Estimaba “aquel pequeño fenicio” –o “sarmiento egipcio” como le apodaban otros–, “que, a partir de los sueños, puede cada uno darse cuenta de sus progresos: cuando uno no se ve en lo sueños complaciéndose en algo vergonzoso, ni aprobando o realizando algo terrible o absurdo”. O sea que analizando los sueños podemos saber si somos o no virtuosos, en consecuencia, felices si, como asegura, “la virtud es suficiente para la felicidad”. Claro que habría que preguntarle qué entiende por vergonzoso. Según Sexto Empírico, Zenón “dice que no es algo espantoso copular con la propia madre” y, según Diógenes Laercio, que “las mujeres deben ser comunes entre los sabios, de tal modo que cualquier hombre use cualquier mujer”. Lo que para él, que “nunca había usado mujer siempre muchachos”, no sería un problema. Ignoro si sabía, como Epicuro, que “los daños procedentes de la gente se originan por odio, o por envidia, o por desprecio”. Pero algo debió intuir, porque “dijo que quienes malinterpretan sus palabras y no las comprenden, son sórdidos y mezquinos”.
Cicerón, antes de acusarlo: “Si es verdad que los filósofos causan daño a los oyentes que interpretan mal lo que está bien dicho, es posible que salgan depravados de la escuela de Arístipo y crueles de la de Zenón”, debió preguntar a los ciudadanos de Atenas que erigieron estatuas por vivir de acuerdo con sus enseñanzas. “Honraron grandemente los atenienses a Zenón, al punto de brindarle inclusive las llaves de las murallas y de galardonarlo con una corona de oro y una estatua de bronce”. O, mejor aún, leer el decreto que promulgaron: “Puesto que Zenón, se dedicó durante veinte años a la filosofía en la ciudad, se comportó en lo demás como un hombre bueno, exhortando a los jóvenes que buscaban su compañía a la virtud y la templanza, se volcó hacia lo mejor proponiendo a todos su propia vida en perfecto acuerdo con las palabras que pronunciaba, le ha parecido bien al pueblo coronarlo con una corona de oro a causa de su virtud y de su templanza y erigirle también un monumento fúnebre en el Cerámico”. Aunque no era el único, también Epicuro se quejaba a Meneceo de que tergiversaban sus doctrinas: “Cuando decimos que el placer es la única finalidad, no nos referimos a los placeres de los disolutos y crápulas, como afirman algunos que desconocen nuestra doctrina o no están de acuerdo con ella o la interpretan mal, sino al hecho de no sentir dolor en el cuerpo ni turbación en el alma”.
¿Cambiar de opinión? No, sigo pensando que hay que fijarse en los hechos más que en las palabras, en las conductas más que en las teorías, pero si te inclinaras por lo que dicen tampoco importaría si, como afirma el cínico Mónimo: “Todo es opinión”, o más elocuentemente Demócrito: “El mundo, alteración; la vida, opinión”, y, menos aún, si, como aconseja el estoico Marco Aurelio, examinamos “las cosas humanas como efímeras y carentes de valor”. Recuerda, sin embargo, que el que escribe y lee suelen ser personas distintas, que las palabras son equívocas y los pensamientos ajenos, pues, si no lo tienes en cuenta, corres el riesgo de malinterpretarlos. Pero, si lo que pretendes es aprovecharte de ellos, importa más lo que crees que lo que quiso decir, incluso moverte en ambos planos. Puedes, por ejemplo, utilizar los sueños como criterio sin tener en cuenta lo que considera vergonzoso. Si, para él, por ejemplo, soñar que era Edipo no suponía un impedimento en el camino hacia virtud, y opinar, sí: “El sabio nada opina, de nada se arrepiente, en nada se equivoca, nunca cambia de idea”, para ti, podría ser al contrario, o cualquier otra cosa. Ocupémonos, pues, de las ideas no de las palabras, y no de las suyas sino de las nuestras. ¿Qué pretendo? Aplicar el método de los sueños a la vigilia, porque podría suceder que no fuera la razón sino el carácter, la educación o el momento, lo que le impulsó a considerar que “sólo lo que es moral debe considerarse bueno”.
