Califica Séneca de infantiles a los seres humanos que temen, como los niños, lo insignificante y lo desconocido. Y exhorta a Lucilio a “renunciar a ese espíritu infantil” para que “la filosofía le cuente en el número de los adultos”. Sorprendente consejo viniendo de alguien que se entregó, en cuerpo y alma, al honor y la fama.
Y si piensas que tales excesos serían recriminados por la posteridad o sus coetáneos, y que su inmenso poder y riquezas restarían credibilidad a sus insistentes loas a favor de la pobreza, la soledad, la frugalidad, en fin a la virtud, como afirma reiteradamente en sus cartas, te equivocas. No hay argumento, observación ni experiencia capaz de modificar la opinión de los que están predispuestos a ello, se llamen Lucilio, John, José, Pierre o Diceapolis, hayan nacido en Atenas, Paris, Cádiz, Nueva York o Pompeya porque, a pesar de los diferentes nombres, países, lenguas, edades y sexo, coinciden en lo esencial: que son seres humanos.
Y quizá ese vínculo, ese trasfondo común, ese hilo genético que, según la extensión e intensidad, llamamos amor, amistad, fraternidad o sociabilidad, y que consideramos características inherentes a la especie humana, sea la fuente de mandamientos, imperativos morales, creencias comunes, refranes, proverbios, consejos como el de Séneca: “No hay que dar lecciones a quien no esté dispuesto a escucharlas”, u observaciones como la de Aristóteles: “Estamos más inclinados a perdonar los impulsos naturales y los apetitos que son comunes a todos”.
Aunque no hay que ser un atormentado pensador, ni un reputado filósofo para saber que, mientra los seres humanos deambulen por la faz de la Tierra, ningún bien espiritual llámese virtud, honradez, justicia será tan seductor y atractivo como la riqueza, la belleza y el lujo porque, como él mismo confiesa con tristeza y cierto aire marxista: “Desde que ha comenzado a estar en honor el dinero ha decaído el verdadero valor de las cosas y, convirtiéndonos en mercaderes y mercancías unos para otros en cada cosa no buscamos la calidad y la autenticidad sino el precio”. O como concisamente cantó Eurípides, desde la escena del teatro Dioniso de Atenas, hace más de dos mil quinientos años: “El dinero es el bien supremo del género humano”.
Y si alguien, para elevarse por encima de la naturaleza, afirma lo contrario atribúyelo a su manera de ser, no a la conciencia o el conocimiento, aunque luego la razón le susurre un sinfín de elevados argumentos: que los bienes materiales son aparentes, que los auténticos bienes son los del alma, “que ha llegado a la perfección quien no ha dejado su felicidad al arbitrio ajeno”, que sólo será feliz conociéndose a sí mismo. ¡Cómo si la experiencia fuera muda o fuésemos felices de una sola manera! Por las réplicas y contrarréplicas no te preocupes, ya se encargará su manera de ser de ignorarlas, rechazarlas o negarlas.
“Pero él comprendió su error”. “El recto camino que descubrí tardíamente, cansado de mi extravío, lo muestro a los demás”. Entonces una de dos: o era “muy esforzado, pero extraordinariamente lento”, como su maestro Cleantes, o nosotros unos necios por pensar que no se puede ser feliz afirmando una cosa, y haciendo lo contrario.
Debe ser ley de la naturaleza, y no una cualidad del dios Jano, que seres y cosas tengan varias caras, si nuestra manera de ser, dueña y señora de nuestra felicidad, lo es también de nuestros defectos. Nos ocurre a los seres humanos como a la luz que, si no corregimos la aberración, distorsiona inevitablemente nuestra percepción y conocimiento. Y, como no podemos despojarnos de nosotros mismos, si queremos ver con más claridad el fondo, tendremos que dejarla mentalmente en suspenso.
