“He decidido seguir tu plan: El vuelo de la paloma, como lo llamas. Pensé incluso utilizarlo como título, pero finalmente se llamará: “La Ilíada y la Odisea, las raíces de Occidente”. Filmaré por separado el argumento y los diálogos, porque el objetivo es que los espectadores se identifiquen con los valores e ideas que transmiten las obras, no contar la guerra de Troya y las andanzas de Odiseo. Se verá, por ejemplo, el duelo entre Héctor y Patroclo, y, en imagen sobreimpresa, a los actores recitando sus parlamentos sobre un escenario, como si fueran actos de una tragedia. Cada canto se rodará en un lugar diferente, el primero, por ejemplo, en Eleusis como si se tratara de un viaje iniciático, o en las murallas de Troya como si regresáramos con Odiseo a Ítaca o con Agamenón a Esparta. El resto, en cualquiera de los teatros diseminados a lo largo del Mediterráneo desde Epidauro o Delfos hasta Baelo Claudio o Gades pasando por Roma, Taormina, Catania, Siracusa, Segesta, Pompeya, Arlés, Mérida, Itálica, Cartago, Djémila, Plovdiv, Dodona, Priene, Éfeso, Palmira, Leptis Magna, Petra y Caesaraugusta. ¡Buena excusa para hacer turismo por todo el imperio!, ¿no te parece? Los palabras representarán lo intemporal, lo que nos une; las imágenes la época, los que nos separa; el espectador, el último eslabón de la cadena. La escena final se representará en el teatro Dioniso de Atenas con los poetas, pintores, filósofos y científicos que han conformado la cultura europea, desde Grecia y Roma hasta nuestros días, entremezclados con los espectadores. Nunca pensé que disfrutaría tanto sin haber filmado ni un solo plano. ¿Te imaginas cuando tenga delante del objetivo el Ida y las murallas de Troya?”.
Me temo que no eres el único. Alejandro preguntó al mensajero, que corrió apresuradamente a su encuentro, si Homero había resucitado. Arcesilao le llamaba “su amado”, y el espiritual Plutarco lamentaba “con cuanto pesar leemos la parte final de la Ilíada, echando de menos el resto del relato”. Aunque sin motivo, porque si le entristecían “los funerales de Héctor, domador de caballos”, podía volver al Canto I: “La cólera canta, oh diosa, del Pelida Aquiles”. Y, como los deseos naturales, por muchas veces que se satisfagan, siempre parecen nuevos, releerlos una y otra vez resultará igual de placentero si, como asegura Zenón, “los mismos individuos volverán a encontrarse en las mismas circunstancias y experimentarán las mismas sensaciones”.
Pero, si lo que quería era gozar más intensamente, podía visualizar las disputas entre Zeus y Hera, los juegos en honor de Patroclo, rememorar la despedida de Andrómaca y Héctor, meditar las palabras de Aquiles a Príamo, dibujar el escudo de Hefesto, pintar la aurora de rosados dedos y navegar por el vinoso ponto porque si, como afirma Homero, “de todo se harta uno, incluso del sueño y del amor, el dulce canto y de la intachable danza”, prolongar o acortar los placeres del alma dependerá de uno mismo.
Epicuro, sin embargo, tachaba de “tonterías”, según Plutarco, “cuantas maravillas cantó, inspirado, Homero”. Es propio de iluminados y dogmáticos despreciar los gustos de los demás para imponer los suyos, como su denostado Platón que no duda en excluirlo de su hormiguero: “Narrar cuantas batallas entre dioses ha compuesto Homero no lo permitiremos en nuestro Estado”, el aristocrático Heráclito: “Homero debería ser suprimido de los certámenes y vapuleado, lo mismo que Arquíloco” o el crítico Jenófanes:
“A los dioses achacaron Homero y Hesíodo todo aquello
que entre los hombres es motivo de vergüenza y reproche:
robar, adulterar y engañarse unos a otros”.
Exagera, también comen, beben y se divierten:
“Así habló, y se sonrió Hera, la diosa de blancos brazos,
y tras sonreír aceptó de su hijo en la mano la copa.
Mas él a todos los demás dioses de izquierda a derecha
fue escanciando dulce néctar, sacándolo de la crátera.
Y una inextinguible risa se elevó entre los felices dioses
al ver a Hefesto a través de la morada jadeando.
