Tilda Séneca de “cabezas perversas y enemigas de los mejores” a los que acusan a los filósofos de “hablar de una manera y vivir de otra”. “Eso le echaron en cara a Platón, a Epicuro y a Zenón”, se queja, y con razón, la incoherencia no es una propiedad de individuos y profesiones sino de la especie. Pero si no son capaces de vivir de acuerdo con lo que predican, ¿cómo pueden erigirse en modelo y enseñar que un mundo mejor es posible? El problema de los racionalismos, sea el de Marx o Séneca, es que distorsionan al hombre de tal manera que convierten sus concepciones en estériles e imposible de llevar a la práctica. Y, cuando lo intentan, cambian el aspecto, no el interior de las personas, “dejando intactos sino agudizados” los peores vicios de la naturaleza humana: el odio, la envidia, la violencia, el desprecio y la mentira. Dice Platón que no hay mayor injusticia que llamar justo al que no lo es. Yo que no hay coartada más eficaz que la ideológica, la disfracen de fe o razón, Dios o pueblo, guerra o paz, libertad, igualdad y justicia. «Pero son elogiados». Y lo serán mientras la concepción religiosa, maniquea y carnívora gobierne nuestras mentes.
No sé si Séneca estaría pensando en Platón, Epicuro y Zenón, en él o sospechara que le acusarían de lo mismo. Pero si no se decanta por ninguna opción –“Se ha discutido a menudo si es mejor tener pasiones moderadas o no tener ninguna. Nuestros estoicos se proponen rechazarlas, los peripatéticos moderarlas”-, no es por su carácter “fogoso e impetuoso” sino por no alardear de lo que carece. Y no lo digo por el popular refrán, que al ir pasando de mano en mano, generación tras generación, representa la naturaleza humana con más precisión que cualquier concepción filosófica, ni porque las palabras sean el espejo del alma, y Dion lo acuse de “avaro, usurero, ambicioso, relajado, voluptuoso y fingidor de filosofía con falsos lemas”, sino porque Montaigne asevera que los que se conocen a fondo no se atribuyen virtudes que no poseen: “Quienes se desconocen pueden pagarse de apreciaciones falsas, pero yo que me he estudiado hasta las entrañas sé bien lo que me pertenece”, quizá por eso se incline por Aristóteles, y yo, pero no porque crea que es suficiente con moderar las pasiones, sino porque dudo que la conciencia tenga poder sobre las virtudes y los vicios. “Lo que tengo de bueno lo tengo por nacimiento y no por ley, precepto u otro aprendizaje”, afirma como si la bondad pudiera adquirirse, o la razón modificar lo que es innato.
Y, aunque así fuera -como asegura Sócrates a los que se burlaban del fisonomista que le tachaba de libidinoso y depravado-, si hemos de guiarnos por la razón, y cada uno tiene la suya, para unos será natural el exceso, y para otros la insensibilidad o el justo medio. “¿Por qué es vergonzoso, si no lo parece a los que lo emplean?”, se pregunta Eurípides. “Lo vergonzoso es vergonzoso, si lo parece y aunque no lo parezca”, replica Arístides como si la razón fuera una y la misma para todos; aunque, a veces, lo parezca, porque es ley de la naturaleza humana juzgar con dureza los defectos ajenos, y ser comprensivo con los propios. Observa con qué naturalidad convierte Séneca sus vicios en virtudes. “Cuantas veces tropiezo con algún séquito más lujoso, me sonrojo contra mi propia voluntad, lo que demuestra que los principios que apruebo y alabo no tienen en mí asiento seguro e inamovible”.
La vida es el talón de Aquiles de todos los dogmatismos, se llamen estoicismo, cristianismo y marxismo. Y los cito por orden de aparición, porque si lo hiciera por su importancia histórica, tendría que sopesar la antigüedad y el número de creyentes. Y ninguno de los dos son para mí argumentos de peso. Ni para Montaigne: “Desgracia es que la mayor prueba de una la verdad sea el número de sus creyentes, siendo así que, en una multitud, los tontos sobrepasan con mucho a los sabios”. Y, para no dejar “nada que se adivine o desee saber de él”, añade: “Si no creo a uno, no creeré a cien, ni tampoco juzgo las opiniones por los años”. Cicerón también opina “que es de necios estimar reunidos a los que despreciamos por separado”. Séneca no sé, a él sólo le preocupan los principios, aunque no debería de hablar con tanto desdén de los epicúreos: “Los que sitúan el placer en la cúspide, juzgan que el bien es objeto de los sentidos; nosotros, por el contrario, atribuimos el bien al alma, que es objeto de la inteligencia”. ¡Cómo si bastara un sujeto, un verbo y un predicado para justificar la existencia de algo distinto al cuerpo, y lo desconocido fuera mejor que lo que vemos, sentimos y tocamos!
