, “no hallarás los límites del alma, no importa la dirección que sigas”.
Dice Plutarco que Parménides explicaba el origen del mundo mediante la luz y la oscuridad, “produciendo a partir de ellos y a través de ellos todos los objetos sensibles: la tierra y el cielo, el Sol, la Luna y las estrellas”. Asombroso, ¿no te parece? Ni Ulises, con la ayuda de Atenea, habría extraído tanta riqueza de chistera tan vacía. Lástima que la magia, como el humo, desaparezca con las palabras. “Sólo luz y oscuridad, no lo olvides”. ¿Cómo podría olvidarlo si tú, como Zeus, vives en las alturas y yo, como Plutón, a ras de suelo? Aunque no sabría decir desde donde el atardecer es más hermoso. Mientras aguardamos que un nuevo Salomón juzgue cuál es más bello, cumpliré lo prometido. No temas, no tengo intenciones de ordenar el cosmos. No soy tan buen prestidigitador. Me limitaré a informar del tiempo, aunque a Séneca le parezca trivial e inconsistente. ¡Cómo si lo fuera menos hablar de la vida y la muerte!
La oscuridad, no dibujaba, trazaba sombras en el horizonte: hacia el oeste, el castillo de San Sebastián y el faro de las Puercas; en medio, los farolillos de los botes salpicando la bahía, más arriba, las grúas y las copas de los árboles de la Alameda; en lo alto, Venus, el lucero del alba, el astro más brillante del cielo; abajo la bocana del puerto; en el fondo arena y algas. ¿El resultado? Un paisaje sombrío, desde el frío y cristalino del mar hasta el oscuro y siniestro de las rocas. Instintivamente miré el cielo, aún se distinguían algunas estrellas. Instantes después el amanecer coloreaba de azul, verde y blanco, barquitos, nubes y gaviotas.
Cuídate