Afirma el oscuro Heráclito que “la belleza invisible es más hermosa que la visible”. Platón que “existen dos Afroditas: una, más antigua y sin madre, hija de Urano, a la que llamamos Urania, la otra más joven, hija de Zeus y Dione y la llamamos Pandemo”. Más cauto se muestra Sócrates: “Si hay una sola Afrodita o dos: la celestial y la Popular, no lo sé”. Yo, que no poseo el don de ver más allá de las cosas y, por tanto, no puedo compararlas, pienso que, si ambas son creaciones humanas, tan bella será una como otra.
Parménides debía opinar lo mismo porque, a pesar de la prohibición de la diosa: “Aleja de tu espíritu este camino de investigación”, recorrió tanto “el de la redonda verdad como la opinión de los hombres”, aunque se enamorara perdidamente de la belleza invisible. Y no le culpo, porque al depender sólo de su imaginación, puede crear sin limitaciones. La belleza visible, sin embargo, no puede prescindir de la vista, el tacto o el olfato. Los creyentes de todo tipo: artistas, sacerdotes, políticos, filósofos y científicos, siempre alabarán obras, mundos, sociedades, realidades que estén más allá de los sentidos porque, al no poder ser avistadas, pueden imaginarlas a su gusto. Inspirado por ese amor celestial escribió Parménides su hermoso poema acerca de la naturaleza:
“No nos queda más que un camino que recorrer: el ser es. Y hay muchas señales de que el ser es increado, imperecedero, porque es completo, inmóvil, eterno. No fue, ni será, porque es a la vez entero en el instante presente, uno, continuo”
¿Has observado con qué destreza y precisión entrelaza los razonamientos como si pensamientos y palabras fueran una sola cosa? Deslumbrante, ¿no crees? Léelo cuantas veces quieras, no encontrarás fisuras ni imperfecciones, pero sobretodo disfrútalo, pues nada se puede añadir a lo que es racionalmente perfecto. “De lo diverso la más hermosa armonía” diría Heráclito, yo que el poema es tan bello como el Dorífero, el templo de la Concordia y los monólogos de Prometeo, aunque la belleza se marchite cuando la razón toca el suelo:
“Así, pues, nacer y morir, ser y no ser, cambiar de lugar y brillar con colores distintos no son más que nombres instituidos por los hombres”
¿Palabras? ¿Nacer y morir son sólo palabras? Es difícil resistirse a tales encantos, ¿no crees? ¿Comprendes ahora por qué seduce la belleza invisible? Ni Afrodita ni Helena podrían competir con ella. Poder y belleza son poderosos argumentos, aunque no encandilen a todos: “Dialogando Platón sobre las ideas y hablando de mesidad y vasidad, dijo Diógenes: Veo la mesa y el vaso, pero no la mesidad ni la vasidad. Ciertamente –confirmó Platón-, pues tienes ojos para ver la mesa y el vaso, que son visibles. Pero no inteligencia para percibir la mesidad y la vasidad”.
¿Qué tienen en común los bronces de Polícleto “que fue muy cuidadoso en la forma de los cuerpos, pero no fue capaz de expresar los sentimientos del alma”, los templos dorios que “usaban las columnas no en busca de la suntuosidad sino porque de otro modo no se conseguía la solidez debida en la construcción”, y las tragedias de Esquilo: “Cuando un varón ha muerto, ya no hay posible resurrección”? Que muestran la apariencia sin tapujos ni añoranzas, sin sugerir ningún más allá, ni separar alma y cuerpo. ¿Con los versos de Parménides? Su sólida y robusta belleza.
“Escúchame y retén mis palabras, que te enseñarán cuáles son los únicos caminos de investigación que se pueden concebir. El uno, que el ser es y que el no ser no es. Es el camino de la certeza, ya que acompaña a la verdad. El otro, que el ser no es y que necesariamente el no ser es. Este camino es un estrecho sendero, en el que nada iluminará tus pasos. Ya que no puedes comprender lo que no es pues no es posible ni expresarlo por medio de palabras”.
Decía Diógenes que se enorgullecía de la especie humana cuando observaba a “pilotos, médicos o filósofos”, también yo, pero no de los seres humanos sino de sus obras. Lo mismo debió sentir el papa Julio II al contemplar los frescos de la Capilla Sixtina y los ciudadanos de Florencia cuando vieron la estatua de David frente al Palacio de la Signoria. Aunque no es el armonioso equilibrio de materia y forma, su belleza racional ni la insalvable distancia que separa a los seres humanos de sus obras sino su textura, lo que me encandila. Recorrer, en un carro, el despejado camino de la razón es como navegar hacia el horizonte, pasear por una gran avenida o deslizarse por una suave corriente:
“Los caballos que me llevan me han conducido a donde deseaba mi corazón. Se han lanzado por la famosísima ruta de la diosa que conduce al hombres sabio a través de todas las ciudades”.
