Sé, por tus cartas, que eres feliz deambulando por la Escuela, que, como los niños, te enorgulleces con cada nuevo descubrimiento. No dudo de tu sinceridad, ni de la de Demócrito al igualar la educación con la naturaleza (“La naturaleza y la enseñanza son cosas semejantes. Y es que la enseñanza remodela al hombre y, al remodelarlo, actúa como la naturaleza”), aunque me parezca más convincente la opinión de Eveno:
“Afirmo, amigos, que el hábito es práctica duradera
y que acaba por ser naturaleza en los hombres”.
No te dejes encandilar por las palabras, pues, como advierte Epicuro, “si adoptamos una posición que se contraponga a la evidencia de los hechos, nunca alcanzaremos la auténtica serenidad”. Así que goza del momento porque sólo el presente te pertenece, lo demás es incierto. Si hubieses observado tan elemental norma, habrías disfrutado de la lectura en lugar de buscar culpables. Y, si como afirma Aristóteles: “Todos, animales y hombres, persiguen el placer” y tu jardinero: “No sé cómo imaginar el bien, si suprimo los placeres del gusto, del sexo, del oído y de las formas bellas”, habrías degustado su belleza; una vez marchita, reflexionado sobre el paso del tiempo y la fragilidad de la vida; y, para apurar el placer, gozado de la victoria de la luz (“Venció la luz. Pero su victoria fue pírrica”) y el ascenso nocturno de la Osa (“Una oscura franja azul se extendió por el horizonte. Mientras la Osa ascendía escoltada por Arturo y Capella. Y por el sur avanzaba majestuoso Leo”) porque “es agradable, del presente, la actividad; del futuro, la esperanza; del pasado, la memoria”. Por puro placer, “pues cada uno se complace en aquello hacia lo cual siente afición”.
Reconozco, como Tales, que “aconsejar a otro” es fácil. Y que los que conocen, por Heródoto, Tucidides y Tácito, el comportamiento de griegos y romanos (¡cuanta información y experiencias desaprovechadas!), observan críticamente a sus contemporáneos y reflexionan sobre la naturaleza humana, no necesitan que Alcibiades les advierta: “No aprendas, como un necio, por experiencia propia”. Pero, también, que si salieras de esas cuatro paredes sabrías, como enseña Epícteto, que “los hombres instruidos no acusan a los demás ni a sí mismo”. Además, si en vez de quejarme de la luz, hubiese escrito “estoy casi a oscuras”. ¿Cuál de las dos sería culpable: la luz o la oscuridad? ¿O has olvidado que “sobre cualquier tema hay dos razonamientos opuestos”? ¿El temporal? Si culpara al cielo mentiría, que busque las cosquillas a la razón no significa que la rechace, ni que vaya a entregarme en brazos del mito.
Sócrates “consideraba justo que los que ignoraban las cosas necesarias las aprendieran de quienes las sabían”. ¿“Saber”? Profunda y oscura palabra, no porque la luz sea escasa y la oscuridad casi absoluta sino por su mala memoria. “La sabiduría humano es digna de poco o de nada”, asevera interpretando el famoso oráculo. Según su divino discípulo: “Querefonte….fue una vez a Delfos y tuvo la audacia de preguntar….si había alguien más sabio que” él. “La Pitia le respondió que de todos los hombres el más sabio era Sócrates”. Apolo debió enviar heraldos por todos los rincones de Grecia, pues, a pesar de citar como testigo al hermano de Querefonte (“Acerca de esto os dará testimonio su hermano, puesto que él ha muerto”), “los miembros del jurado empezaron a protestar ruidosamente, unos porque no creían en sus declaraciones y otros porque sentían envidia”.