Cuenta Antifantes “que en cierta ciudad las palabras se helaban por el frío inmediatamente después de ser dichas y, después, desheladas, la gente oía en verano las cosas que habían hablado en invierno”. Más sorprendente es que puedan convertirse en objetos. ¿O crees que Platón hubiese escrito el Fedón, Cicerón defendido la superioridad del ser humano y Séneca profesado la fe estoica si el alma en vez de un ente fuera una función del cuerpo, la conciencia de nosotros mismo, una manera de hablar o una palabra inventada para entendernos, en fin que no fuera un sustantivo sino un adjetivo o un verbo?
Y, aunque placer, cuerpo y sentidos sean vocablos menos evocadores que virtud, alma e inteligencia. Prefiero que me llamen “bestia nacida para el pasto y el placer de la procreación”, como recrimina Cicerón a Epicuro, o admitir, como Montaigne, que “en mí se hallan por turno todas las contradicciones: soy vergonzoso, insolente, casto, lujurioso, charlatán, taciturno, laborioso, delicado, ingenioso, torpe, áspero, bondadoso, embustero, veraz, sabio, ignorante, liberal, avaro y pródigo”, a uno de esos «hombres nuevos» creados por la fantasía humana porque, a pesar de lo que digan la filosofía, la ciencia y la religión, lo natural, lo innato no puede cambiarse. Y que se sitúen en un extremo no significa que en medio y en el otro extremo no haya nadie. Tan amantes como son del adjetivo «científico» deberían saber que hasta el vacío está lleno y, aunque a la tríada se le haya atribuido desde tiempos inmemoriales cualidades mágicas: Seth-Isis-Osiris, Dios-hijo-Espíritu Santo, Afirmación-Negación-Negación de la negación, Capitalismo-Socialismo-Comunismo, Yo-Ello-Super yo, el binomio tonto-listo explica mejor el pasado, el presente y el futuro.
Comprendo que se sientan moral e intelectualmente superiores, creyendo que el Sumo Bien es la virtud, la revolución y Dios, y lo que necios, burgueses y ateos llaman bienes -dinero, salud y belleza- indiferentes, reaccionarios y pecaminosos. Pero si la vida es gradación y no compartimento estanco, no “todos los pecados (fines y medios) son iguales” porque “es evidente que hay unos vicios (y conductas) peores que otros”. “¿Cómo es posible que delinque igual el que maltrata a su padre que a un animal?», pregunta Cicerón a un imaginario jurado. La incoherencia, como todos los vicios, es proporcional a la conducta, a mayor disparidad entre lo que dicen y hacen mayor será la hipocresía porque, como arguye Montaigne, “puesto que prometen más, deben más”. Los que altavoces en mano proclaman que otro mundo es posible tienen que vivir como predican o callarse, y, si no lo hacen, colgarles, como sambenito, las sabias palabras de Plutarco “si has de censurar ponte lejos de las cosas que censuras”, o los versos de Eurípides “estando tú mismo lleno de llagas eres médico de otros”.
No sé si es ley de la naturaleza, coincidencia o azar. Pero, en cuestiones del corazón, las escuelas disienten hasta en los matices: “Unos alaban los placeres, otros prefieren el trabajo, los hay que proclamen al dolor como el mal supremo, los que ni siquiera lo consideran un mal, los que elevan la riqueza al rango de sumo bien, otros que han sido halladas para desgracia de la humanidad”, sin embargo cuando tratan del bolsillo todas asienten. Al menos eso asegura a Lucilio: “El pueblo entero, en otras cuestiones disconforme, concuerda en este punto: el dinero lo elogia con entusiasmo”. Y, donde pone pueblo, escribe hombres, mujeres, blancos, negros, partidos, militantes, naciones, organizaciones no gubernamentales o cualquier sustantivo, incluso adjetivos y verbos. El dinero ni huele ni entiende de fronteras y, menos aún, de ideologías, porque, como comenta Aristóteles, “los hombres están menos dispuestos a desprenderse de lo suyo que de lo ajeno”. Aunque, no es el deseo de tener, sino el deseo de tener más, el que está enraizado en lo más profundo del alma.
Pero no nos perdamos entre abstracciones y centrémonos en el problema: ¿puede el sabio, el santo y el revolucionario poseer riquezas? Dicho de otra manera: ¿pueden los que desprecian las riquezas y culpan a la propiedad privada de todos los males poseer casas, tierras y dinero? En definitiva, ¿puede un rico senador romano ser estoico o santo y un rico broker, empresario o terrateniente ser socialista o comunista? La respuesta es no: si lo único bueno es la virtud, la revolución y Dios y todo lo demás es malo, contrarrevolucionario y pecado, la riqueza también lo será. Por tanto ni el sabio ni el santo ni el revolucionario podrán poseer bienes. Y, en caso de heredarlos, adquirirlos trabajando o por azar, los repartirá entre los necesitados, llámense ignorantes, parias o paganos.