Y no pretendo modificar las reglas de la gramática, ni que añadas en cada línea “es mi opinión”, “así lo pienso”, o que te abstengas de juzgar “para alcanzar el bienestar y la serenidad de espíritu” como proponen los escépticos, sólo que seas consciente que empezamos escribiendo “yo”, y acabamos con “debemos”, “lo que” o “nosotros”. ¡Cómo si nuestras opiniones fueran inspiradas, conclusiones lógicas y las de todos! O sea que empezamos en el dormitorio, y acabamos en el estrado, la tribuna y el púlpito.
Para los que predican, sin embargo, el problema es de orden práctico, es decir de credibilidad. Pues las palabras que engatusan y adoctrinan a unos, a otros les repelen y dejan indiferente. Pero si realmente quería convencer a alguien más, que a Montaigne y Lucilio, le hubiese bastado con abrazar a sus esclavos Felición y Harpeste en vez de reírse y despreciarlos, porque “el camino es largo a través de los preceptos, breve y eficaz a través de los ejemplos”.
La defensa del señor de la Montaña la dejo para otra carta. Y, aunque no la escriba, tampoco Ovidio, Tácito y Nietzsche cumplieron sus promesas, estarás de acuerdo conmigo que, si estuviésemos determinados por el carácter, la clase social o el sexo, dejaríamos de ser un misterio, y yo de escribir cartas. Pero, no te preocupes, ni tú ni yo viviremos para verlo. Y, lo que suceda dentro de mil años, ¿en qué puede afectarnos?
Dices que su único mérito es haberlo visto primero, pues, de haber leído a Lucrecio, habría sido epicúreo, y cristiano, de haber escuchado a San Pablo en el Areópago. ¡Ojalá la fortuna y el azar tuvieran tanta fuerza! Pero no lo creo, pues, aunque se hubiese ido con uno cualquiera, y seguido al primero que se hubiese cruzado en su camino, tarde o temprano, hubiese acabado en su regazo, porque, de la fortuna y el azar, dependen el momento, la ocasión, no la caída del caballo.
Exagera, sin embargo, al considerarlo obra suya: “Te reclamo para mí: eres mi obra. Fui yo quien, habiéndome percatado de tu carácter, puse mi mano sobre ti, te exhorté, te infundí entusiasmo”, pues no es el dogma, la ideología ni el atractivo personal sino el modo de ser, como él mismo reconoce, lo que guía la conducta de las personas. Ni Séneca ni el estoicismo convencieron a Lucilio, era estoico antes de conocerlos: “No te dirijo en sentido contrario a tu naturaleza: has nacido para estos ideales que te voy mostrando”, y de haber nacido en el medievo habría sido eremita, cátaro o franciscano, y, en la actualidad, marxista, guerrillero, yihadista, voluntario o cura obrero porque no es el lenguaje, los términos, los conceptos sino el fondo, las raíces, el núcleo que oculta ese ropaje por lo que se sienten atraídos: autoridad, jerarquía, salvación, esquizofrenia y dogmas elevados, en definitiva, trascendencia o demasiada autoestima, como apunta Montaigne: “Me parece que la madre de nuestras más falsa opiniones particulares y públicas es la opinión, buena en demasía, que tiene el hombre de sí mismo”.
“¡Madre!”, atractiva y sugerente palabra, ¿no te parece? Aunque yo, para no juzgar moralmente su descendencia, habría utilizado «causa» no sólo porque “la verdad y la mentira tienen rostros, trazas, gustos y aspecto semejante y con iguales ojos las miramos”, sino porque asocia falso con negativo, bueno con beneficioso. Y, como no siempre son equivalentes, deberíamos utilizar como referencia palabras menos tendenciosas como utilidad, por ejemplo. Así los engaños, autoengaños, ficciones y tergiversaciones serían buenos o malos, si son o no útiles. ¿Para qué? Para hacer más agradable la vida. ¿De los seres humanos? ¡No, por Dios! ¿Es que no tienes bastante con la tuya? Si dedicáramos a conocernos, la décima parte del esfuerzo que empleamos en modelar a los demás a nuestra imagen y semejanza, sobrarían maestros, lideres e iluminados de todas las especies, porque las piezas encajarían por sí solas.