¿Que no sea amigo ni discípulo? En la Escuela hay algunos, aunque no tan oscuro como Heráclito: “En cuanto al conocimiento de las cosas visibles (¿es que hay otras?) los hombres son engañados como Homero, quien, sin embargo, era el más sabio de los helenos”, ni tan claro como Demócrito: “En realidad nada sabemos sobre cosa alguna”. ¿Enemigos? No te preocupes, ya aparecerá alguno defendiendo el punto de vista contrario, tiene donde elegir: además de Homero y Hesíodo, “hay diez escuelas: la Académica de Platón, Arcesilao y Lácides, la Cirenaica de Arístipo, la Elíaca de Fedón, la Megárica de Euclides, la Cínica de Antístenes, la Eretria de Menedemo, la Dialéctica de Clitómaco, la Peripatética de Aristóteles, la Estoica de Zenón y la Epicúrea del propio Epicuro”. La libertad de pensamiento y la tolerancia son el legado más preciado de la cultura griega. Libertad es sinónimo de convivencia, tolerancia de respeto a las palabras no a los hechos, porque no se trata de eliminar las opiniones contrarias sino de que convivan, para que cada uno pueda elegir la respuesta religiosa, filosófica y científica que más le agrade. Roma fue vencida por Grecia, Cristo por Roma, vencedores y vencidos forman parte de nuestras raíces.
¿“Justo”? Querrá decir lógico o racional, en definitiva, menos libre. Eso al menos se deduce de su pregunta: “¿Te parece que el conocimiento es algo hermoso y capaz de gobernar al hombre, y que si uno conoce las cosas buenas y las malas no se deja dominar por nada para hacer otras cosas que las que su conocimiento le ordena?”. Aunque debía tener sus dudas pues, a pesar de gobernar, dominar y ordenar, no dudó en colocarse un daimon en el hombro por si el conocimiento no era suficiente dominatrix. Quizá tendría que haber dialogado con Epicuro, o haber leído la carta que escribió a Pitocles: “Quienes se adhieren a una explicación única y adoptan una actitud no congruente con la experiencia están muy equivocados respecto a las posibilidades del pensamiento humano”, ¡y de la vida!
Es ley de la naturaleza humana pensar y actuar como si la manera que cada uno tiene de vivir la vida, o de no vivirla, fuera la mejor para todos. ¡Cómo si el gusto no dependiera del carácter! Y Sócrates no era una excepción: “Creo firmemente que yo, tú y los demás hombres consideramos que cometer injusticias es peor que recibirla y que escapar al castigo es peor que sufrirlo”. No debería hablar por los demás sin haberles preguntado. Además dudo mucho que estuvieran de acuerdo. Yo, por ejemplo, le concedo lo primero, pero no lo segundo. Prefiero escapar al castigo que sufrirlo. Conociéndolo no se hubiese dado por satisfecho. “Voy a tratar de conseguir que digas lo mismo que yo”. ¿Por qué? ¿Para qué? ¿Es que sólo él tenía derecho a vivir a gusto? Que la fe y la razón vean la vida en blanco y negro no quiere decir que otras perspectivas no sean posibles. Además, aunque consiguiera que todos pensaran igual, ¿por qué lo racional va a ser siempre lo mejor o lo más adecuado? Es cierto que le ayudó a morir “en la vejez, en la que confluyen todas las penas y la ausencia total de alegrías” y de la mejor manera posible. Pero, ¿cómo puede asegurar que a los demás les sucederá lo mismo?
“¿Cosas necesarias?”…¿Para quién? “Voy por todas partes sin hacer otra cosa que intentar persuadiros, a jóvenes y viejos, a no ocuparnos ni de los cuerpos ni de los bienes antes que del alma”. ¿Persuadir? ¿Es que alguno se lo pidió? “Sabed bien que si me condenáis a muerte, siendo yo…(¡por fin lo admite!)…el de más autodominio de todos los hombres en los placeres del sexo y de la comida; muy resistente frente al frío y el calor y todas las fatigas; y educado para tener necesidades moderadas”, “no me dañarías más a mí que a vosotros mismos”. No creo que el jurado entendiera tan sutil pensamiento. En realidad más que un juicio fue una diálogo de sordos: él pensando en el alma, ellos en qué gastarían los dos óbulos. No dudo de la sabiduría de Apolo cuando “respondió que ningún hombre era ni más liberal, ni más justo ni más sensato”, aunque, en opinión de Calicles, fuera poco práctica: “¿Qué sabiduría es ésta, Sócrates, si un arte toma a un hombre bien dotado y le hace inferior sin que sea capaz de defenderse a sí mismo?”, y de escaso valor: “Dices cosas sorprendentes y absurdas”, le espeta Polo, “Te ocupas de cosas inútiles, mínimas y dignas de nada”, le recrimina Hipias. Pero, ¡tanto le costaba decir que, si actuaba en contra de su manera de ser, no sería feliz y, por tanto, la vida no merecería la pena!
