No pierdas el tiempo buscando motivos o culpables. Si quieres saber por qué empecé por el parte pregunta a tu jardinero. Me he limitado a seguir su consejo: “Cuando tenemos libre facultad de elección y nada nos impide hacer lo que más nos agrade, debemos permitirnos todo placer”. Y no le culpo. Nadie es responsable de lo que hacen sus seguidores. “¿Qué flautista, qué citarista, qué otro maestro tiene culpa si, después de hacer aptos a sus discípulos, éstos se van con otros y se hacen peores?” –pregunta Jenofonte. Y añade exculpando a Sócrates de la crueldad de Critias y la depravación de Alcibíades: “Ni siquiera los propios padres cuando los hijos cometen faltas tienen culpa si ellos mismo son sensatos”. En mi caso puede ahorrarse las explicaciones. Sigo mi propio criterio sin importarme si coincide con Epicuro, Zenón, Aristóteles o cualquier otro. ¿Qué opinamos igual? ¿Y qué? No importa el origen ni la mezcla sino quien la hace. No hay dos individuos iguales.
¿Ecléctico? Así llamaban, según Diógenes Laercio, a los que escogían “lo que le agradaba de cada una de las escuelas”. Pero yo no libo de ellas sino de mí mismo. “Cuando quiero darme un gusto –confiesa Antístenes- no compro en el mercado artículos de lujo, sino que me lo agencio del fondo de mi alma”. Siendo tan rico: “Tengo tal cantidad de cosas que apenas las puedo descubrir por mí mismo”, desprendido: “A todos mis amigos les muestro mi abundancia y comparto con quien lo desee la riqueza de mi alma” y con una ama de cría tan generosa: “He ahí a Sócrates, de quien he obtenido esta riqueza mía, que no me abastecía con cálculo ni medida, sino que me proporcionaba tanto como podía llevarme”, no me sorprende. Aunque nunca sospeché que hubiese ricos entre los pobres.
Claro que no he olvidado la norma. Pero no dudaré en juzgar su persona, y no sólo lo que dice, si, como afirma Colotes, “una cosa era lo que decía en sus diálogos con la gente que encontraba y otra distinta lo que hacía”, porque la hipocresía es el peor de los males. Aunque, como advierte Sócrates, la calumnia y la envidia, “que ha condenado a otros muchos hombres buenos y los seguirá condenado”, van a la zaga.“Que decía una cosa y hacía otra lo confirma su pobreza y su muerte”, comenta irónicamente Plutarco. Un epicúreo contra un académico….interesante, ¿no crees? Iniciemos el juicio. ¡Qué hablen los testigos!
“Presento como testigo de que digo la verdad: mi pobreza”. Y vaticinaba Calicles que, llegado el momento, no sabría defenderse: “Si ahora alguien te toma a ti y te lleva a la prisión diciendo que has cometido un delito, sin haberlo cometido, sabes que no podrías valerte por ti mismo, sino que te quedarías aturdido y boquiabierto sin saber qué decir, y….serías condenado a morir”. ¿De verdad creía que se iba a quedar “boquiabierto” y “sin saber qué decir” siendo “tan diestro en hallar razones a partir de los hechos”, como asegura Diógenes, y “hábil para persuadir y disuadir” como muestra Platón en el Eutidemo y el Teeteto? Aunque, en esta ocasión, sus habilidades de poco le sirvieron. Pues, a pesar del apoyo de Antifonte:
“Comes las comidas y bebes las bebidas de peor calidad; llevas puesta ropa que no sólo es mala sino que es la misma en invierno y verano, y vas por la vida descalzo y sin túnica”,
y del testimonio de Aristófanes en las Nubes:
“Te estás refiriendo a esos charlatanes, esos caras pálidas siempre descalzos entre los que se cuentan Querefonte y el desgraciado de Sócrates”,
no convenció al jurado. ¿Quién iba a fiarse de un sofista que le recrimina que “no acepte dinero” y de un comediógrafo que tergiversa y manipula para hacer reír al público?
–Hace un rato Sócrates preguntaba a Querefonte cuántos pies era capaz de saltar una pulga que tras darle un mordisco en la ceja había saltado hasta su cabeza.
–¿Y cómo hizo la medición?
–Fundió cera, le sumergió las dos patatitas, al enfriarse le salieron como dos sandalias, las desató y midió la distancia.
–¡Qué mente tan sutil!
Con razón consideraba a sus primeros acusadores más temibles que Ánito y los suyos. “Desde antiguo y durante muchos años, han surgido muchos acusadores a quienes temo….porque hablaban ante vosotros en la edad en la que más podíais darle crédito, porque erais niños o jóvenes”. Pero si casi todos le conocían, ¿por qué no le creyeron? Eso mismo se pregunta Jenofontes: “Muchas veces me he preguntado sorprendido con qué argumentos pudieron convencer a los atenienses de que era merecedor de la pena de muerte”, pues “nadie le vio jamás decir ni hacer nada impío ni sacrílego”. Y presenta como prueba cuarenta y nueve conversaciones “sobre asuntos humanos” que demuestran que no investigaba, como defienden sus acusadores, “lo que los físicos llaman cosmos”. Concluyendo su Apología con un sentido elogio: “Si alguien de los que aspiran a la virtud llegó a tener relación con alguien más beneficioso que Sócrates, ése creo yo es el hombre que más merece ser tenido por dichoso”. Falta la conclusión. ¿La conclusión? Del silogismo. Tendría que haber añadido: pero, no habiendo existido ninguno mejor, ese “hombre que merece ser tenido por dichoso” soy yo.