Así durante todo el día hasta la puesta de sol
participaron del festín…”
Y no creo que tales necesidades sean vergonzosas ni reprobables. Si los dioses no mintieran, engañaran o insultaran serían tan distintos de nosotros que nada nos enseñarían porque, como depredadores, detectamos fácilmente los defectos ajenos, pero con dificultad los propios. ¿Juzgas inmoral que Hera seduzca a Zeus para engañarle, que Venus le ponga los cuernos a su marido y que Apolo se enfrente a Ares? Pues no mientas, ni cometas adulterio, ni actúes con violencia porque los dioses somos nosotros mismos.
“Hace cuanto está en su poder para convertir a los hombres en dioses y a los dioses en hombres”, afirma extasiado Longino ante la grandeza y sublimidad de Homero. Podemos especular, imaginar, inventar, pero inevitablemente nos reflejaremos en nuestras obras. Pues, ¿cómo podríamos crearlas si no es tomándonos como modelo? Con la religión acontece como con todas las creaciones humanas: el éxito o fracaso depende del mayor o menor parecido que tengan con sus creadores porque, como afirma filosóficamente Protágoras: “El hombre es la medida de todas la cosas” y gráficamente Jenófanes: “Si las vacas o los caballos o los leones tuviesen manos dibujarían a sus dioses como caballos, las vacas como vacas”. Muy alejados de nosotros debemos estar para que haya triunfado su sorprendente propuesta: “Uno solo es dios, ni en cuerpo ni en entendimiento se asemeja a los mortales, permanece siempre en el mismo sitio, sin moverse, reina con el simple pensamiento”.
Dices que no es comprensible que Odiseo –viviendo en una isla que “hasta un inmortal, que por allí llegara, se asombraría contemplando el paisaje y se sentiría regocijado en su corazón”, con una mujer “en belleza y figura” superior a Penélope dispuesta a “hacerlo inmortal e inmune a la vejez”- esté tan ansioso por volver a Ítaca, “un terruño de cabras”, en palabras de su hijo Telémaco. Y, como no puede tratarse de un fallo técnico –aunque el docto Longinos asegura haber “notado no pocas faltas en Homero”-, has decido aplicar el método de Zenón. No para averiguar si era, o no virtuoso, sino para conocer los deseos, experiencias y vivencias que se ocultan tras la poesía, los sueños y todas las obras del espíritu, pues “si analizara el alma, ¿qué otra cosa encontraría?”.
Argumentas que debía ser un anciano cuando escribió la Odisea, (“alrededor de los setenta”) y, por nostalgia o porque iba a morir, sintió deseos de regresar. Lo que no debió suceder, pues “se hubiese sentido tan decepcionado como Odiseo cuando puso los pies en Ítaca”. Y, en vez de terminar con el feliz reencuentro entre Odiseo y Penélope, le habría enviado de nuevo a los confines del Mediterráneo. En definitiva, que Homero ha proyectado en Odiseo sus propios deseos. Y esa transferencia es, en tu opinión, la causa de los vaivenes que sufre el héroe y de su extraño comportamiento. “¿Qué hombre, después de comparar la belleza de Nausica con la de un “retoño de palmera” que vio “en Delos, junto al altar de Apolo”, querría marcharse o permanecería indiferente cuando, después de contemplarlo, susurra “ojalá fuera mi esposo”? La vejez –concluyes– puede explicar la falta de vigor de la Odisea, como sostiene Longinos: “Homero no conserva el mismo vigor que en aquellos famosos versos sobre Ilión, ni un nivel de sublimidad que no admite caídas.…Más bien es como el Océano, cuando se repliega sobre sí mismo y fluye tranquilo en torno a sus propios límites”, pero no el comportamiento inverosímil de Odiseo. ¿Osado? No tanto como Anaxágora al sugerir “que la poesía de Homero tenía por tema la virtud y la justicia”, o Zenón “al demostrar que algunas cosas las escribió, según la opinión, y otras, según la verdad”.