Llegado a este punto habría que preguntarle a su amigo Querefonte: “¿Sócrates dice esto en serio o bromea?”. Me temo que habría respondido: “Me parece que habla completamente en serio”. De acuerdo, era un ser humano excepcional (“Superaba en mucho a los demás hombres”), y con una autoestima encomiable (“A la vez que me admiraba poderosamente a mí mismo, los demás experimentaban lo mismo hacia mí”), aunque algo engreído, ¿no te parece? Debió de ser más comedido, los excesos resultan molestos. “Al ensalzarse a sí mismo ante el tribunal, suscitó el odio de los jueces y los indujo más aún a votar en su contra”. Y no podía aducir ignorancia después de setenta años deambulando por palestras y gimnasios. “A los atenienses no les importa mucho si creen que alguien es experto en algo. Pero si piensan que trata de hacer de otros lo que él es se irritan”, y yo, pero no por envidia, sino por la funesta manía de creer que lo que me hace feliz, hará feliz a los demás. La felicidad es tan personal como el carácter.
Afirma Epicuro en la “Carta a Meneceo” que “el placer es principio y fin del vivir feliz”. “Y aporta como prueba –según Diógenes Laercio en “Vida de los filósofos más ilustres”- que los animales apenas nacen están contentos con él y rechazan el dolor, de manera espontánea y sin razonamiento”. Académicos y peripatéticos lo niegan: “La naturaleza no incita buscar el placer sino tan sólo a amarse a sí mismos y a conservarse íntegro y a salvo”. No creas que fue el primero en avistar tan dulces tierras, Arístipo se había adelantado: “Da fe de que el placer es el fin el hecho de que nosotros desde niños irreflexivamente estamos habituados a buscarlo y una vez que lo hemos alcanzado no buscamos nada más”. Quizá ignorara que Sócrates lo hacía conscientemente: “Desde que empecé a comprender lo que se hablaba, nunca dejé de investigar y aprender cualquier cosa buena que podía”. Es decir, racionalmente porque, de haberlo hecho “irreflexivamente”, no habría afirmado que “vivir bien, vivir honradamente y vivir justamente” fuese lo mismo.
Lo único que hay que tener en cuenta, aconseja a los jueces, es “si digo cosas justa o no”, condenarme a muerte, desterrarme, privarme de los derechos ciudadanos, que los demás creen que “son grandes males, yo no lo creo así”. ¿Comprendes ahora por qué se jactaba de que ninguna condena podría hacerle daño? ¿Difícil de entender? No, si, como afirma Epicuro: “La virtud es inseparable del placer”, o él mismo: “Yo sé, cosa que es de lo más agradable, que mi vida entera la he vivido de manera piadosa y justa” y, por si quedaba alguna duda, añade: “En cambio, ahora, si mi edad se prolongara más será inevitable pagar los tributos a la vejez: ver peor, oír menos, ser más torpe para aprender y más olvidadizo de lo que he aprendido….¿cómo podría seguir viviendo a gusto?”. ¿Comprendes ahora por qué sostuvo, ante un escandalizado Calicles, que “el que es bueno y honrado, sea hombre o mujer, es feliz y el malvado e injusto es desgraciado”? Claro que tenía derecho a ser feliz, y a proclamar que lo único bueno es la virtud, incluso llamar ignorantes a los que persiguen el honor, la fama y los placeres del cuerpo. Pero no autoimponerse la obligación de convencer a los demás de que el camino elegido por él es el único que conduce a la felicidad, ¡cómo si no lo hubiese escogido porque le resultaba placentero! Quizá ahora comprendas su fe en Apolo, su insistencia en conocerse a sí mismo y que se encomendara a su genio, razón o Pepito Grillo. Ventajas de ser griego y filósofo, pues, de haber sido un santo cristiano o un profeta judío, le habrían considerado esquizofrénico: “Está conmigo desde niño, toma forma de voz y, cuando, se manifiesta, siempre me disuade de lo que voy a hacer, jamás me incita”. No hay mejor vigilante que uno mismo. Aunque no debía conocerse tan bien como cree, pues nada más empezar el juicio advierte a los jueces: “De las muchas mentiras que han urdido, una me causó extrañeza, aquella en la que decían que teníais que precaveros de ser engañados por mí, porque, dicen ellos, soy hábil para hablar”. Su viejo amigo Critias y su amante Alcibíades no opinaban igual, tampoco Jenofonte: “Con sus palabras llevaba como quería a todos los que conversaban con él”.