El problema era que no podía estar seguro de que la condición no se hubiera cumplido. Podía haber preguntado a Fedón (“Era el mejor hombre de los que entonces conocimos”), a Alcibíades (“Era digno de admiración al no ser semejante a ningún hombre”) o a él mismo. “Aunque tampoco en lo demás creo ser mala persona, soy el menos envidioso de los hombres” –confesó a Protágoras. Aún así debió concluir el silogismo. Quizás se distrajo recordando el día que “se encontró con Sócrates en un pasaje angosto y extendió su bastón impidiéndole pasar y le preguntó….dónde se hacen los hombres personas de bien (kalós kai agathós), y como vacilara, le dijo: Sígueme y lo sabrás”, o lamentándose del poco tiempo que permaneció a su lado. “Un íntimo….le envió una carta invitándole a que se presentara como amigo de Ciro, le enseña la carta a Sócrates y le pide consejo. Entonces lo envió al oráculo de Delfos a consultar al dios….Y preguntó no si debía marchar junto a Ciro, sino cómo lo haría….Sócrates entonces le recomendó que fuera”. Y, aunque no volvería a verlo, al ligar la virtud con la felicidad, y ponerle como ejemplo de que las personas buenas son felices, le rindió el mayor homenaje que podía haberle hecho.
Platón, sin embargo, después de intensos agones entre el héroe y sus mudos acusadores, y una bellísima disertación sobre la muerte, concluye su Apología lanzando al público estas desconcertantes palabras: “Yo voy a morir pero vosotros seguiréis viviendo, mas que es lo mejor sólo es conocido por el dios”, pues, a pesar de dejar la literatura por la filosofía -“Iba a participar en las fiestas con una tragedia cuando oyó la voz de Sócrates delante del teatro de Dioniso y allí quemó sus versos”-, nunca dejó de escribir tragedias. Quizá creyó que cambiando de plano, mezclando hechos con creencias y aprovechando la inevitable incertidumbre sobre la que se asientan los asuntos humanos sembraría la duda. ¡Cómo si no tuviéramos claro que es mejor estar vivo que muerto! Y si alguien afirma lo contrario o arguye, como él, que “los que se dedican a la filosofía no se cuidan de otra cosa, sino de morir y de estar muertos”, recuerda que hay que aceptar “lo dicho si armoniza con los hechos, pero considerarlo como simple teoría, si choca con ellos”, o sea, meros productos de la imaginación, es decir, obras del espíritu. Pensar, por ejemplo, que la vida es sólo un instante, el instante en que la muerte toma conciencia de sí misma, que la muerte no forma parte de la vida sino la vida de la muerte, “que todas las cosas son una” como anuncia Heráclito, que somos destellos fugaces en un cosmos inerte e impetuoso, que “todas las cosas son y se generan por obra del azar” como sospecha Demócrito, y que “todas las cosas estaban juntas; después llegó el intelecto y las ordenó cósmicamente” como imagina Anaxágoras. Y no niego que estas reflexiones mantengan vivas las creaciones del espíritu, y que la filosofía sea una preparación para la muerte. Pero no por el motivo que aduce: “Liberar su alma de las vinculaciones con el cuerpo”, sino porque lo que el tiempo cura, puede curarlo la razón antes y con menos sufrimiento. O sea, por su utilidad porque si, en lugar de humanos, fuéramos inmortales, ¿de qué nos servirían la religión, la ciencia, la literatura, la filosofía y el arte? Ni siquiera estéticamente serían útiles.
Y si crees que, ante lo inevitable, sólo cabe resignarse, te equivocas. El tiempo y la razón no pueden alterar los hechos, pero sí aliviar el alma. ¿Cómo? Interiorizando que el placer y el dolor con todas sus manifestaciones: comida, bebida, sexo, enfermedades, vejez y muerte, forman parte de la vida, y que la proporción en que se mezclen depende tanto de los genes como de ti mismo. Entonces dejarás de juzgarla moralmente y de culpar a la Sociedad, a Dios o al Destino, alcanzando ese estado de tranquilidad que tanto ansias. ¿Autoengaño? Para el que lo necesite. La fe y la razón son connaturales a la especie, aunque sea la belleza, no las creencias o los razonamientos, la que puede dar sentido a la existencia: el amanecer, la luz del sol, la noche, el cielo estrellado, un poema, una metáfora, un comentario, una carta, “el fulgor del sol y la belleza” como canta la dulce Safo, o por sí misma como proclama Aquiles: “Para mí nada hay que equivalga a la vida” y el mismo Aristóteles: “La vida es por sí buena y agradable”. “Más dulce que la miel” la considera Homero. Y si, a pesar de todo, insiste que es “mejor estar muerto que vivo” pregúntale, como tu jardinero: “¿Por qué no abandonas la vida? A tu alcance está el hacerlo”.