Sé que gracias a la razón somos libres y que, sin ella, no podríamos juzgar, criticar o combatir la intolerancia y el dogmatismo. Pero, lógico y comprensible, no son siempre sinónimos. A veces, para comprender el comportamiento de los personaje, hay que tener en cuenta su carácter, sus deseos, no la coherencia del argumento. Y no pongo en duda que las obras del espíritu sean sublimaciones de deseos, pero sí que la razón sea el único criterio para juzgarlas, porque los impulsos casi nunca son razonables, y sólo a posteriori la razón parece mover a los hombres. Dices que el rechazo de Odiseo es incomprensible, pero humano, porque si, empujado por el viento, arribase a la isla de los Bienaventurados, a pesar de que “en ese lugar es dulcísima la existencia de los hombres”, estaría ansioso por volver a casa. Te lo digo por experiencia. Es lo que sentía cuando iba al pueblo a comprar provisiones y observaba, desde el muelle, el faro y el islote. Por cierto, si analizaras una muestra del alma comprobarías que esas “experiencias, deseos y vivencias” flotan en un fondo blando, oscuro e ininteligible como el légamo de las catas. La biología, amigo mío, sustenta las creaciones humanas.
Dices que debía estar muy ciego para preferir Ítaca a la isla Ogigia. La ceguera debe ser una enfermedad muy común, porque tampoco yo cambiaría mi islote por ninguna Ítaca. Y no debo ser el único pues, según un aventajado discípulo de Protágoras, “si alguien diese orden a todos los hombres de reunir en un mismo lugar aquellas cosas que considera feas y, a continuación, tomar de este montón aquélla que cada uno considera bellas, no quedaría ni una sola, sino que entre todos las irían tomando todas”. Obvio, pero bello, ¿no te parece? Es la ventaja de los hechos, que no necesitan ser demostrados. Aunque, en mi opinión, la fealdad y la belleza dependen más del carácter que de los ojos. O sea que juzgamos a los demás tomando nuestro modo de ser como criterio. Una puesta de sol o las cantatas de Juan Sebastián Bach parecerán sublimes al amante de la tranquilidad y el silencio, y aburridas a los amantes del bullicio. También podría ser que lo bello sólo fuera accesible a unos pocos y el resto juzgara según la costumbre. Heródoto asegura que con el bien y el mal sucede lo mismo: “Si todos los seres humanos reuniesen un lugar determinados sus propias desgracias, con el objeto de intercambiarlas con sus vecinos, todos y cada uno de ellos, al reparar en las desgracias del prójimo, volvería a llevarse gustosamente las que hubiesen presentado”. Es posible. Pero sin precipitarse, porque el mal como la virtud, la verdad, la justicia, el deber y demás valores e ideales admite el más y el menos. Así que cada uno elija lo feo, malo, bueno, bello y justo que más le agrade, porque no hay “tres géneros de vida: la vida política, la vida filosófica y la vida de placer”, como pretende Aristóteles, sino tantas como individuos.
“¿Acaso Odiseo esperaba encontrar la familia y la hacienda como las dejó?”.¿Encontrar? Los deseos no necesitan añadidos, se bastan a sí mismos. Estoy de acuerdo, sin embargo, que idealizar el pasado, o imaginar que, en el futuro, los árboles darán pan y los ríos leche es propio de embaucadores e ignorantes, aunque forme parte del instinto de supervivencia, porque sin esperanzas ni sueños habríamos desaparecido. Tampoco se hubiese quedado de haber podido alardear de sus encuentros amorosos. La vanidad y la envidia son poderosos argumentos y, sin lugar a duda, el engaño y el vicio más extendidos. Pero si hubiese leído mis cartas, en vez de los versos de Píndaro, sabría que los seres humanos no somos sueños ni sombras -“¡Seres de un día! ¿Qué es uno? ¿Qué no es? ¡Sueños de una sombra es el hombre!”-, sino un conglomerado de vivencias y recuerdos. Y, sólo borrándolos de su memoria, habría conseguido Calipso retenerlo porque, vivir eternamente recordando, hubiese sido peor castigo que los sufridos por Tántalo y Sísifo. Y no dudo de la sinceridad de sus sentimientos, pero tampoco creo que la echara de menos cuando yaciera con Penélope. Codiciar lo que no se tiene y, una vez conseguido, encapricharse de otra cosa y añorar lo desechado es el sino de unos seres que ignoran, como escribe Epicuro, que “lo que se tiene era antes un deseo”.