“La obediencia es una virtud más regia que la inteligencia”. ¡Por fin apareció el enemigo que buscabas! La obediencia “es”, no “parece” o “es para algunos” sino “es”, sin matices, sin claroscuros. El argumento es simple: hay pocas personas inteligentes, a veces, ninguna o sólo una (él supongo). Es justo, por tanto, que la mayoría le obedezca (volvemos a encontrarle). Reconozco que el dogmatismo tiene sus ventajas, incluso puede que en ello radique su éxito. Conocer el puesto que cada uno ocupa en la manada (no hay que ser Zenón para imaginar dónde se colocaría) evita posibles conflictos, haciendo la convivencia más llevadera. La integridad y la seguridad son necesidades tan biológicas como la sed y el hambre. Opinaba, en efecto, que es mejor “quien hace caso al que bien le aconseja” que el que “por sí mismo se da cuenta”, porque “éste sólo posee inteligencia; el que obedece añade la práctica”. Protágoras seguramente habría asentido para, a continuación, pronunciar un bello discurso defendiendo lo contrario, que es mejor la inteligencia porque, al ser “el bien variado y multiforme”, hay que elegir constantemente, y nadie mejor que uno mismo para saber lo que nos conviene. Eso, al menos, hizo en casa del rico Calias. “Después de tan larga y notable disertación, Protágoras dejó de hablar. Y yo, fascinado le miraba como si fuera a decir algo más, deseoso de escucharle”, comenta Sócrates después de escuchar su interpretación del mito de Prometeo.
Yo –que carezco de su carisma y de sus habilidades erísticas: “Al decir estas cosas despertó el aplauso y admiración de muchos. Incluso yo, como si hubiera sido golpeado por un buen boxeador, me quedé entre tinieblas”, pero creo, como Demócrito, que “las palabras son las sombras de los hechos”- le habría preguntado, si se colocaba entre los que aconsejan, obedecen o son inteligentes. Y, confirmara o no mis sospechas, le habría espetado que la razón es la única autoridad que reconozco, y no la suya sino la mía, y no siempre ni sola sino supervisada por la experiencia y la crítica, y que obedecer es propio de esclavos no de individuos libres. En definitiva, que prefiero guiarme por mí mismo, aunque me equivoque, a seguir opiniones ajenas “porque la inteligencia de los otros es parecida a la nuestra”. Además, ¿por qué los seres humanos han de ser inteligentes u obedientes? ¿Es que la misma persona no puede ser ambas cosas? Es su opinión, de acuerdo, seguramente también de la mayoría. Pero hubiese sido más honrado decir: para mí es mejor que obedezcan a que piensen por sí mismo porque, como proclama Pítaco, “la estirpe de los necios es infinita”.
Quizás retrocediendo hasta nuestros orígenes, se aclararía la obstinada perseverancia de conductas y opiniones, a pesar de la ingente cantidad de hechos y experiencias en contra acumulados por la humanidad durante milenios, por ejemplo, que la educación nos hará mejores, que algún día desaparecerán la miseria, el hambre y las desigualdades, que las guerras, la violencia, el racismo, el maltrato y la xenofobia serán sustituidos por la paz, el amor y la fraternidad entre los hombres. Probablemente, la esperanza de un cambio que nunca llega, nos impida aceptar que, quizás, no sean errores sino nuestro modo natural de actuar, por tanto, inevitables. Podría ser, por ejemplo, que los grandes ideales de la humanidad fueran sólo un revestimiento, una manera elegante de ocultar el auténtico motor de la conducta humana: ¿el amor?, más profundo, ¿el odio?, más duradero….¡la envidia!, que, como proclama Herodoto, “es connatural al hombre desde su origen”, y que el objetivo de la razón, y de la fe, no fuera comprender y dar sentido sino camuflar los instintos. No es fácil convivir con nosotros mismos. Por cierto, ¿te has preguntado por qué son tan atractivos los verbos impersonales? ¿O por qué cuanto más abstractos son los sustantivos más interés y entusiasmo despiertan? Basta con proclamar: “La sociedad necesita…”, “La humanidad conseguirá….”, “La historia enseña….”, para que se sobrecojan nuestros corazones porque, a pesar de nuestro amigo Heráclito, las características de la especie son inmutables.