“Los atenienses se arrepintieron en seguida y le honraron con una estatua de bronce, que erigieron en el camino de las procesiones, obra de Lisipo”, anota en su biografía Diógenes. Lo que no impidió que el “socratirremachado” Eurípides, como le llamaban los cómicos, les recriminara en su Palamedes:
“Matasteis, matasteis al muy sabio
al inocente ruiseñor de las Musas”.
Aunque quizá no se refiriera a Sócrates, sino a cualquier individuo perseguido por sus ideas como Anaxágoras, Protágoras y él mismo, autoexiliado en la corte de Arquelao que, para conseguir el trono, no había dudado en asesinar a su tío, a su primo y a su hermano. Y, según cuenta Platón en el “Gorgias”, al ponerlo Polo como ejemplo de “que muchos hombres injustos son felices”, provocó una agria disputa con Sócrates que lo negaba: “El malvado e injusto es desgraciado”. No me extraña que, siendo tan devoto de la virtud, se marchara del teatro “cuando en la Auge escribe Eurípides de la virtud:
«Lo mejor es dejar que vaya libre al azar”.
¿Entonces? Quizá influyeran las circunstancias: “A mis setenta años, comparezco, por primera vez, ante un tribunal”, o que se confesara “negligente y torpe para la mayoría de las cosas” como el matemático Hipócrates que, según Aristóteles, “parecía en otras cuestiones estúpido e insensato”, o que Diógenes Laercio matizara su testimonio declarando que, “a veces, vestía espléndidamente, como cuando se dirigía a casa de Agatón en el Banquete de Platón:
Me dijo Aristodemo que se había tropezado con Sócrates, lavado y con las sandalias puestas, lo cual hacía pocas veces y que al preguntarle a dónde iba tan elegante le respondió:
–A la comida en casa de Agatón. Pues ayer logré esquivarlo en la celebración de su victoria, horrorizado por la aglomeración».
O simplemente desconfiaran de sus intenciones, como él de Antístenes: “Por los agujeros de tu manto veo tu vanidad”. Pero se equivocan. Sócrates no era “hábil para adaptarse al lugar, a la ocasión y a la persona” sino que se comportaba siempre igual sin importarle las consecuencias. En “un convite el tirano Dionisio invitó a todo el mundo a danzar con un vestido púrpura y Platón se negó” recitando un verso de las Bacantes:
“No podría resistir ponerme un vestido de mujer”.
Pero Arístipo se lo puso y al salir a bailar respondió con otro:
“Tampoco en medio de las danzas
la que es casta se pervertirá”.
Sócrates, sin embargo, espetó altanero al tribunal que le juzgaba: “Atenienses, haced caso o no a Ánito, dejadme o no en libertad, en la idea de que no voy a hacer otra cosa, aunque hubiera de morir muchas veces”. Si se pudiera medir la autoestima, como la temperatura del cuerpo, ningún termómetro hubiese podido medirla. Tan estratosférica era su calentura. En individuos graníticos es inútil buscar fracturas. “A mí la muerte me importa un bledo, pero, en cambio me preocupa absolutamente no realizar nada injusto”. Y “os voy a presentar pruebas, no palabras”. “Cuando vosotros decidisteis juzgar en un solo juicio a los diez generales que no habían recogido a los náufragos del combate naval.…me enfrenté a vosotros”. (“No consintió que se votara, aunque la asamblea montó en cólera contra él y muchos le amenazaban”, recuerda con admiración Jenofonte). “Cuando los Treinta….me ordenaron traer de Salamina a León para darle muerte….salí del Tolo y me fui a casa”.
No debió echarles en cara su cobardía, y menos en público (“Fue condenado por doscientos ochenta votos”, señala Diógenes), ni enorgullecerse de su valentía, porque no se enfrentó a la democracia ni a la tiranía por motivos morales, como afirma: “Es malo y vergonzoso cometer injusticia”, sino porque no podía evitarlo, era su manera de ser. “Las acciones previsibles pueden decidirse por cálculo y razonamiento, pero las súbitas se deciden según el carácter. Pues desde el nacimiento –reconoce Aristóteles- somos justos, valientes y todo lo demás”. Y por si quedaba alguna duda, “al considerar los jueces qué multa debía pagar”, añadió con ironía: “Si es preciso que proponga lo merecido con arreglo a lo justo, propongo esto: la manutención en el Pritaneo”. ¡Con arreglo a lo justo! No me extraña que algunos cambiaran su voto (“Le condenaron a muerte añadiendo a la mayoría otros ochenta votos”). ¿Imaginas sus rostros? Primero se mirarían incrédulos, después atónitos, por último, al comprender que podían condenarlo, pero no vencerlo, vocearían indignados. Para los que nunca habían visto ni oído a un individuo, debió ser frustrante sentir a sus pies el abismo que los separaba de Sócrates.
“¿No ves que los tribunales atenienses, seducidos por un discurso, muchas veces han condenada muerte a quiénes no han cometido delito y muchas veces también han absuelto a quienes lo han cometido?” –le advirtió Hermógenes, instándole a preparar su defensa.
“Pero, ¿por qué damos tanta importancia a la opinión de la mayoría?«.
Porque “esto que está sucediendo ahora demuestra que es capaz de los mayores males, si alguien ha transcurrido en su odio” –insistió Critón.
En esto también me diferencio de la mayor parte de los hombres” –respondió sin inmutarse.