Pero centrémonos en el problema. Utilices verdad, utilidad, mentira o el calificativo que quieras, dos son las opciones: o aceptas la vida, a pesar del sufrimiento, del dolor y de la muerte; al ser humano, a pesar de ser un conglomerado de vicios, porque, como bien dice Montaigne, “si quitaran en el hombre las semillas de esas cualidades destruiríamos las cualidades fundamentales de nuestra vida”; a la sociedad, a pesar de las injusticias, en definitiva, estás contento contigo mismo, con lo que eres, de cómo te comportas y actúas, o descontento, proyectas tu inquietud y desorientación en los demás, intentando transformar la sociedad cuando eres incapaz de cambiarte a ti mismo. Y, aunque lo consiguieras, el resultado sería indiferente porque no es la justicia ni la libertad lo que impulsa tu voluntad, sino tu manera de ser, en definitiva, estar contento contigo mismo.
Con Montaigne esa estrecha unión espiritual no se hubiese producido, porque al ser “extremadamente libre por naturaleza”, y poseer un “alma independiente”, sabía que la felicidad de los demás, a pesar de lo atractiva que pudiera parecer, de nada le serviría. “Cuanta gloria pretendo de mi vida es haberla vivido tranquila, y no tranquila según la opinión de Metrodoro, Aristipo o Arcesilao, sino según la mía. Puesto que la filosofía no ha sabido encontrar una camino bueno y común a la tranquilidad, que cada uno la busque a su modo”.
Y, para que su ahijado espiritual no perdiera el tiempo persiguiendo el honor, la riqueza y la fama, le asegura que sus epístolas le harán famoso. “Lucilio: alcanzaré el favor de la posteridad y puedo conseguir que otros nombres perduren con el mío”. Y acertó. Pues, de lo contrario, el comensal sería él, no ambos. También Epicuro hizo famoso a sus discípulos, pues “¿quién conocería a Idomeneo si Epicuro no lo hubiese introducido en sus cartas?”, y Cicerón a su amigo Ático. Pero, por azar, no por ciencia, porque el ser humano puede adivinar, imaginar e inventar el futuro, no conocerlo, y menos reglarlo, porque, lo que aún no ha sido, es, por su propia naturaleza, incierto, y si, por analogía, se interna en lo desconocido -no hay otro camino-, sólo encontrará lo que haya puesto y llevado consigo. ¿Qué? Apolo, Dioniso, la lucha de clases, el principio de contradicción y el de incertidumbre, en fin, los logros del espíritu. En definitiva, que lo descubierto es producto de nuestra imaginación o de nuestras limitaciones, elije la cara que más te guste.
Montaigne opina que son móviles difíciles de eliminar porque “somos de tal manera dobles, que lo que creemos no lo creemos y no podemos deshacernos de lo que reprobamos”. Y presenta como prueba las “últimas palabras que Epicuro dijo al morir”, y las de Cicerón, ¡otro de la cofradía!, mofándose de los filósofos “que ponen sus nombres en los libros que escriben sobre el desprecio de la fama”. Marco Aurelio incapaz, como todas las mentes religiosas, de percibir los matices -que se llamen estoicos, cristianos, musulmanes, marxistas y comunistas depende del momento histórico-, lo atribuye a la vanidad: “Las cosas humanas son humo y nada”.
Y, aunque disfruto de su tenebrismo, su sombría paleta, el olor cadavérico de sus palabras -a Montaigne sin embargo su insistencia le resulta molesta-, no creo que la creatividad sea menos digna de alabanza porque la llamemos despectivamente vanidad, orgullo y soberbia. Si el honor, el dinero y la fama movieron a Homero, a Fidias y a Apeles, ¡bienvenidos sean!, porque el valor de la Ilíada, Júpiter y Afrodita no depende de lo deseos, ni de los fines que se propusieron los artistas.
