Carta Griega VIII

 

     “Toda la importancia de la filosofía consiste, como dice Teofrasto, en alcanzar la felicidad, pues todos ardemos en deseos de ser felices”. ¿Quién lo dice? Pisón, aunque lo escribe Cicerón. ¿Cuándo? En el 45 antes de Cristo, aunque sucedió en el 72. ¿Dónde? En los jardines de la Academia aunque, en ese momento, descansaba en su finca de Asturas. ¿Confuso? ¿? No me culpes, ¿conoces otra manera de comunicarnos?

     Forma parte de la idiosincrasia humana creer que la realidad es una y la misma para todos, y que su descripción depende de la pericia con que se maneje el lenguaje, es decir, que seamos buenos o malos artistas. Pero las palabras no transmiten la realidad, sino los fenómenos. “Entendemos por fenómeno lo sensible, la miel, por ejemplo, nos parece que tiene sabor dulce porque percibimos el dulzor sensitivamente”, aclara Sexto Empírico. Y, como éstos dependen de la estructura visual, de las circunstancias, edad, sexo, religión e ideología política, ese gelatinoso instrumento llamado lenguaje siempre será impreciso. ¿Cómo expresar nuestras vivencias con nombres comunes como alegría, dolor o sufrimiento? Ni podemos comunicar lo que sentimos ni ser comprendidos porque la experiencia personal, en consecuencia única, no puede expresarse con signos abstractos. No se trata de un problema técnico sino fisiológico. Por tanto, irresoluble. Pero, como todo lo natural puede cuantificarse, si mis cálculos son correctos, lo que perdemos en claridad y distinción lo ganamos en autonomía y libertad. No, no está nada mal el cambio. Es como el clinamen de tu Epicuro, una ligera, ligerísima desviación causante de la diversidad y variedad de vidas y mundos. Sólo en una cueva semioscura caben tanteos, en una habitación bien iluminada, como la luna, reflejarla. Y, aunque ese alado invento no permita escapar del autismo, siempre cautivará por sus bellas creaciones. Muchas cosas existen y, con todo, nada más asombroso que el hombre”, canta el coro de Antígona. Salvo sus creaciones habría escrito, si el corego hubiese sido yo en vez de Sófocles.

     La presencia del oyente o el lector tampoco resuelve el problema. La amistad, las experiencias comunes, la pertenencia a la misma especie puede facilitar la interpretación no eliminarla. “Yo podré decir cómo se me manifiesta a mí cada uno de los objetos, pero tendré que abstenerme de decir cómo es en realidad”. La ambigüedad está en la transmisión, en el instrumento no en los hechos y datos de los sentidos. Un árbol es un árbol, pero no todos juzgarán igual su belleza ni el dulzor de los frutos. ¿O es que el grado de oscuridad es el mismo cuando digoEstuve en Atenas queLa filosofía nos hará felices”? Dejemos los juicios para otra ocasión. Y gocemos describiendo el lugar y los personajes. Pues, como dice Epicuro, lo que se percibe por los sentidos no hace falta demostrarlo con sutiles razonamientos, basta simplemente con advertirlo como el hecho de que el fuego calienta, la nieve es blanca y la miel es dulce”. Aunque Sexto disconforme replique: juzgamos que la nieve parece blanca o la miel dulce porque recibimos el dulzor sensitivamente no que lo sea realmente,lo cual no es el fenómeno sino lo que se piensa de él”. Ambos estarán de acuerdo en que cuanto menos nos alejemos de los sentidos, menos discutibles serán nuestras afirmaciones porque, cuando la razón se aleja demasiado, volamos sin rumbo: “Nada existe, si algo existiera, sería incognoscible, si algo existiera y fuera cognoscible, sería incomunicable a los demás”. No seré yo quien niegue el atrevimiento y audacia de la razón, pero no sería inteligente despreciar la claridad y sencillez de los sentidos: “El fin del escepticismo es la serenidad de espíritu en las cosas que dependen de la opinión de uno y el control del sufrimiento en las que se padecen por necesidad”.

     Recorramos con Cicerón “los seis estadios que hay desde el Dípilo a la Academia, para comprobar a que distancia de las cosas, las huellas de la razón impiden ver el fondo. ¿Solos? Nos acompañará Pausanias porque ellos van hablando de diferentes asuntos. ¿Quiénes? Marco Pisón, Quinto, Tito Pomponio y Lucio Cicerón”.

     Al bajar hacia ella se ve un recinto de Ártemis…Hay también un  templo pequeño al que trasladan la estatua de Dionisio Eleuterio cada año en los días establecidos…Después…un monumento que conmemora a todos los atenienses que hallaron la muerte en combates navales y terrestres…sus tumbas…se encuentran en el camino que conduce a la Academia, sobre ellas se levantan estelas con los nombres…Yacen también aquí Zenón, Crisipo, Nicias, Harmodio y Aristogitón, Efialtes y Licurgo…Delante de la entrada de la Academia está situado un altar a Eros…Hay un altar a Prometeo desde el que se inicia la carrera hasta la ciudad con antorchas encendidas…También…un altar de las Musas, otro de Hermes y dentro, el de Atenea y Heracles…No lejos está la tumba de Platón, a quien el dios envió señales de que iba a ser el mejor en filosofía”.