¿Temeridad o valentía? Cuenta Heródoto que Creso, rey de Lidia, preguntó a Solón “si ya había visto al hombre más dichoso del mundo”. “Veo que eres sumamente rico y rey de muchos súbditos, pero no puedo responderte todavía a la pregunta que me hacías, sin saber antes que has terminado felizmente tu existencia….ante de que muera no lo llames feliz sino afortunado”. Juzga tú mismo si era necesario esperar para saberlo:
– Venga, amigo mío, ya que tú eres entendido en esto, ¿qué hay que hacer?
– Nada más que beberlo y pasear hasta que notes un peso en las piernas y acostarse luego.
Al tiempo tendió la copa a Sócrates.
Y él la cogió, y con cuánta serenidad, sin ningún estremecimiento y sin inmutarse en su color ni en su cara….alzó la copa y serenamente la apuró de un trago.
Con semejante final no me extraña que el “Fedón” haya seducido a tantos. Catón y Cleombroto, por ejemplo, trataron de emularlo. Uno para no caer en manos de Cesar; el otro, avergonzado por no haber presenciado tan espiritual diálogo. Demetrio, en su ensayo “Sobre el estilo”, alaba a Platón por sus buenas maneras. “Aunque podía haber censurado a Arístipo y Cleómbroto por estar de juerga en Egina, mientras Sócrates estaba encarcelado en Atenas desaprobó su conducta disimuladamente. Pregunta a Fedón quiénes estaban y, después de haber dicho los nombres de cada uno, pregunta de nuevo si estaban presentes Aristipo y Cleómbroto: “No –respondió– estaban en Egina”. Y no fueron los únicos hechizados por sus argumentos sobre la inmortalidad del alma.
-“Si murieran todos los seres y no revivieran de nuevo, ¿no concluiría todo por estar muerto? Pues si los seres vivos nacieran, por un lado, unos de otros, y, por otro, los vivientes murieran ¿qué recurso habría para impedir que todos se consumieran en la muerte?”.
–Me parece que dices por completo la verdad –dijo Cebes.
Pero si dudas que el ser humano y el personaje se parezcan porque los artistas, no copian, recrean, aunque no deberían añadir demasiado si no quieren convertirlos en copias de sí mismos, escucha cómo reaccionó al oír el veredicto:
“Sócrates se retiró sereno en el semblante, en la actitud y en el porte”.
Y si tampoco te fías del testimonio de Jenofonte, los discípulos fantasean aún más que los artistas, quizá el comentario de su amigo Critón disipe tus dudas.
“Muchas veces, te consideré feliz por tu carácter, pero mucho más en la presente desgracia, al ver qué fácil y apaciblemente la llevas” – le dijo al ver que dormía plácidamente, a pesar de que, en el momento que la Páralo atracara en el Pireo, sería ejecutado.
¿Un abogado? ¿Para qué? Su vida era su mejor defensa.
–¿No sería necesario, Sócrates, que pensaras en lo que vas a decir en tu defensa?
–¿Es que no te parece que me he pasado la vida ocupándome de ella?
–¿Cómo?
–Porque a lo largo de mi vida no he cometido ninguna acción injusta; es la que considero la mejor manera de preparar una defensa.
Además, si rechazó al hijo de Céfalo: “El discurso es hermoso Lisias, pero no va conmigo”, no creo que aceptase a un desconocido. Pero si, como aseguras, conoces a fondo la “Apología” de Platón, el “Banquete” y los “Recuerdos” de Jenofonte, puedes declarar como testigo. Claro que era una persona buena (“No hago daño a ningún hombre voluntariamente”) y justa (“Mi vida entera la he vivido de manera piadosa y justa”), incluso divertida. (“Y tú, Sócrates, –preguntó Calias-, ¿de qué te enorgulleces? Y él, alzando el rostro muy solemne, contestó: De mi oficio de proxeneta. Y todos se echaron a reír”). Bufón del Ática, le llamaban los discípulos de Epicuro, aunque sus testimonios no sean fiables, pues, es propio de dogmáticos, insultar y descalificar en vez de dar razones. Pero dejemos la conclusiones para el alegato final. Estando en Atenas, “la ciudad de Grecia donde hay mayor libertad”, ni los guardianes de la verdad podrán impedirnos hablar cuanto queramos. ¡Qué continúen los testigos!
¿Sabes cuál era su problema? ¿Su auténtico problema? No era la envidia ni la incomprensión de los demás (“Ánito logró persuadir a Meleto para que presentara contra él una acusación de impiedad y corrupción de menores”), ni su manera de vivir (“Filosofaba sobre temas morales en los talleres y en la plaza pública”). Él era su problema, su auténtico problema. Y lo sabía. “Porque yo, no sólo ahora sino siempre, soy de condición de no prestar atención a ninguna otra cosa que al razonamiento que, al reflexionar, me parece el mejor”. ¡El razonamiento! ¿Y la vida? “No tengas en más a tus hijos ni a tu vida ni a ninguna cosa que a lo justo”. ¿Y pretende que creamos que era como los demás? “Tengo parientes y tres hijos, uno a adolescente y dos niños”. Pero “no voy a hacer subir aquí a ninguno de ellos y suplicaros que me absolváis”. Y, no contento con afearles su comportamiento: “He visto a muchos comportarse así cuando son juzgados….éstos llenan de vergüenza a la ciudad”, y de alabar el suyo: “No estoy acostumbrado a considerarme merecedor de ningún castigo”, añadió desafiante: “Si me condenáis a muerte, no encontraréis….a otro semejante”. No era como ellos. Y lo sabía.