Por mucho que Séneca y Montaigne vociferen que la filosofía exige que las palabras concuerden con los hechos, no sólo no repartimos lo que es nuestro sino que ambicionamos poseer más. Y, aunque sea natural, incluso comprensible acaparar más de lo que podemos, la codicia, como todos los excesos, es irracional. A no ser que la virtud, la revolución y Dios sean una bella, pero cruel manera de ocultar nuestras inclinaciones. “Nuestro celo hace maravillas cuando secunda nuestra inclinación al odio, la crueldad, la ambición, la avaricia, el robo y la rebelión”, comenta Montaigne observando a católicos y protestantes. Si piensas que sus palabras tenían sentido en su época, pero no en la nuestra, añádele el adjetivo revolucionario, religioso, político, progresista o cualquier otro, y si no te ves reflejado en ellas, profesional o familiar, verás si reflejan o no con nitidez nuestra naturaleza.
¿Por qué Séneca? Porque, cuando no se posee nada, es difícil saber si es la necesidad, o la conciencia, lo que mueve la conducta. Pero, cuando se es rico y poderoso, muchos malabarismo hay que hacer para alabar la pobreza “estando rodeado de riqueza”. Claro que podría cortar el nudo gordiano asumiendo que las necesidades del cuerpo y del alma son distintas y, si su conciencia se resiste, incluir las costumbres en la definición de naturaleza porque, como aduce Montaigne, para el que está acostumbrado, la carne y el vino son tan necesarios como el pan y el agua. Pero, conociéndole, intentará hacer con la razón lo que Alejandro por carácter.
Y si piensas que, por muy hábil que sea, ningún argumento justificará la riqueza, es que subestimas el poder de las palabras. Observa con qué maestría corta Zenón el cordón umbilical que unía su doctrina a la de Aristóteles. “Ponía -cuenta Cicerón- todo lo que es necesario para la felicidad en la virtud y no consideraba como un bien” la salud, la belleza y el dinero. Pero, “aunque no eran buenos ni malos al ser conformes a la naturaleza los consideraba dignos de estima”. Ingenioso ¿no te parece? No hay como matizar, o sustituir una palabra por otra, para eliminar los problemas. Al menos eso hacían, según Montaigne, los campesinos del Perigord para suavizar los sinsabores de la vida. ¿Qué ganaban diciendo «se ha ido» en vez de «muerto» y tiene «tos» en lugar de «tisis»? Tranquilidad. ¿Y ellos afirmando que la riqueza no es un bien, como dice Aristóteles, sino digna de estima? En la práctica nada, pues milites en la escuela estoica o peripatética, podrás acumular cuantos bienes quieras sin que la conciencia ni seguidores te lo recriminen; teóricamente aparentar que lo que importa es la virtud, la revolución y Dios, no ser rico o pobre. No me sorprende que los senadores se convirtieran en masa al advertir que censuraba el lujo: “No poseamos vajilla de plata en la que se haya incrustado el cincelado de oro macizo”, pero no la riqueza: “No pensemos que es signo de frugalidad privarse de oro y plata”. Entonces, ¿qué? “¿No habrá diferencia entre nosotros y ellos?”. Muchísima: “Que nuestro interior sea todo distinto, pero que en el porte exterior se adecue con la gente”, de lo contrario, concluye, “los que queremos corregir” huirán de nosotros. ¿Cambiar a los demás? No hay argumento más eficaz para justificar nuestros vicios. La mentira, el engaño, la apariencia son el reverso de todos los dogmatismos.
Hay que reconocer, sin embargo, que la coherencia entre los principios y las conclusiones es mayor en los dogmáticos que en las demás escuelas. Pues, de lo contrario, no afirmaría públicamente que el sabio “no ama la riqueza pero la prefiere; no la admite en su espíritu sino en su casa; ni repudia las que posee sino que las modera y quiere que procuren mayores ocasiones a su virtud”. Ni preguntaría: “¿Cuál de los sabios niega que también estas cosas indiferentes tengan algo de valor en sí mismas y que unas sean preferibles a otras?”. ¡Cómo si lógica fuera sinónimo de sabiduría! Y, menos aún, advertir puño en alto que “dejen de prohibir el dinero a los filósofos: nadie ha condenado a la pobreza a la sabiduría”. Entonces si todos podemos ser “ricos sin tapujos y abiertamente”, “¿qué diferencia hay entre el sabio (y el capitalista) y los necios (los obreros y jornaleros)”? Pues “que las riquezas han sido ganadas por medios honrados no arrebatadas a nadie ni tintas de sangre ajena” . ¡Cómo si la honradez hiciera desaparecer la injusticia!
Comprendo que Cicerón se queje: “¡Ves cómo se expresan! Inventan palabras nuevas y abandonan las usuales”. Y que Montaigne ante tanta sutilezas exclame: “¡Cuántas palabras para sólo palabras!”. A mí, sin embargo, sus argumentos como todas las obras del espíritu me parecen admirables y dignos de ser escuchados. Y, aún me lo parecerían más, si calmaran el hambre con tanta facilidad y eficacia como las conciencias.
Cuídate