Dices que la Odisea es muy cinematográfica, que se podría filmar, sin necesidad de adaptarla, simplemente convirtiendo en imágenes sus versos. Homero no es el único. Esa habilidad también la posee Eurípides. Puedes comprobarlo leyendo cómo mueren abrasados Creonte y su hija. “Seguiría los pasos de Odiseo por la sala del banquete hasta que atranca las puerta para impedir la huida de los pretendientes. Luego filmaría en un largo, larguísimo trávelin la matanza”. Haces bien en desechar los planos cortos, inundar la pantalla de sangre, en vez de desagrado, produciría risa. El espectador puede entender que Odiseo se vengue de unos pretendientes codiciosos y lascivos y que Aquiles llore la muerte de Patroclo, pero no “el sacrificio de cautivos vivos en la pira”, como le recrimina Platón, ni la muerte de las esclavas en el banquete. Escenas que la mano de Homero suaviza, en imágenes provocarían rechazo.
“El encuentro con Argos es especialmente emotivo e inquietante. Te has preguntado cómo hubiese reaccionado si hubiese corrido a su encuentro ladrando y moviendo el rabo. Aunque conociendo al personaje seguramente habría exclamado: ¡Juro por los dioses que no los he robado! Y, para despejar las dudas, habría añadido que los harapos habían pertenecido a Odiseo, pero que, capturados por unos piratas, habían intercambiado los vestidos para despistarlos. Lo que habría desorientado a los pretendientes que le creían muertos y convencido a Penélope de que aún vivía”. Esos emotivos encuentros, especialmente con Eumeo, Telémaco, Argos y su padre son una muestra más del genio de Homero. ¿Qué lector, después de observar su cariñoso comportamiento con el porquero, no siente deseos de susurrarle al oído: “Has conmovido a fondo el ánimo en mi pecho” o se le saltan las lágrimas cuando se da a conocer a su incrédulo hijo? Humanizar al héroe es una estratagema para ganarse a los lectores.
“Quizá tuviera en mente a quienes le había hecho daño”. Es posible, ¿quién no ha deseado golpear a los que abusan de su autoridad, o nos tratan despótica e injustamente? Pero lo más probable es que se deba a su imaginación porque, como recuerda Longinos, hablamos “de la vejez, pero de la vejez de un Homero”, o quisiera ser tan famoso como el matricida Orestes: «Si no puedo ser inmortal que lo sea mi nombre», debió pensar mientras degollaba a los pretendientes y a las sirvientas. ¿Te refieres al autor, al personaje o a ambos? Vivir sin engaños es difícil y para la mayoría imposible. Pero no creo que la estupidez llegue hasta ese extremo porque, una vez muerto, ¿qué puede afectarnos? Eso al menos piensa el cínico Diógenes: “¿Cómo va a ser la muerte un mal si cuando está presente no la sentimos?” y tu jardinero: “El peor de los males, la muerte, no es nada para nosotros, porque mientras existimos no está presente y cuando está presente, no existimos”. Aristóteles, sin embargo, se muestra más cauteloso, no porque creyera que “los muertos participan de algún bien” sino porque, siendo meteco y macedonio, no quería enemistarse con los atenienses. Yo, que picoteo libremente de todas las escuelas, creo, como tu jardinero, que buscamos la fama y los honores pensando en el presente, no en el futuro, en nosotros, no en nuestro nombre, o sea por los privilegios y beneficios que conllevan. Y no dudo que imaginarse en boca de la posteridad pueda resultar placentero si, como escribe el poeta, “un hombre se deleita en unas cosas y otros en otras”.
“Sólo pretendía pasar un buen rato”. El placer debe ser contagioso, pues tu carta y Homero me han producido idéntico efecto. He de reconocer, sin embargo, que el día era propicio. La primera sensación placentera llegó al abrir la ventana y se confirmó cuando llegué al embarcadero. Podía ver con nitidez la bocana del puerto, los barcos en el muelle, las grúas, la cúpula de la catedral y las ventanas de las casas. A mis pies, el mar cristalino dejaba ver el fondo. Entonces sucedió algo inesperado: un meridiano imaginario dividió en dos el cielo, hacia el este, la luz dominaba, hacia el oeste, una masa de nubes dejaban tras de sí un fina lluvia y el arcoiris cubriendo el cielo. Absorto observaba como recomponía y acentuaba sus colores. Sobre las zonas más oscuras brillaban azules, verdes, amarillos y anaranjados. ¿Aún más? El encuentro se saldó con un haz de luz blanca, ¿satisfecho?