Pero no juzgamos su manera de ser, ni la coherencia de su pensamiento, ni siquiera su conducta, sino si “una cosa era lo que decía….y otra distinta lo que hacía”. Y como “siempre estaba a la vista” de todos: “Al rayar el alba iba a los paseos y gimnasios y, cuando la plaza estaba llena, allí se le veía, el resto del día también estaba siempre donde fuera a encontrarse con el mayor número de gente”, será fácil comprobar si sus palabras coincidían con los hechos. Y, a pesar de que Zenón argumente que, una vez que ha hablado el primero, “no es preciso escuchar lo que el segundo dice”, oiremos sus palabras, porque no es justo juzgar “antes de haber escuchado a ambas partes”.
“No sale de las riquezas la virtud para los hombres, sino de la virtud, las riquezas y todos los otros bienes, tanto los privados como los públicos”.
¡Riquezas! ¡Virtud! ¡Bienes! Pero, ¿de qué está hablando? Se preguntaban una y otra vez desconcertados. La mayoría “ya no se le acercaban más”. Comprensible teniendo en cuenta lo aturdido que quedaban las víctimas, después de sufrir su ataque dialéctico. “Me has reducido a una madeja de confusiones” –confiesa Menón, o el trágico Agatón: “Me parece, Sócrates que no sabía nada de lo que antes dije”. Otros jóvenes, sin embargo, “nunca se apartaban de él e incluso imitaban algunos de sus hábitos”.
–La felicidad parece ser un bien indiscutible, Sócrates.
–A no ser que alguien, Eutidemo, la confeccione de bienes discutibles.
–Pero, ¿cuál de las cosas que da la felicidad podría ser discutible?
–Ninguna con tal que no incluyamos en ella la belleza, la fuerza, la riqueza, la gloria o cualquier otra cosa de ese tipo.
–¿Cómo podría ser uno feliz sin ellas?
–Añadiremos entonces cosas por culpa de las cuales les suceden a los hombres múltiples calamidades.
O sea que la felicidad no reside en el cuerpo sino en el alma. ¿Y te sorprende que Zenón, no quiera escuchar a los testigos, creyendo, como él, que la virtud “es autosuficiente para la felicidad”? Claro que no fue el primero. Antístenes también enseñaba: “Que la virtud basta para el logro de la felicidad” y que “las personas no tienen la riqueza y la pobreza en su casa sino en su alma”. “Mi posesión más preciosa siempre la tengo a mano”, decía. Y no se refería al dinero ni a la fama sino al ocio. Tampoco fue el primero, también Sócrates “elogiaba el ocio como la mejor de las riquezas”. Aunque Aristóteles habría disentido porque, habiendo vivido desde los diecisiete años en la Academia, sabía por experiencia que “el sabio necesita como los demás de las cosas necesarias para la vida”, y Cicerón –a pesar de alabar la coherencia de Zenón por atreverse “a decir que el sabio no sólo es feliz sino rico” y que “si la pobreza es un mal ningún mendigo puede ser feliz aunque sea sabio”- porque, como puntualiza el estagirita, los que defienden tesis absurdas lo hacen obligados por sus propias creencias. Y Cicerón, a pesar de presumir de no pertenecer a ninguna escuela, en asuntos morales era más estoico que Zenón. Además, “los argumentos relacionados con las pasiones y acciones cuando están en desacuerdo con lo percibido por los sentidos, son despreciados”. Y, aunque para un senador romano, dilucidar si la pobreza es un bien, un mal o indiferente sea un tema apasionante. No hace falta ser el divino Homero para saber que “no hay nada más perro que el odioso estómago, que nos fuerza a acordarnos de él con urgencia, aunque uno esté angustiado y con pena en el ánimo”, ni como el cínico Diógenes que “se masturbaba en medio del ágora, diciendo: “¡Ojalá el hambre pudiera ser también aliviada con sólo frotarse el estómago!” para comprender que ni la coherencia ni la lógica quitan el hambre. ¿Desvergonzado? Quizá. Pero no incoherente, prueba de ello es que “tomó como habitación la tina que hay en el Metroon” y, “al observar a un niño que bebía en las manos arrojó su copa, y el plato al ver que recogía las lentejas en la corteza del pan” porque “la pasión por el dinero es la metrópolis de todos los males”. Pero Diógenes no cuenta, es una excepción, ¿o crees que los demás cínicos eran pobres por convicción? De acuerdo, pero, ¿y Crates? “Dijo que de la filosofía había sacado, un cuartillo de lentejas y el no preocuparse por nada”, y que la pobreza era la ciudad más hermosa que existía:
“Hay una ciudad, Pera, en medio de la purpúrea niebla,
hermosa y rica en frutos, mugrienta e indigente del todo, inaccesible
al necio parásito y al disoluto, que se solaza entre nalgas de prostitutas;
allí crece el ajo y el tomillo, higos y panes,
cosas por las que los hombres no luchan unos contra otros;
ni toman las armas en busca de gloria y fortuna”.