Un juego quizá aclare mi propuesta, aunque procura estar cerca del fuego para que no se hielen las palabras ni los pensamientos. Supón que, en lugar de tener forma redondeada, como afirma jocosamente Aristófanes en el Banquete: “Cada persona era de forma redonda en su totalidad, con la espalda y los costados en forma de círculo”, estuviésemos formados por dos capas superpuestas. Y, al adquirir forma humana, se hubiese enrollado una sobre otra quedado los instintos dentro, la razón y la fe fuera de forma que cada palabra, cada conducta y cada pensamiento tuviesen dos caras: una superficial, otra profunda. Y, aunque sólo fuera visible la primera, pudiésemos ver lo que hay debajo, y viceversa, descubierto el instinto, contemplar la elaborada construcción que lo oculta. Podría ser, por ejemplo, que el reverso de la igualdad no fuera la justicia sino el deseo de poseer lo ajeno; que el fin de las revoluciones no fuera eliminar las desigualdades sino que los privilegios y riquezas cambien de manos; que la lucha de clases no fuera el motor del cambio sino la manera de afianzar el dominio de una sobre otra y la religión una hábil manera de santificar nuestros vicios. En definitiva, diferentes maneras de obedecer “a la humana naturaleza de dominar sobre otros” porque podemos disfrazar, ocultar, incluso narcotizar la fisis, pero no eliminarla. “No hemos hecho nada extraordinario ni ajeno a la naturaleza humana –replican, en su defensa, los embajadores atenienses-. Siempre ha prevalecido la ley de que el más débil sea oprimido por el más fuerte”. ¡Para! ¡Para! ¿Qué pretendes? Jugar. Pero, mientras avivas el fuego, volvamos a la gramática. No hay disfraz que mejor oculte nuestros deseos, opiniones y pensamientos que un verbo en tercera persona. Los que no amamos los disfraces, sin embargo, preferimos la primera. Cuando afirmo, por ejemplo, que lo mejor es juzgar por sí mismo, porque no hay actividad más placentera que la reflexión y la crítica, no hablo en nombre de la humanidad, ni siquiera de unos pocos, sino de mí mismo. Pues, como opina nuestro amigo Aristipo, “considerando lo difícil que es proveer a las necesidades de uno mismo, es absurdo no contentarse con esto y proveer también a las necesidades de los demás”.
“Hay algo que deseo desde niño como otros desean otras cosas. Quienes desean tener caballos, quién perros, quién oro, quiénes honores. A mí, sin embargo, tener amigos” –confiesa Sócrates. A mí, no ser esclavo de ideologías ni creencias. Pensar por mí mismo ha sido desde niño mi mayor vicio. Libre de ataduras, puedo imaginar la realidad, no como un todo conectado por misteriosas fuerzas, sino como puntos que se agitan libres e independientes unos de otros. En ese cosmos no importan las conexiones entre los individuos, fortuitas y de escaso valor explicativo, sino el vínculo que sujeta a cada uno. En consecuencia, tampoco la coherencia entre unas opiniones y otras, sino que cada una esté sustentada en argumentos, y éstos en la intuición y la experiencia. Importa la solidez, no la consistencia. Comprendes ahora por qué la contradicción me es indiferente. ¿Visualizarlo? ¿En serio? De acuerdo, vamos a intentarlo. Si bucearas por una pradera de algas de diferentes formas y tamaños que se mueven unas veces al unísono y otras de forma desordenada, ¿cómo explicarías el movimiento? Lo más fácil sería culpar a la corriente, y considerar el conjunto de algas como una masa homogénea. Pues al reducir los elementos al mínimo, y eliminar los aspectos no medibles, se puede expresar matemáticamente de forma sencilla y elegante: el movimiento sería igual a la fuerza de la corriente por la cantidad de algas, o sea M = f . c, siendo (m) el movimiento, (f) la fuerza y (c) la cantidad de materia. El problema es que, al no tener en cuenta las diferentes longitudes del tallo, lugares en los que crecen y se sujetan, colores, grosor de las hojas….,no refleja la realidad. Pero serviría. ¡Claro!, siempre que no confundas utilidad con verdad.