Dionisio también lo creía. Pero, cuando enfermó, comprendió que estaba equivocado. “A causa de una grave enfermedad de los ojos se negó a declarar que el sufrimiento es indiferente”. Si hubiera escuchado la voz del cuerpo, o este sabio consejo: “Si en el transcurso de la vida encuentras un bien superior a la justicia, a la verdad, a la moderación, a la valentía…vuélvete hacia él con toda el alma y disfruta del bien supremo que descubras”, se habría ahorrado el calificativo de chaquetero.
Sigamos a su jefe, quizá nos ayude a corroborar la hipótesis. Llega a Atenas desde Fenicia y se entrega a la filosofía. Él lo atribuye al destino: “Bien obró conmigo el azar al empujarme a la filosofía”. Pero podría haber sido la educación: “Mnáseas, padre de Zenón, fue muchas veces a Atenas en viajes de negocio, y llevó de allí muchos de los libros socráticos, cuando Zenón era un niño. Por eso ya en su patria se había ejercitado. De tal modo que, al trasladarse a Atenas, se unió a Crates”, las circunstancias: “Mientras transportaba púrpura desde Fenicia naufragó cerca del Pireo. Llegado, pues, a Atenas, cuando ya tenía treinta años, se sentó junto a un librero. Y, como éste leyera el segundo libro de los Memorables de Jenofonte, se sintió complacido, y le preguntó dónde podían vivir tales varones. Como oportunamente llegara Crates, el librero, señalándolo, le dijo: Síguelo. Desde aquel momento fue discípulo de Crates”, la manera de ser: “Era frugal en extremo y de una tacañería bárbara, so pretexto de economía. Compartía una casa con Perseo y como éste, en cierta ocasión, le llevara una flautista, la devolvió al propio Perseo. Si se burlaba de alguien, lo hacía con rodeos y sin fiereza, sino con una alusión”, incluso su timidez: “Era modesto en comparación con la desvergüenza de los cínicos. Por lo cual, Crates, queriendo curarlo también de esto, le dio una olla con potaje de lentejas para que lo llevara a través del Cerámico. Pero al ver que él se avergonzaba y la escondía, rompió la olla golpeándola con el bastón. Mientras Zenón huía y el potaje de lentejas se le deslizaba por las piernas. Crates exclamó: ¿Por qué huyes fenicio? Nada terrible te ha sucedido”. ¿Más? “Evitaba las multitudes, de modo que se sentaba en un extremo del banco, para ahorrarse en parte el fastidio”. En definitiva, una llamada de la naturaleza más que una conversión.
¿A dónde quiero llegar? Me preguntaba si las concepciones éticas, políticas, sociales, filosóficas y científicas, aparentemente abstractas, no ocultarán el modo de ser de sus autores igual que los sueños muestran el progreso moral. Es decir, si están condicionadas o determinadas, en última instancia, por el carácter. Si Aristóteles, por ejemplo, siendo un juerguista, habría considerado la actitud contemplativa como la felicidad perfecta, y Epicuro la ausencia de dolor de haber sido masoquista. Si no llamarán vida buena a la que personalmente les resulta placentera, no teniendo que esforzarse para vivir de acuerdo con sus mandamientos. Sin embargo, los que ignorantes de sí mismos siguen caminos trazados por otros, no sólo no son felices sino que malinterpretan, rechazan o abandonan porque es imposible acallar la voz de la naturaleza como le sucedió a Dionisio que “entraba en los tugurios y gozaba de los placeres sin recatarse”. “Tus reflexiones, preguntas y citas, ¿también?”. ¡Claro! Si buscas seguro que me encuentras. Aunque, conscientemente, sólo trato de aprovecharme de sus ideas, no de sus palabras y respuestas. Pues, como afirma Aristón, “si uno bien las ha entendido y aprendido, puede decidir por sí mismo lo que en cada caso debe hacer”. Tampoco pretendo humillarlos o afear sus conductas y, menos aún, juzgarlos sería poco inteligente e innecesario, es cualidad de la especie humana actuar a la luz del día y a cara descubierta. Así que, entre la vaga afirmación de Heráclito: “La mayoría son malos y los menos son buenos” y el matiz de Sócrates: “Los buenos y los malos son muy pocos, muchísimos los del medio”, me quedo con la contundencia de Bías, porque basta con mirar a tu alrededor para comprobar que “los más son malos”.