Seguramente su maestro Antítenes, que había “tomado de Sócrates la firmeza de carácter y emulado su impasibilidad”, le habría contado, como Hermógenes a Jenofontes, las conversaciones que habían mantenido en el Banquete:
– ¿De qué te enorgulleces? –preguntó a Cármides.
– De mi pobreza.
–Una cosa de lo más agradecida, la pobreza, en efecto, no suscita envidias ni provoca disputas, y se conserva sin vigilancia y su descuido la hace más fuerte.
Pero la cadena humana no puede ser infinita. ¿Por qué? Que, para la razón, sea incomprensible no implica que no pueda ser, también lo es la crueldad o el sufrimiento. Y, aunque la propuesta de Heráclito podría ser una solución: “Para el Dios todas las cosas son hermosas y buenas y justas; pero los hombres sostienen que algunas son injustas y otras justas”. Yo, en lugar de duplicar la realidad o considerar a los hombres un subconjunto de Dios, habría escrito simplemente: “Las cosas son”, dejando que cada uno escriba el predicado que más le guste. Pero, de haber un principio, sería un homínido. Y aún podrías llegar más lejos. ¿A dónde? Al origen de la vida. O del universo si eres capaz de aunar las cuatro fuerzas. Así que no alabes la originalidad de poetas, científicos, místicos y filósofos porque, si rastrearas las huellas de sus pensamientos, comprobarías que cambian las generaciones, no los problemas ni las respuestas. Y, comprenderlo, es el único progreso posible. Y si piensas que el conocimiento es indiferente porque, lo sepas o no, siempre ocurrirá lo mismo, te equivocas. Sirve para vivir alejado y a gusto. Y no hace falta que me recuerdes que Epicuro aconsejaba pasar desapercibido (láthe biósa), porque eres tú, no yo, el que tiene que convencerse.
Elige, pues, la época que más te guste, pero lo más lejana posible, para que el único vestigio que perdure sean las palabras y busca, seguro que encuentras lo que andas buscando, porque, para saber cómo vivían y actuaban, no necesitas viajar en el tiempo, basta con mirar a tu lado. “Desprecian a los ancianos….se burlan de los que ejercitan sus cuerpos….se jactan de despreciar a sus gobernantes….en vez de trabajar juntos se insultan y se envidian….promueven pleitos, prefieren sacar provecho unos de otros antes de ayudarse mutuamente….tratan los asuntos comunes como si fueran ajenos y disfrutan de su capacidad para tales cosas”. Si las palabras de Sócrates te parecen demasiado duras, o su crítica localista –los atenienses no eran los únicos habitantes de Grecia ni los únicos seres humanos del Mediterráneo- escucha al cosmopolita Marco Aurelio: “Piensa, por ejemplo, en los tiempos de Vespasiano. Verás siempre las mismas cosas: personas que se casan, crían hijos, enferman, mueren, hacen la guerra, celebran fiestas, comercian la tierra, adulan, son orgullosos, recelan, conspiran, desean que algunos mueran, murmuran contra la situación presente….Pasa ahora a los tiempos de Trajano: nos encontraremos con idéntica situación”. Y si, a pesar de las pesimistas “Meditaciones” del emperador: “De arriba abajo, encontrarás las mismas cosas, de las que están llenas las historias antiguas, las medias y las contemporáneas….Nada nuevo: todo es habitual y efímero”, sigues pensando que no todas las épocas ni todas las generaciones son iguales. Juzga tú mismo: si te preguntaran en qué siglo vivió el filósofo que se quejaba de que sus conciudadanos valoraran “más la fuerza que la sabiduría”, ¿qué responderías? No, no era un ilustrado. ¿En el XIX? Tampoco ni en el XX. ¿Entonces? En el siglo VI a. C. ¿Quién? Jenófanes, aunque podría haberla escrito cualquiera en cualquier siglo, incluso nosotros mismos. Y si, a pesar de todo, sigues creyendo que la idea progreso es el talismán que da sentido a la vida y a la historia, enhorabuena por tan maravilloso descubrimiento. Reconforta saber, como le dijo Sócrates a Hipias, que algún día “los jueces van a dejar de votar de forma contradictoria, los ciudadanos van a dejar de discutir sobre lo justo, dejar de pleitear y de pelearse entre ellos, y las naciones van a dejar de tener diferencias sobre lo justo”.
¿Molesto? ¿Por qué habría de estarlo? Aferrarse a las creencias forma parte del instinto de supervivencia. También ordenar y simplificar la realidad. Por eso debemos agradecer los esfuerzos de Platón por conceptualizar ese conglomerado de deseos y esperanzas llamado hombre, porque pocos especímenes hubiesen sobrevivido en las inseguras, pero fértiles tierras de la duda. “¿No vamos a afirmar que nuestro cuerpo tiene un alma?” –pregunta Platón después de describir la celestial cabalgata de almas y dioses , y desarrollar sutiles argumentos para demostrar que el alma es eterna e inmortal. Aunque tan salomónico análisis sólo entusiasme a los ya convencidos, como el pitagórico Simias que, al escuchar a Sócrates decir:
– Si no creyera que voy a presentarme ante dioses sabios y buenos y ante personas fallecidas mejores que las de acá, cometería una injusticia no irritándome de mi muerte,
replicó entusiasmado:
–¿Cómo, Sócrates? ¿Y guardándote esa idea vas a marcharte o nos la puedes comunicar también a nosotros? Porque podría ser un bien común si es que nos convence de lo que dices.