     Dejemos que Pisón plantee el problema: “¿Se deberá a un instinto natural o a una ilusión el hecho de que nos impresione más la contemplación de los lugares donde sabemos que hombres dignos de recuerdo han pasado gran parte de su vida, que el relato de sus acciones o la lectura de algunos de sus escritos?». Si Sexto hubiera sido uno de los contertulios se habría inclinado por lo primero: “Dado que la elección y el rechazo están en el placer y el desagrado, y dado que el placer y el desagrado residen en el sentido y en la imaginación, entonces, es lógico que concluyamos, puesto que las mismas cosas unos las eligen y otros las rechazan, que no somos afectados por las mismas cosas”, y lo mismo tu jardinero: “Por lo que a mí concierne, no me es posible pensar el  bien si excluyo los placeres del gusto, los del amor, los del oído y los movimientos agradables a la vista por su belleza”. ¿No acusaba a Epicuro de ser un filósofo dogmático? Textualmente: “Creen haber encontrado la verdad los llamados dogmáticos; como los seguidores de Aristóteles y Epicuro”. Al final será una vieja conocida la culpable de nuestros problemas. ¿Quién? La ignorancia, ¿quién si no? Hay más, según los escépticos, ellos se encaminan primero hacia la suspensión del juicio y después hacia la ataraxia”. ¿En serio? Sí, sí la ataraxia como Epicuro. ¿Volvemos al principio?, ¿al juego de los espejos? No te dejes engatusar por las palabras porque, para Epicuro, captamos la realidad, para los escépticos, sólo su representación mental. Ser o parecer, ése es el problema, que cada uno elija lo que le parezca.

     Continúa Pisón: «Ahora mismo, yo estoy impresionado. Pues me viene a la mente Platón…Espeusipo…Jenócrates y su discípulo Polemón”. Dejemos de buscar culpables y centrémonos en los hechos. Es el lugar, su visión lo que le provoca tales sentimientos, a nosotros, sus palabras. A distancias cortas, palabras y cosas poseen idéntica capacidad de evocación. Pero no sucedería igual con una cita de Platón, Espeusipo, Jenócrates y Polemón porque, al representar pensamientos, la capacidad evocadora desaparece.

     También influyen los deseos e intereses de cada uno. Cuando Cicerón cita algunos lugares de Roma: “De la misma manera, cuando contemplaba nuestra curia, me refiero a la curia Hostilia…solía pensar en Escipión, en Catón, en Lelio”, sus palabras me dejan indiferente. Los comentarios de Lelio, sin embargo, me conmueven porque estamos enamorados de Atenas, y orgullosos de nuestras raíces griegas, si se tratara de Roma, la magia disminuiría. Aunque no opinaría igual si hablaran Ovidio, Horacio y Catulo, porque no sería la sede del Senado sino el teatro Marcelo, el puente Milvio y el Coliseo los que provocaran sus sentimientos. Los lugares y las palabras suscitan idénticos sentimientos sólo cuando los intereses, deseos y gustos son los mismos. Si acompañáramos a Horacio en su viaje desde Roma a Brindisi y a Pausanias por Olimpia y Delfos podríamos comprobar si la capacidad evocadora procede del lugar, del gusto o de ambas cosas. Cuando estés dispuesto avísame.

     Es totalmente ciertointerviene su hermano Quintoyo mismo, al venir ahora aquí no podía apartar los ojos del famoso lugar de Colofón, donde vivió Sófocles, a quien tú sabes cuánto admiro y cómo me deleita. Me ha conmovido, ciertamente, el lejano recuerdo de Edipo cuando llega a este lugar y pregunta, en aquellos suavísimos versos, qué parajes son, precisamente éstos”. Juzga por ti mismo: “Antígona, hija de un anciano ciego, ¿a qué región hemos llegado o de qué hombres es este país?». ¿Conmovido? No. ¿Y ahora? “Este lugar, todo él, es sagrado. El venerable Poseidón es su dueño y en él está el dios portador del fuego, el titán Prometeo. El sitio que estás pisando es llamado el “umbral broncíneo” de este país, “bastión de Atenas”. Me gusta, pero no me conmueve, a Quinto sí, porque evoca su admirada obra: «Edipo en Colono» y a Sófocles. No es el lugar sino lo que proyectamos lo que nos deleita. Como Narciso vemos nuestra propia imagen e, ingenuamente, atribuimos a los objetos lo que nos pertenece. A mí, me conmueven sus palabras porque está en Atenas, no porque haya nacido Sófocles, o esté enterrado Edipo.

     También se ve un paraje llamado Colono Hipio, primer lugar del Ática al que vino Edipo”. La muestra es demasiado pequeña para saber si Pausanias sentía lo mismo que Quinto. Mucho entusiasmo no muestra: “A lo largo del camino hay tumbas muy conocidas como la de Menandro, hijo de Diopites, y el cenotafio de Eurípides”. Aunque, por el número de líneas que le dedica, debía de preferir al último, pues añade: “Eurípides está enterrado en Macedonia, donde vivió en la corte del rey Arquelao”.