¿Inconveniente? ¿Por qué habría de tenerlo? Tampoco tienes que simular un incendio como hizo Friné para averiguar cual era la pieza favorita de Praxíteles. ¿Quieres saber cuál es mi preferida? Depende del momento, si quiero saber cómo somos la Ilíada, cómo a algunos les gustaría que fuéramos el Gorgias y la República, pero, si puedo elegir, prefiero La Iliada a los diálogos platónicos porque, en Homero, no hay rastro de trascendencia. “Nada hay que equivalga a la vida porque ni está sujeta a pillaje para que vuelva ni se puede recuperar cuando traspasa el cerco de los dientes”, le espeta el iracundo Aquiles a Agamenón en la Iliada. “No me elogies la muerte, ilustre Odiseo. Preferiría ser un bracero y ser siervo de cualquiera, de un hombre miserable de escasa fortuna, a reinar sobre todos los muertos”, se queja su sombra en la Odisea.
El divino ateniense, sin embargo, juguetea como un niño. No me extraña que, ante tanta ambigüedad, “unos dijeran que Platón era dogmático, otros que escéptico y otros que dogmático en unas cosas y escéptico en otras”. Cuando defiende la religión, el engaño y la razón de Estado como meros instrumentos para controlar a los seres humanos -“Si es adecuado que algunos hombres mientan, estos serán los que gobiernan el Estado….a todos los demás les estará vedado”- es la libertad de la polis, no la trascendencia lo que impulsa su pensamiento, igual que los atenienses, cuando respondieron a Jerjes: “Prendados como estamos de la libertad, nos defenderemos como podamos”, y los lacedemonios Espertias y Bulis, al general persa Hidarnes: “Si hubieras saboreado la libertad, nos aconsejarías pelear por ella no con lanzas sino hasta con hachas”.
Cuando se queja del cuerpo porque “nos llena de amores, de deseos, de temores, de mil quimeras, de mil necedades” y alaba el alma “algo más divino y más bello que el cuerpo”, no es la inmortalidad sino el poder lo que ansía como confiesa en sus cartas: “Estaba deseando dedicarme a la política”. Y, para conseguirlo, no duda en autoproclamarse salvador de la raza humana: “A menos que los filósofos reinen en los Estados, y que coincidan en una misma persona el poder político y la filosofía, no habrá fin de los males para los Estados ni para el género humano”; convertir el Hades –“morada temible y tenebrosa” en la que vagan las almas de los muertos–, en los Campos Elíseos, un paraíso donde “no existe la nieve ni el denso invierno”; argüir que la muerte no era el fin sino un tránsito y, para culminar la obra construir, con mitos y razones, un mundo de almas inmortales, dioses benefactores y justicia eterna. Pero, tanto esfuerzo le pasó factura, y lo que comenzó siendo un reto, un desafío de la razón, un intento de doblegar los instintos, en definitiva un instrumento de poder se convirtió en el objetivo y, como Alonso Quijano, acabó creyendo sus propios embustes.
Y no fue el primero ni será el último. Su maestro Sócrates también pensaba que “es del alma de donde arrancan todos los males y los bienes para el cuerpo”, aunque consideraba un error “intentar, por separado, ser médicos del alma y del cuerpo”. Su discípulo Cleómbroto y el virtuoso Catón leyeron el Fedón en busca de consuelo, aunque, con argumentos o sin ellos, habrían acabado suicidándose, porque el problema no era Sócrates o Julio César sino ellos mismos. Y llamarle conciencia en lugar de alma habría resuelto sus dudas, no modificado el carácter. Además, para el que quiere, es fácil encontrar excusas que justifiquen sus actos.
Claro que me ha gustado la propina, que no pertenezca a ninguno de los siete sabios ni la hayan esculpido en Delos o Delfos no significa que no sea una bella máxima. Aunque yo, en lugar de “Aprende de los demás y no sólo de ti mismo”, habría escrito “Aprende de los demás o de ti mismo”. Y, no es un cambio pequeño, sustituir la conjunción por una disyuntiva, porque, no necesitan aprender de los demás, los que pueden hacerlo por sí mismos.
Cuídate