“Un bien”, puede; “común”, lo dudo. A mí sus argumentos, aunque racionalmente impecables, no me convencen. Tampoco al enamoradizo Alcibiades que, despechado por el desdén con que lo trataba, no dudó en nombrar tal entelequia de todas las maneras posibles: “Es en el corazón, en el alma o como quieras llamarlo, donde he sido mordido y herido por los discursos filosóficos”. Quizá estuviera celoso, o pensara que su obsesión por clasificar y organizar la realidad era la responsable de que atribuyera a las diversas actividades humanas orígenes diferentes. Pero si crees que el cuerpo y el alma son dos caras de la misma moneda, dos maneras de designar lo mismo o simple vanidad, escucha por si reconoces algún síntoma. Así, al menos, curaban en el templo de Esculapio. “Los antiguos exponían a los enfermos en público y todo aquel que tuviese un remedio, por haber sufrido él mismo determinada enfermedad o haber atendido a alguien que la sufriera se lo comunicaba a quien lo necesitaba”. ¿Qué dijo Tales? “No hagas lo que censuras a los demás”, ¿Solón? “Haz de tu inteligencia tu guía”, ¿Quilón? “No desees lo imposible”, ¿Cleóbulo? “Evita la injusticia”, ¿Misón? “No deduzcas de las palabras los hechos sino de los hechos las palabras”, ¿Pítaco? “El mando revela al hombre”, ¿Sócrates? “A todos los hombres les alegra que se hable con arreglo a su pensamiento y se irritan por lo contrario”, ¿Antístenes? “Las sociedades perecen en el momento en que no pueden distinguir a los malos de los buenos”, ¿Zenón? “Por un motivo razonable el sabio podrá despojarse de la vida”, ¿Platón? “A causa de la adquisición de riquezas se originan todas las guerras”, ¿Aristóteles? “La belleza es una recomendación mayor que ninguna carta de presentación”. Y como no quiero que me acusen de escurrir el bulto -“Basta ya Sócrates de reírte de los demás haciendo preguntas y cuestionando a todos sin que tú mismo estés dispuesto a dar razón a nadie ni a revelar tu opinión sobre nada”-, te contesto, aunque la propuesta sea de Arístipo: “Basta con que uno disfrute cada placer que encuentra al paso”.
¿Demasiado contundente? Quizá. Pero, ¿de qué otra manera podríamos hacerlo? Claro que podríamos guardar silencio como Crátilo –el estrafalario seguidor de Heráclito “creía que no debía decir nada, limitándose a mover el dedo”-, o abstenernos de juzgar como propone Arcesilao y Sexto Empírico: “Se dice suspensión del juicio por eso de que la mente se mantiene en suspenso sin establecer ni rechazar nada”. Incluso dejar la filosofía como quiere Calicles: “Cuando veo a un hombre de edad que aún filosofa y no renuncia a ello, creo, Sócrates, que debería ser azotado”. Pero no lo haré, porque los placeres espirituales, para los que son capaces de gozar de ellos, son tan intensos como los del cuerpo, y más duraderos, si es cierto que “la filosofía posee placeres admirables en pureza y firmeza”. Y como, a pesar de los cofrades de la verdad, “a cada proposición se le opone otra proposición de igual validez”, podemos utilizar los logros del espíritu humano para defender la idea de progreso, el mito de las Edades de Hesíodo para mostrar que la entropía también afecta a los seres humanos, o sea que vamos para atrás como los cangrejos, y a cualquier estoico para convencernos que, como animales de noria, nos movemos en círculo. Aunque esa ambivalencia sea sólo teórica, en la práctica, hay que escoger, como recomiendan los escépticos, “la que nos enseña a vivir según las costumbres patrias, las leyes, la enseñanzas recibidas y los sentimientos naturales”. Además si escribir o hablar es tan natural como envejecer y morir, ¿cómo podríamos evitarlo?
No, no he olvidado a Sócrates. ¿Culpable? Dije que le juzgaría, no que fuera a condenarle. Dicen que no parecía griego, lo que hay que preguntarse es si parecía hombre, que atacaba la vida, ¿cómo?, si todos procedemos de la naturaleza, y todo es creación de tan gran artista, tan natural será la razón como los instintos, y tan racional afirmar que “el fin de la vida humana es el placer” como racionalizarla y, más aún, si su supervivencia y la nuestra depende de ello, pero no pretender que la vida es racional. No, racional es la razón no la vida. Así que extendamos su dominio hasta donde sea posible. Pero si encuentras un obstáculo insalvable como la muerte o el sufrimiento, no te detengas, ni lo abordes, sólo obsérvalo, y sigue remando. No te suceda como a Sócrates, que, después de racionalizar el placer, creyó que podía eliminar el talón de Aquiles de la existencia. ¡Cómo si fuera lo mismo definir y clasificar el placer que eliminarlo! ¿Ingenuo? Trágico, más bien. Pues, cuando comprendió que la misma fuerza que hacía sentir a los demás que la muerte es el peor de los males, a él, le decía lo contrario, no se negó sino que colaboró con ella. Por eso murió, no porque fuera viejo, como asegura Jenofontes, o por dar ejemplo como pretende Platón. En el espectrómetro de la vida la mayoría está en el centro, algunos a los lados, a él le tocó uno de los extremos.