¿Un misántropo como Timón habría escrito: “De cuantos bienes proporciona la sabiduría para la felicidad de toda una vida, el más importante es la amistad”? No, ¿verdad? Sólo un filántropo cegado por la ideología, un ser de naturaleza bondadosa, o alguien que confunda una especie con otra escribiría tan bella máxima. En ésta, sin embargo, tu jardinero se muestra menos confiado: “Cuando se da, hasta cierto punto, la seguridad proveniente de los hombres gracias a la persistencia del poder y a la abundancia de recursos, la seguridad proveniente de la tranquilidad interior y del vivir retirado alcanza su mayor pureza”. ¿Por qué tan cauteloso? Por el tiempo transcurrido por qué si no, ¿o pensabas que la ley de la entropía no afectaba a los seres humanos? El carácter y las doctrinas pueden endulzar la vista y el oído, pero nada puede cambiar la flecha de la vida. Es tu turno, te toca a ti responder a la pregunta: «¿A qué hombre considerarías superior a aquel que guarda opiniones piadosas acerca de Dios, se muestra tranquilo frente a la muerte, sabe qué es el bien de acuerdo con la naturaleza, tiene clara conciencia de que el límite de los males dura poco y comporta algunas penas, que se burla del destino afirmando que algunas cosas suceden por necesidad, otras casualmente, otras dependen de nosotros porque se da cuenta que la necesidad es irresponsable, el azar inestable y, en cambio, la voluntad libre y, por ello, digna de merecer repulsa o alabanza?». No hay que ser un experto psicólogo para saber en quien pensaba.
No creas que estoy recriminándole, al contrario admiro los matices, las diferencias, las variaciones, los contrastes. Si el mar, mi islote o las rocas leyeran los partes sabrían a qué especie pertenezco, porque la experiencia humana puede variar, pero el fondo es el mismo. Aunque de poco les serviría porque, a los humanos, nos sucede como a Proteo que, a pesar de su naturaleza divina, no podía ser aprehendido: “Se metamorfoseó en un león de buena melena, y luego en dragón, en una pantera, y en un enorme jabalí. Transformose en un torrente de agua y en un árbol de altas ramas”. Algunos, sin embargo, con engaños lo consiguieron. “Dando gritos nos echamos encima de él y le atrapamos”, cuenta Menelao, orgulloso de su hazaña, al joven Telémaco. También yo lo estaría si adivinara al autor de tan moralizantes palabras: “Político es el hombre que elige las bellas acciones por ellas mismas, mientras que la mayor parte de los hombres abrazan esta vida por dinero y provecho”. ¿Platón? No, su estilo es más poético, ¿Epicuro?, tampoco sus máximas no son tan elegantes, ¿Zenón o Demócrito?, quizá, aunque me inclino por Aristóteles. Es curioso cómo el modo de ser conforma gustos, deseos, intereses y la manera de expresarse. Platón es tímido, sensible, un poeta, su lenguaje elevado, a veces, sublime, y sus diálogos tan bellos como las tragedias de Esquilo, Sófocles y Eurípides. Por la fecha de nacimiento sería el cuarto trágico, por el realismo y colorido con que describe el ambiente intelectual de Atenas, la caracterización de los personajes, la fidelidad con que transmite los diferentes puntos de vista y la facilidad para inventar nuevos mitos, uno de los primeros. Aristóteles es paciente, voluntarioso, un científico, su lenguaje llano, aunque algo descuidado, y, como buen observador, realista y pragmático, se atiene a los hechos relegando el ideal al mundo de los conceptos. En definitiva, un magnífico artesano, pero mediocre artista. Por el contenido podría ser cualquiera, incluso tú mismo.