     Si escuchas con atención el comentario de Ático, comprenderás mejor lo que digo: “Pues yo…paso, como sabéis, mucho tiempo…en los jardines de Epicuro, por delante de los cuales pasábamos hace un momento”. Doblemente conmovido, ¿verdad? A él, el lugar, a ti, sus palabras, a ambos, el recuerdo de Epicuro. ¿A mí? Las vivencias de Cicerón, sus reflexiones, la Academia, el huerto de Epicuro y, sobretodo, Atenas en donde, como recuerda Lelio, hay muchos lugares placenteros. En esta ciudad los recuerdos son inagotables; por donde quiera que vayamos, continuamente tropezamos con la historia”, ¡pero de las emociones! que es una historia más profunda, no del conjunto de números y tantos por ciento que, en aras de la ciencia, se ha convertido. Dejemos esa bandada de abstracciones para sapos y ranas, y escuchemos a la mensajera de la antigüedad, pero, no de cualquier tiempo, sino del que te conmueve.

     Es un hecho que la contemplación de los lugares por ellos frecuentados nos hace pensar en los hombres ilustres con más viveza y atención”-interviene Cicerón. Espera aún no ha terminado. En cierta ocasión, fui a Metaponto y, no puse el pie en casa de nuestro huésped antes de haber visto el verdadero lugar en que Pitágoras había muerto y en que se sentaba”. Y, por si alguien dudara del poder evocador de lo placentero, concluye: “Aunque por todas partes hay en Atenas lugares con recuerdos de grandes hombres, a mí lo que más me impresiona es aquella famosa exedra, pues no hace mucho que fue de Carnéades”. Es el placer, no el bien, el sol que guía nuestras vidas. Incluso he viajado al Falero, donde aseguran que solía declamar Demóstenes para acostumbrarse a dominar con su voz el bramido del mar; también hace un momento me he desviado un poco a la derecha para acercarme a la tumba de Pericles, reconoce Lucio.  Muy poco se ha debido desviar si, como cuenta nuestro guía: En cuanto a tumbas, se encuentra en primer lugar, la de Trasíbulo…Después de ella están las de Pericles, Cabrias y Formión”. El plantel está al completo: dos amantes de la filosofía uno de Carnéades, otro de Epicuro-, un dramaturgo, amante de Sófocles y un joven político en ciernes, o quizás desorientado, amante de Demóstenes y Pericles. ¿Yo? De la belleza.

     “Has llegado, extranjero, a esta región de excelentes corceles, a la mejor residencia de la tierra, a la blanca Colono, donde más que en ningún otro sitio el armonioso ruiseñor trina con frecuencia en los verdes valles, habitando la hiedra de color vino y el impenetrable follaje de frutos de la divinidad, resguardado del sol y del viento de todas las tempestades. Allí siempre penetra Dioniso, agitado por báquico delirio, atendiendo a sus divinas nodrizas”.

     “Aquí, bajo el celeste rocío, florece un días tras otro el narciso de hermosos racimos…y el azafrán…Y las fuentes que no descansan, que reparten agua del Céfiso”.

     Quizás sea lo bello, no la verdad lo que une a los hombres si, como cuenta Cicerón, el tribunal absolvió a Sófocles al recitar esos versos.

     ¿Cómo concluyó el encuentro? Como empezamos: a cada uno le placen y conmueven cosas distintas. ¡Sorprendente sería que habiendo sólo individuos las respuestas fueran las mismas! ¿Coincidencias? Pocas, la edad, el sexo y el gusto. Puedes comprobarlo por ti mismo. Una mañana de verano subí a la Acrópolis. El intenso calor diluía  piedras  y paredes convirtiendo el paisaje en un magma homogéneo. Necesitaba aire fresco. Quizá llegue la brisa del mar”, me dije atravesando los Propileos. Cuando llegué al Partenón miré a mi alrededor. No había fuentes ni árboles sólo mármoles blancos aliados del sol. ¿Sabes cómo describe Píndaro el Hades? “Está lleno de olorosa sombra y de árboles que producen incienso y dorados frutos”. Comprendes ahora por qué prefiero visitar Troya con Homero, caminar por la Via Appia con Horacio y viajar por Grecia con Pausanias. No sé si las palabras pueden competir con el ojo de tu cámara, pero estos versos seguro que resuelven tus dudas:

     «Marchó a su morada Afrodita, hija de Zeus,
y Hera, de un salto, abandonó el pico del Olimpo.
Tras poner un pie en Pieria y en la amena Ematia, se lanzó
sobre los nevados montes de los tracios, pastores de recuas,
a sus elevadas cimas; ni rozaba el suelo sus pies.
Desde el Atos descendió sobre el fluctuoso ponto
y llegó a Lemnos, ciudad del divino Toante.
Allí coincidió con el Sueño, hermano de la Muerte».

     Cuídate

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