Esta vez la propina será doble. La primera de Sócrates, por su honestidad: “No hay hombre que pueda conservar la vida, si se opone noblemente a vosotros o a cualquier otro pueblo y si trata de impedir que suceda en la ciudad muchas cosas injustas e ilegales”. Tienes razón la conservaríamos, pero yo le llamo cambio, no progreso porque las injusticias e ilegalidades continúan siendo las mismas. La segunda de su discípulo, por su clarividencia: “El deseo insaciable de libertad y el descuido por las otras cosas es lo que altera la democracia….El padre se acostumbra a que el niño sea su semejante y a temer a los hijos y el hijo a ser semejante al padre y a no respetar a sus progenitores….El maestro teme y adula a los alumnos y los alumnos hacen caso omiso de los maestros….Y la mayoría, para complacer a los jóvenes, rebosan de jocosidad y afán de bromas, imitando a los jóvenes para no parecer antipáticos”. Tienes razón, no estamos en la Atenas del siglo V a. C. Pero si, como afirmas, cambio y progreso es lo mismo, cuanto más cerca se hallen de nosotros con más nitidez debería percibirse el ascenso, aunque, debido a la lejanía, la desviación apenas fuera perceptible.
“Es propio del hombre quejarse siempre del presente –afirma Longinos en su hermoso ensayo “Sobre lo sublime». “Es un lugar común”. Común a todas las épocas querrás decir. “Sí, un tópico”. Sé que para ti es un problema de perspectiva. Es normal, dices, que crean que su época siempre es peor que las anteriores porque sus vidas son breves, pero, si observaran el conjunto, comprobarían que el progreso es un hecho, no una convicción ni un teoría. Pero, si todas las perspectivas son idénticas, la visión resultante no puede ser cualitativamente distinta, ¿no te parece? Reconozco que líder, progreso y socialismo suenan más tangibles que Dios, redención y paraíso. Pero tan peligrosos son los monstruos creados por la razón estando dormida como despierta porque la fe, no deja de ser fe, aunque, a la fe en la razón, la llamen ciencia. Y no te dejes engañar por los sentidos: derecha-izquierda, arriba-abajo, delante-detrás, luz-oscuridad, virtud-vicio…Ni creas, por comodidad o pereza, que tienes que elegir entre ambas, porque hay tantas combinaciones y matices como individuos. «Pero el amor al dinero es una enfermedad que denigra y el deseo de placer es lo más innoble. A una riqueza sin medida y desenfrenada acompaña un gran derroche y, corriendo el tiempo, engendran la vanidad, la soberbia y el libertinaje, hijos legítimos suyos y éstos la intolerancia, el desorden y la desvergüenza”.
A pesar de la cercanía, no he conseguido entrever ese ligero clinamen de que hablas, aunque sí visualizar el árbol genealógico de la especie humana: Padres (Placer y Codicia), hijos (Vanidad, Soberbia y Libertinaje) y nietos (Intolerancia, Desorden y Desvergüenza). Mentiría, sin embargo, si te dijera que la familia está completa. Falta la madre, Gea y su hija, la Belleza. Y si tan ancestrales vástagos te impiden verla, no te preocupes, Longinos te ayudará a encontrarla. “Cuando un hombre oye algo repetidamente y su alma no es transportada hacia pensamientos elevados ni al volver a reflexionar queda en su espíritu más que palabras, entonces no es algo verdaderamente sublime”. ¿Entonces? “Verdaderamente sublime es aquello que agrada siempre y a todos”. Y, no es necesario leer sus comentarios, para saber quiénes son esos espíritus sublimes. Y, en caso de duda, busca en mis cartas. Están todos.
¿El combate? Desigual y la victoria pírrica. Es cierto que venció la luz. Pero no ganó la batalla. Desde el amanecer densos nubarrones patrullaron la bahía, sin conseguir taponar las brechas y orificios por donde la luz escapaba. Pensé que avanzaría empujándolas hacia el horizonte. Pero me equivoqué. Segundos después llovió intensamente borrando los rastros del intento. Así estuvo toda la mañana y parte de la tarde. Al final, sólo quedaron celestes y blancos en un mar de grises, cenizas y negros. No temas, no voy a describirte el último ataque antes de que llegara la noche. Prefiero que lo cuente Homero: “Padre Zeus libera tú a los hijos de los aqueos de la espesa niebla, serena el cielo y permítenos ver con los ojos; después a la luz del sol, haznos perecer”.
“Espero –se disculpa Longinos- no parecer demasiado molesto, si te cito otro pasaje del poeta, también sobre asuntos humanos, para que comprendas cómo acostumbra a tratar la grandeza de los héroes”. ¿Molesto? Muy necio tendría que ser, quien no estuviera dispuesto a soportar pequeñas molestias, a cambio de profundos e intensos placeres. ¿Quién lo dice? La experiencia, además de Sócrates y Epicuro: “Muchos dolores los consideramos preferibles a los placeres si, al soportar tales dolores, obtenemos un placer mayor”. ¿El vencedor? La luz grisácea aunque, si observas el orden de la palabras, sabrás quién ganó la contienda.
Cuídate