Que le considere uno de los trágicos no significa que no aprecie su valía como filósofo. Pero si el entusiasmo que provoca la presencia de Protágoras en casa de Calias, el arrobamiento de Sócrates camino de la casa de Agatón o la irrupción de Alcibiades borracho en el Banquete, la charla con Céfalo sobre la vejez en la República son pasajes memorables, las disquisiciones filosóficas suelen ser embrolladas y farragosas. No por falta de imaginación sino porque lo que se posee en abundancia, si no se administra con moderación, puede provocar el efecto contrario, como le aconteció a su hermano Glaucón al oír a Sócrates describir la Idea de Bien. “¡Por Apolo! ¡Qué elevación demoníaca!”, exclamó riendo. En esta ocasión, sin embargo, la naturaleza fue la maestra, el cerebro su vástago. Amaneció grisáceo, por la noche había lloviznado. A mi espalda el sol aunque podría haber sido la luna. En frente, ¡milagro! Imagina un lienzo de Mondrían sin líneas ni cuadros, sólo las franjas de colores unas sobre otras: el amarillo avellana de la arena, el verde intenso de las algas, el granate de las rocas, el verdoso de la bahía, el añil de las nubes. Sobre el horizonte un grueso trazo negro, alrededor hileras de barcos y nubecillas negras. Al fondo rayos, truenos y relámpagos. Comprendo que volar a ras del suelo no provoque aplausos ni vítores. No es culpa mía que las palabras no estén a la altura de los sentidos. Habría que imitar a Aristóteles, y limitarse a describir lo observado. Juzga por ti mismo: amaneció nuboso, tanto que el sol parecía la luna, a lo lejos, sobre el horizonte, densas nubes negras descargaron rayos, truenos y relámpagos. ¿Mejor? Más parco, seguro.
Demócrito asegura que “si prestas atención a sus máximas, realizarás acciones propias de un hombre de bien en vez de mezquinas”. Ojalá el actuar bien o mal dependiera de la atención o el recuerdo, pues bastaría con ilustrar a la humanidad para que la injusticia, las guerras, los crímenes desaparecieran. Pero ninguna utopía, mandamiento o consejo han hecho a los seres humanos ni buenas ni mejores personas. ¿Ingenuo? No, inteligente sí, buena persona, también y, como la mayoría, incapaz de distinguir entre el individuo y la especie. Creer que sus opiniones son las únicas científicas es un vicio común a todos los materialistas, la ecuación ciencia igual a verdadero siempre ha funcionado, pero no se aferran al ser humano por filantropía, sino porque son incapaces de vivir para sí mismos, sin sentirse culpables. ¿Por qué he escogido su cita? Porque, si la propina va a salir de mi bolsillo, he de ser yo quien decida la cantidad, ¿no te parece? Además optimistas hay muchos, pero que sean inteligentes pocos. Y, sobre todo, porque reflexionar es un placer y el mejor antídoto contra todos los dogmatismos. Aunque basta con recordar la historia, o tus experiencias, para saber que dominar a los demás es consustancial a la especie humana. El desencanto también, así que no esperes demasiado:
“Quien escoge los bienes del alma escoge algo más divino; quien escoge los de su morada corporal escoge lo humano”.
¿Decepcionado? No parece de Demócrito, ¿verdad? y menos de un materialista. Pero podría ser de él, o de cualquiera, porque el maniqueísmo y la dicotomía son características constitutivas de la especie. Así que no des tanta importancia a las personas ni a lo que dicen. Las opiniones pueden ser útiles, pero no verdaderas, aunque algunas parezcan más verosímiles que otras. Reflexiona, medita, contrasta, vuelve a reflexionar, meditar, contrastar una y otra vez utilizándolas como material para construir las tuyas. Tampoco tienes que elegir si no quieres. ¿Libre? No sé si te sientes libre o no. Pero sí que eres el único responsable de tus actos, porque las decisiones las tomas tú, no la necesidad ni la Providencia. Pero, si te decides, recuerda que “la enfermedad hace a la salud cosa agradable; el hambre, a la hartura; el cansancio, al descanso”. Y no lo dice ninguno de mis sofista, aunque podría si pensara, como él, que todo fluye. ¿Mi consejo? Que cojas de un tonel u otro según te lo pida el cuerpo y el momento. Pero no dejando que “los deseos se hagan tan grandes como sea posible, y no reprimirlos sino satisfacerlos”, como propone Calicles, sino con una balanza en la mano, como aconseja Sócrates: “Si pesas lo agradable frente a lo agradable, hay que preferir siempre lo que sea más en cantidad. Si los dolores frente a los dolores, los menos y en menor cantidad” o “relacionando cada elección o negativa con la salud del cuerpo o la tranquilidad del alma” como tu jardinero. Es decir, teniendo en cuenta “lo perjudicial y lo beneficioso”, o sea inteligentemente.
Cuídate