Placentero, ¿verdad? Pues, aún lo sería más, si bajaras a la caverna. ¿Bajar? Sí, bajar, dejar la Escuela. ¿Para qué? Para escuchar la voz del cuerpo, y no te suceda como al esclavo de Platón, que prefería “soportar cualquier cosa, antes que volver a su anterior modo de opinar y a aquella vida”, o a los compañeros de Ulises, que después de probar el “sabroso fruto, ya no querían navegar de nuevo, sino que todos anhelaban tan sólo permanecer allí nutriéndose del loto y olvidar el regreso”. “Dionisio, al ver que su cuerpo filosofaba contra el Pórtico y enseñaba principios opuestos, confió en aquél más que en éstos”. El cuerpo contra el alma, Dionisio contra sí mismo, eterno conflicto que sólo la vida puede ganar, y que el orgullo y la tozudez dejan en tablas.
Pompeyo “habiendo llegado a Rodas, quiso escuchar a Posidonio que estaba gravemente enfermo.
–Siento no poder escuchar sus enseñanzas– le dijo.
–¡Claro que puedes! –respondió.
Y, desde su lecho, trató de ese tema, que no hay ningún bien fuera del bien moral y cuando se le aproximaban las antorchas del dolor, decía: ¡No consigues nada dolor! Por molesto que seas, nunca admitiré que seas un mal”.
Cicerón, más pragmático, después de afirmar orgulloso que “hemos nacido para cosas más altas y más espléndidas”, confiesa desanimado: «¡Qué pocos niegan que la voluptuosidad sea un bien! La muchedumbre la considera como el bien supremo. ¿Cambiarán por eso de opinión los estoicos o cede el vulgo ante su autoridad?». Aunque, indignado con Dioniso, con el ser humano o consigo mismo, exclama: «¡Cómo si hubiera aprendido de Zenón a no sentir dolor cuando lo sentía!». ¿Qué entonces? “Que debe ser sobrellevado”. ¿Cómo? Logrando “una disposición de ánimo serena e impertérrita con respecto a las cosas que no son bellas ni vergonzosas”. ¿Bellas? Sí como el valor, la templanza, la prudencia, la justicia “y todo lo que es virtud”, vergonzosas, “todo lo que es vicio”, el resto indiferente. ¿El resto? Sí, la “vida, muerte; fama, deshonra; dolor, placer; riqueza, pobreza; salud y cosas semejantes”. ¿Y se extraña que abandonara el Pórtico? Lo raro es que tuviera tantos seguidores aunque, teniendo en cuenta que los seres humanos no viven como piensan, no resulta tan extraño. Debió ahorrarse, sin embargo, tan malévolo comentario: “De qué modo viviremos si consideramos que nada importa estar sano o enfermo, libre de dolor o atormentado por él, poder ahuyentar el frío y el hambre o no poder”, pues corría el riesgo de ser acusado de prevaricación, si su encuentro con el estricto Catón, no formara parte del atrezo:
“Estando yo en mi villa de Túsculo, y queriendo consultar ciertos libros de la biblioteca del joven Luculo, fui a recogerlos. Al llegar encontré a Marco Catón, rodeado de un montón de libros. Tenía como sabes una insaciable pasión por la lectura.
–¿Cómo tú por aquí?, me dijo.
–He venido a coger algunos libros.
–Pero, teniendo tú tantos ¿cuáles vienes a buscar?.
–Ciertos comentarios de Aristóteles que sé que están aquí”.
¿Por qué? Porque sabía, como le recuerda el estoico Catón (“No ignoras lo que te voy a decir”), que, aunque no sean imprescindibles para ser feliz, hay que elegir las que son conformes a la naturaleza, como la salud, la riqueza y el placer, y rechazar la enfermedad, la pobreza y el dolor porque “es áspero, contrario a la naturaleza, difícil de tolerar, triste y duro”. Y que, no era Zenón sino Aristón, el que afirmaba que “el fin es vivir en estado de imperturbabilidad con respecto a las cosas intermedias entre la virtud y el vicio”, aunque añadía: “La elección de las cosas que están entre la virtud y el vicio no obedece a la naturaleza sino a la circunstancia”. ¡Circunstancia! ¡Momento oportuno! ¡Azar! Ingeniosas palabras, insondables diría Anaximandro, de amplio contenido diría el poeta. Gracias a su infinita amplitud hubiese respondido al virtuoso Cicerón: “Vivirás magnífica y espléndidamente, harás lo que se te ocurra” y oído, a uno de sus seguidores, comentar: “En cierta ocasión también a él lo sorprendí horadando el muro que separa el placer de la virtud y saliendo por el lado del placer”. ¿Contradictorio? Usual, cotidiano, en definitiva humano. Ninguno, por tanto, debe ser condenado, ni Aristón por ocultar su naturaleza ni Cicerón por afirmar que, en el fondo, Aristón, Zenón y Diógenes decían lo mismo.