El auténtico problema, sin embargo, no es teórico, pues bastaría con sustituir (c) por la masa y la altura de todas las algas (M = f . (m . h + m . h +….), sino práctico. Al subsumir a los individuos en un todo homogéneo eliminamos su responsabilidad. Es comprensible que científicos e intelectuales se enorgullezcan de dominar matemáticamente la realidad, y que la mayoría aplauda con entusiasmo tales concepciones holística. Pues, privados de autonomía y libertad, podemos cometer todo tipo de excesos sin sentirnos culpables ni responsables. El materialismo histórico es, desde el punto de vista moral, la doctrina más popular desde la teoría del placer de Epicuro. ¿Imaginas el rostro de la plebe al oír que el Bien Supremo es el placer? Una vez pronunciada tan agradable palabra, ¿a quién le importaba los matices? El placer es y será siempre sinónimo de comida, bebida y sexo por mucho que se desgañitara: “No hablamos de los placeres de los disolutos”. Tampoco Cicerón debió extrañarse de que hubiese tantos epicúreos, ni nosotros de que el marxismo haya arraigado tan profundamente en la conciencia de la gente y el islam se extienda por Europa. Cuanto más cerca esté una doctrina de la naturaleza humana más perdurará y mayor será el número de adeptos. Identificando el bien con el placer, culpando a la sociedad de nuestros actos y eliminando la razón, el éxito está asegurado.
Ahora bien, si sólo existen individuos, recurrir a un agente externo –llámese Dios, Historia, Sociedad y Raza– no deja de ser una idea tan metafísica como la teoría de Platón, aunque materialismo suene más científico que teoría de las Ideas. “Es tu opinión”. ¡Como todas! ¿O pretendes sentar a la Ciencia en el trono de Dios padre y, a sus pies, a la Filosofía, la Religión, la Mitología, las Sentencias y los Refranes en lugar de ángeles, arcángeles y querubines? No creo que tuvieses problemas para encontrar artistas dispuestos a plasmar tan bella epistemefonía. Querer ser como Dios es un vicio muy extendido entre ateos y agnósticos. La alegoría, desde luego, es bella, pero poco original y nada humilde. Puede que la ciencia gobierne el cuerpo, pero, en el alma, reinan el arte, la religión y la filosofía. “¿Todos los conocimientos no son iguales?”. No, pero jerarquizarlos por su utilidad no les restaría prestigio ni eficacia. Pues, de lo contrario, Sócrates, que convirtió la filosofía en “ciencia investigadora de lo bueno y lo malo”, no habría identificado el bien con lo útil. “Son buenas las cosas que son útiles a los hombres” –afirmó ante Protágoras, Hipias y Pródico en casa del rico Calias. Y no creo que Platón mintiera, ni tratara de desprestigiarle al comparar el Bien con el Sol (“Es respecto de la inteligencia” lo que “el sol respecto a la vista”) y concluir que “es necesario tenerlo presente para poder obrar con sabiduría tanto en lo privado como en lo público”. Es ley de la naturaleza humana que seguidores y discípulos no vuelen a la misma altura que sus maestros. “¿Entonces?” Se trata de salvar la apariencia, nada más. Si sólo existen individuos somos responsables individual y colectivamente, en consecuencia, libres. La pregunta es: ¿cómo es posible? “Pero construyes el razonamiento al revés de la conclusión a las premisas”. Como todos, aunque traten de hacernos creer lo contrario. Lo importante no es la lógica sino la libertad. Salvadas la autonomía y responsabilidad de los individuos, puedes construir todos los silogismos, razonamientos y argumentos que quieras. ¿Límite? Tu imaginación. ¿O se te ocurre otro?
Reconozco que la mente es “un continente inabarcable, profundo y oscuro”. Pero, lo desconocido, nunca ha sido un obstáculo para seres aventureros y curiosos. La audacia – como la codicia, la envidia, la violencia, el deseo de dominio, de poseer más– es connatural a la especie. Naveguemos, pues, hacia el país de los sueños. Artemidoro nos guiará por sus procelosas aguas. “La mayoría ve durante el estado de reposo aquellas cosas que desea”- afirma nuestro intérprete, después de analizar sueños por todo el Mediterráneo desde Gades hasta Alejandría, Esmirna y Éfeso. Veamos el tuyo: “Los pensamientos y los sueños deberían coincidir, ¿no crees? Al menos cuando los sentimientos son sinceros. Pero no ha sido así. No consigo pensar en ella si no es rodeada de violencia, muerte y destrucción; en los sueños, sin embargo, rodeada de papeles, como si nunca hubiera pisado un campo de refugiados, ni atravesado la selva para entrevistar al genocida de turno. Y sabes muy bien que ni la burocracia ni la vida sedentaria le gustaban”.