Además si tan atormentados estamos “por el porvenir y el pasado”, como aseguran estoicos y epicúreos, sería extraño que no ansiáramos lo único que puede garantizar que nuestro nombre perdure en el tiempo. Y, aunque una simple bocanada de aire no merezca tantos desvelos, no pensaría igual si fuera uno de los elegidos, o creyera, como Epicuro, que basta una sonrisa, una palabra amable y recordar los momentos placenteros de la vida para curar los males del alma.
Cuenta Heródoto que Asurbanipal premiaba a los que inventaban nuevos placeres. Si es así, reclamo el premio. Pues pensar que dentro de mil años escolares, viandantes y enfermos pronunciarán tu nombre es un manjar al alcance de pocos. Aunque muy necio hay que ser para apreciar tan vano cosquilleo.
Pero volvamos al soporte, a las cartas. Lamenta Montaigne no haber tenido un amigo con el que mantener una relación epistolar “porque dirigirme al viento, como otros, daríame la impresión de cosa de sueño”. Comprendo que, siendo “enemigo jurado de toda falsificación”, no le guste fingir. Pero si su admirado Séneca no tuvo inconveniente en inventarse uno, ni él en escribirse a sí mismo -¿qué son los ensayos sino cartas largas como, según Demetrio, “muchas de Platón y Tucídides”?- que deje de culpar a los demás, y reconozca que era su manera de ser, no la falta de amigos y su deseo de ser mejor y más sabio, lo que le impidió escribirlas.
También yo podría vanagloriarme de educar a los seres humanos. Pero mentiría, escribo para entretenerme. Y si no guío a ningún Lucilio es porque, consciente de mis limitaciones, no deseo lo que está fuera de mi alcance. Y, si alguien replicara que mis cartas son tan educativas como las de Séneca a Lucilio, respondería que puedo ser necio y vanidoso, pero no masoquista ni ingenuo, aunque no pondría la mano en el fuego, porque sé, por experiencia, que la conciencia no llega muy lejos, y tampoco me conozco tan profundamente como Montaigne dice conocerse a sí mismo. Y, menos aún, estando el dolor y el placer tan estrechamente unidos como asegura Sócrates: «¡Qué extraño, amigos, suele ser eso que los hombres denominan placentero! (¿Extraño? ¿Acaso era un semidios o un héroe?) Cuán sorprendentemente está dispuesto frente a lo que parece ser su contrario, lo doloroso; si uno persigue a uno de los dos y lo alcanza, está obligado a tomar también el otro, como si ambos estuvieran ligados en una sola cabeza. (¿Sorprendente? Lo sorprendente hubiese sido sentir placer y dolor al mismo tiempo). Algo así me ha sucedido a mí. Después de que a causa de los grilletes estuvo en mi pierna el dolor, ya parece que llega, siguiéndolo, el placer”. ¡Dios mío, qué manera de calentarse la cabeza! Ni siquiera Séneca y Montaigne se autoanalizaban hasta ese extremo. Platón, a pesar de no haber asistido, habría puesto tal reflexión en boca de Gorgias, Hipias o Protágoras, y a Sócrates, rodeado de efebos, argumentando que dos sensaciones distintas no pueden darse al mismo tiempo porque violaría el principio de contradicción. ¡Cómo si tuviéramos manos para escribir en vez de escribir porque tenemos manos!
Pero dejemos de cazar palabras y vayamos al contenido. Reconozco que “escoger un hombre virtuoso y tenerlo siempre ante nuestra consideración para vivir como si él nos observara y actuar en todo como si él nos viera” es cómodo, aunque no para mí, que desconfío de los modelos aún más que de las personas. Y, como sospecho, que llamamos razón a la corta distancia que alcanza la vista, me atengo al momento, o sea a lo que pueden ver mis ojos, aunque luego busque argumentos entre griegos y romanos, porque confieso sin tapujos que soy discípulo del placer (de mi manera de ser para ser preciso) no de Epicuro, aunque disfrute oyéndole clamar: “No nos referimos a los placeres de los disolutos sino al hecho de no sentir dolor en el cuerpo ni turbación en el alma, pues el placer lo necesitamos cuando su ausencia nos causa dolor, pero, cuando no experimentamos dolor, tampoco sentimos necesidad de placer”. Pero, si tuviera que elegir, me inclinaría por “un modelo interior”, como propone Montaigne, pero, no por el suyo, sino por el mío que, en el fondo, es no escoger ninguno.