“A pesar de ello, Diógenes se hizo epicúreo”. Pero no porque ignorara que es preferible estar sano que enfermo, o que hay que elegir el placer y rechazar el dolor. No se trataba de un problema práctico sino teórico: el dolor no es un mal. Si pretendía afear su conducta o recriminarle por su poca fortaleza, en su defensa, habría podido utilizar las palabras de Epicuro, su máximo rival: “Cuando uno acepta una teoría y rechaza otra que concuerda con los fenómenos, es evidente que ha abandonado el sendero de la investigación científica para precipitarse en el mito”. Diógenes, por su parte, en vez de culpar a la filosofía: “Si después de haberme dedicado tanto a la filosofía, no puedo soportar el dolor, esto es prueba suficiente de que el dolor es un mal”, tendría que haber reconocido sus limitaciones, y su bajo nivel cultural, pues, de lo contrario, sabría, como el personaje de Sófocles, que:
«No existe en verdad nadie provisto de tanta sabiduría
que, a pesar de haber aliviado con sus palabras las penas de otros,
cuando un cambio de la fortuna vuelve hacia él el ataque,
no se derrumbe ante la propia calamidad que le sobreviene,
de manera que las palabras y los consejos dirigidos a otros se vienen abajo»
Aunque para saber cómo es la vida y cómo somos, no es necesario filosofar ni ir la teatro sino conocerse a sí mismo y observar a los demás, pero si lo que quieres es confirmar tus sospechas, consulta el refranero o la historia de cualquier pueblo. A los humanos nos sucede como con las profecías de Casandra: de nada nos sirve la experiencia, ni la propia ni la ajena, porque estamos convencidos que no nos sucederá lo mismo. Entonces, ¿sobra «La Historia de la guerra del Peloponeso»? En absoluto porque junto a la masa de necios e ignorantes, siempre hay individuos. Pero se equivoca Tucidides creyendo que “tener un conocimiento exacto de los hechos del pasado y de los que en el futuro serán iguales o semejantes, de acuerdo con las leyes de la naturaleza humana”, será útil. Así que cierra los ojos, o mejor ábrelos cuanto puedas, y goza de la belleza, lo demás es incierto.
Fueron unos segundos, justo antes del amanecer: la luna estaba en el cenit, la bahía en calma, las luces titilando, de repente el sol, asomándose por el oeste, cubrió de oquedades la rosada superficie de las nubes. ¿Imaginas el contraste? Instantes después los grises, que enturbiaban el mar y el cielo, se volatilizaron, la nubes, perdiendo su individualidad, se estiraron, el mar comenzó a ondearse, los barcos a navegar. Nada, ni siquiera la belleza, es inmutable.
“Los hábitos, caracteres, opiniones, deseos, placeres, tristezas, temores, ninguna de estas cosas jamás permanece la misma en cada individuo, sino que unas nacen y otras mueren”. ¿Heráclito? Platón. “Si la felicidad consistiera en los placeres del cuerpo, llamaríamos felices a los bueyes cuando encuentran algarrobas para comer”. ¿Platón? Heráclito. ¿Yo? Que no creo que a los bueyes, ni a nadie, les importe que les consideren felices sino serlo y que, si el oscuro efesio y el divino ateniense tenían tanto interés en saberlo, podían haberles preguntado, observado o dado a elegir entre algarrobas y un guiso de carne. Hubiese sido más inteligente, e igual de oscuro, haber confesado que no lo sabía, pero que a él le gustaban más los placeres del alma que los del cuerpo porque, si la felicidad fuera la misma para todos, ni él sería Heráclito ni tú tendrías, de propina, este aforismo: “Está en poder de todos los hombres conocerse a sí mismos y ser sensatos”. Si no fuera porque, según dicen, escribió “en un estilo bastante oscuro, para que sólo los capaces tuvieran acceso a él”, yo diría que encontró la fórmula de la felicidad.
Cuídate