No te culpes de lo que no está en tus manos. La muerte no entiende de edad, sexo ni distancia, tan cerca o tan lejos estaba su despacho como cualquier país en guerra. ¿Tu deseo? Volver a verla. ¿Por qué en la redacción? Porque allí estaba a salvo. La añoranza, amigo mío, no es pecado ni delito. Quizá Artemidoro lo hubiese interpretado de otra manera. No hay material tan dúctil y maleable como los sueños. Pero, en caso de duda, elige la que más te beneficie porque, como aconseja Aristóteles: “Debemos amarnos, sobre todo, a nosotros mismos”. ¿El mío? Que leas sus argumentos antes de mirar debajo porque los instintos no siempre se ocultan; en segundo lugar, porque la belleza no entiende de materiales, tan bellos son los diálogos de Platón como los frisos de Fidias; en tercer lugar, porque ignorar su sutil belleza es propio de espíritus toscos. Así que no trates de comprender. Sólo escucha la soltura con que maneja las palabras, la delicadeza con que extrae todas sus posibilidades, y el ritmo ascendente que le imprime. Hay que ser un consumado artista para darle forma a un material tan frágil e inconsistente. “Es evidente que la mayoría de los hombres llaman egoísta a los que quieren apropiarse de las riquezas, honores y placeres corporales; pero si alguien se afanara en hacer lo que es justo o prudente nadie lo censuraría. Será un amante de sí mismo en el más alto grado, pero de otra índole que el que es censurado y diferirá de éste tanto cuanto el vivir de acuerdo con la razón difiere del vivir de acuerdo con las pasiones”. Claro que generalizar es engañoso. Pero, ¿cómo evitarlo sin destruir el propio lenguaje? Además, tampoco hace falta ser un experto conocedor de la naturaleza humana ni haber leído a Heródoto para saber que “los hombres desconfían más de sus oídos que de sus ojos”. Aunque desconfiarían menos si escucharan el epitafio que compuso Cleobulos de Lindos:
“Doncella de bronce soy y sentada estoy sobre el túmulo de Midas.
Mientras fluye el agua, florecen los árboles, se hinchan los ríos,
el mar baña sus costas y brilla el sol al salir y la reluciente luna,
yo aquí permanezco sobre la muy llorada tumba
indicando a los caminantes que aquí está enterrado Midas«
¿Son o no las obras de la razón tan bellas como las esculpidas por las manos? Es curioso, sin embargo, que el alma necesite sutiles sabores y delicados platos, mientras el cuerpo se satisfaga con un poco de pan y un vaso de agua; y para curarse, por el contrario, requiera innumerables conocimientos y al alma le basten dos máximas: Conócete a ti mismo y Nada en exceso. Pues, “si uno las retiene en su mente podrá adaptarlas fácilmente a todas las circunstancias de su vida y soportarlas sabiamente”. Eso al menos piensa Plutarco. Aunque si aspiras a la perfección tendrás que aumentar a diez los mandamientos. ¿O es que las únicas medicinas que curan el alma son el gulag y la guillotina? «Dar a cada uno según sus necesidades» es sin lugar a duda una bella máxima. Pero nadie puede arrogarse la capacidad de decidir qué es lo que los demás necesitan. Sólo tú puedes decidir si entregas tu vida a Dios, a la defensa de las especies, de los más débiles o si quieres vivir tranquilo y a gusto. Todas las respuestas son objetivamente iguales sólo subjetivamente se diferencian. Nada impide donar tu cuerpo a la ciencia y tu alma a Dios, o creer que, para ser feliz, no basta con satisfacer las necesidades materiales. El problema no es la diversidad de respuestas, sino la intolerancia de los que se creen con el derecho divino, o revolucionario, de imponer su punto de vista al resto. No necesitamos iluminados, guías ni pastores, sino ser libres.