Tampoco soy partidario de afirmar categóricamente: “nunca haré esto”; ni comulgo con principios, banderas, dogmas, ni nada que tengan que ser creídos y aceptados sin argumentos ni crítica, siempre he tenido claro que sobre mí no hay más autoridad que mi propio entendimiento. Y, aunque en la vida, como en los viajes, es agradable encontrar a alguien que hable tu mismo idioma, también lo es conocer otras lenguas, no para ser más sabio sino más libre, y por cautela, pues habiendo tantas escuelas y opiniones sería necio creer que la tuya es la verdadera y la más razonable. Pero si “la verdad está a disposición de todos, nadie todavía la ha acaparado”, como escribe Séneca a Lucilio, ¿por qué todo el mundo dice tenerla, si no en la mano, en la boca?
Creo que el éxito, o sea la verdad, no depende de ideales ni abstracciones como igualdad y justicia, sino que está en proporción directa a la proximidad o lejanía de la naturaleza humana. Así será más verdadera, es decir, tendrá más éxito y, por tanto, más fuerza, y su poder más temible y perjudicial, cuanto más se acerque a ella, ¿o no has observado hasta qué extremos distorsiona la mente y altera la conducta de las personas? Aunque no ata a todos con idéntica fuerza porque, a pesar de su credo estoico, anima a Lucilio a pensar por sí mismo: “No es lo mismo recordar que saber. Recordar supone conservar en la memoria la enseñanza aprendida; saber es hacer suya cualquier doctrina sin depender de un modelo, ni volver en toda ocasión la mirada al maestro”.
Y más libre sería si, en vez de amoldar lo observado, leído y escuchado a consignas, conceptos y esquemas, inmutables y eternos, juzgara y actuara según la ocasión y las circunstancias. Y, aunque la humildad admite grados y matices, no es la sabiduría sino la libertad la que gradúa la inteligencia. Un dogmático puede ser inteligente, incluso sabio, pero no libre.
Y para medir el grado de humildad, de inteligencia y libertad no hay instrumento más preciso que el lenguaje. “Confiar lo más grande y lo más hermoso a la fortuna sería una gran incongruencia”, advierte Aristóteles a Nicómaco. Empecemos visualizándola. ¿Qué forma le darías? De triángulo con “fortuna” en un extremo y “confiar” e “incongruencia” en la base. ¿Isósceles? No, escaleno, porque confiar no es tan genuinamente humano, o sea tan racional, como incongruencia. ¿Ingredientes? Un cuarto de ingenuidad, tres cuarto de orgullo y una pizca de duda. No hay como el condicional para aparentar sin pillarse los dedos; ni mayor sabiduría que elegir la forma verbal adecuada. Y es que el conocimiento no es más que un espejo en el que nos reflejamos, aunque, como el joven Narciso, ignoremos que el rostro que vemos es el nuestro. Quizá ahora comprendas por qué sólo hallamos lo que previamente hemos puesto.
¿Malo? ¿Acaso lo son la inteligencia, la libertad y el dinero? Por cierto, Aristóteles se refiere a la felicidad. Y, aunque hacerla depender de uno mismo sea, si no propio de los dioses, como proclama Séneca, si la máxima sabiduría que puede alcanzar el ser humano, si rascas un poco verás que tan excelsa cobertura oculta un refrán o un proverbio, dicho científicamente, el instinto de supervivencia. ¿Cuál? Mejor poco que nada y, si prefieres visualizarlo, mejor pájaro en mano que cien volando. Y, si crees que, no es honrado, apropiarse de un saber genético que nos pertenece a todos, no olvides que, en el país de los ciegos, el rey es el tuerto.
Cuídate