Ahora me toca a mí tumbarme en el diván y, a ti, interpretar el sueño. «Dormitaba después de escribir la carta cuando me despertaron unas voces procedentes de la biblioteca. Al abrir la puerta, encontré las hojas de los libros en blanco y los textos revoloteando por los estantes. “¡Cuanta información y experiencias desaprovechadas!” –me dije cerrando la puerta para evitar que escaparan. “Deja que vuelen libremente” –me aconsejó la vieja Realidad sentándose a mi lado. “Si escapan nadie podrá leerlos” –contesté sujetando con fuerza la puerta. “¿Leer? ¿Para qué?” –preguntó. “Para que los seres humanos dejen de cometer una y otra vez los mismos errores” –respondí. “De nada serviría –insistió-. Ningún ser humano aprenderá jamás de la experiencia ajena. Es ley de la naturaleza humana creer que lo que les ocurre a los demás, no nos sucederá a nosotros”. “Si conocieran la Historia de Heródoto, La guerra del Peloponeso de Tucídides y las Helénicas de Jenofonte cambiarían” –repliqué esperanzado. “El esfuerzo sería inútil. Las conclusiones de nada servirían” –concluyó. Y cogiendo al azar unos fragmentos añadió: «Juzga por ti mismo”.
“Mardonio envió una segunda embajada. Entonces Lícidides manifestó que, a su juicio, lo mejor era aceptar su oferta. Los atenienses montaron en cólera y lo acribillaron a pedradas. Las mujeres atenienses se dirigieron espontáneamente a casa de Lícides y lapidaron tanto a su mujer como a sus hijos”. (Heródoto, 479 a.C)
“Los jefes del partido popular de Corcira…..los encerraron en un gran edificio, luego, sacándolos de veinte en veinte, los hicieron pasar entre dos filas de hoplitas alineados a ambos lados; iban atados unos a otros y eran golpeados y heridos por los de las filas cuando veían un enemigo personal. De esta manera sacaron y mataron a unos setenta hombres….los demás cuando comprendieron lo que pasaba….se negaron a salir….los corcireos se subieron al tejado disparándoles flechas….la mayoría se dieron muerte a sí mismos, hundiéndose en sus gargantas las flechas….y ahorcándose con las cuerdas de unas camas….a las mujeres….las hicieron sus esclavas”. (Tucídides, 426 a.C.)
“Eligieron con premeditación el último día de las fiestas Eucleas porque pensaban coger muchos más en el ágora para matarlos….hirieron a uno en medio de un grupo, a otros sentados, a otros en el teatro e incluso a un juez sentado en su puesto….los aristócratas huyeron, unos a las estatuas de los dioses, otros a los altares, entonces sin ningún respeto a la ley los degollaron”. (Jenofonte año 395 a.C)
Aunque la muestra parezca pequeña será suficiente para averiguar mi deseo, si es cierto, como afirma Artemidoro, que su libro facilita “explicaciones claras y comprensibles para todos” y “ofrece elementos suficientes para interpretarlos”. Pero no te preocupes si no lo consigues. Pues si el placer no admite grados, como asegura Epicuro: “No se acrecienta el placer en la carne una vez que se ha eliminado el dolor”, esos breves fragmentos serán tan placenteros como si hubieses leído las obras enteras.
Después del sueño no pude dormir. Las palabras seguían revoloteando en mi cabeza. Y, aunque no conseguí atraparlas, vislumbré algunas: “La tranquilidad es más duradera para aquellos hombres que practican la justicia ocupándose de su armamento, y que, con su actitud dejan claro que, si sufren una agresión, no la tolerarán” (Tucídides), “A cualquiera que no agrade ninguno de los dos partidos ni el popular ni el aristocrático, a éste dioses, ¿qué debe llamársele?” (Jenofonte), “Pues no creen que exista ningún otro dios que no sea el suyo” (Heródoto).
Cansado y somnoliento me senté sobre las rocas. Estaba a punto de amanecer. Las luces del Carmen y la Alameda aún permanecían encendidas. ¿Sabes en quién pensé? En Fray Angélico. El cielo celeste y rosado parecía haberse apoderado de la paleta. “Falta la luz dorada iluminando las manos y el rostro de la Virgen” –me dije esbozando una sonrisa. Instantes después se encaramó el sol sobre la sierra inundando de luz el cielo de la bahía: rosa, celeste y dorado, quizá el ladrón fuera Fray Angélico no la naturaleza.
Cuídate