“Nos aleja del recto camino las riquezas, los honores, el poder y las demás ventajas que, a juicio nuestro, son valiosas, y en su justo término, viles” –advierte Séneca a Lucilio animándole a cuidar el alma y despreciar el cuerpo. “La recompensa de la acción virtuosa es haberla realizado” –afirma.
Es admirable que desaparezcan las generaciones, pero los esquemas pervivan, aunque cambien las prioridades, las palabras diría yo, «alma» y «virtud» por «espíritu revolucionario», «nación» o «comunismo» y, más aún, que funcionen. Quizás nos sorprenderíamos menos, si tuviéramos en cuenta que “la envidia, la ambición, los celos, la superstición, la venganza y la desesperación” no sólo forman parte de nuestro ser sino de la vida. “La crueldad» , sin embargo, es «vicio antinatural” y exclusivamente humano. “Aun en medio de la compasión sentimos no sé que de agridulce y maligna voluptuosidad en ver padecer al prójimo” -señala Montaigne.
¿Sentimos? Comprendo que interpretar las palabras de los demás, como si fueran nuestras, es inevitable porque ni él ni nadie puede desprenderse de sí mismo, incluso añadir algunas: “Yo he leído en Tito Livio cien cosas que otros no han leído; y en Plutarco leo cien más que he podido leer, y quizá algunas que el autor no puso”, pero no generalizar si, como confiesa, “yo no sólo oso hablar de mí mismo, sino que sólo hablo de mí mismo”, porque “cuando salgo de esto me extravío y pierdo mi tema”. Yo no lo llamaría extravío si es una cualidad del lenguaje no de la persona, como las afirmaciones no son dogmáticas si están en la boca, no en la mente del escéptico, ¿o pretendes que se encierre en sí mismo, guarde permanentemente silencio y se comunique por signos? No debemos preocuparnos demasiado de las formas. El problema no es el número, el sustantivo o la persona del verbo, sino predicar, hablar por los demás, en nombre del pueblo, de los trabajadores, de la humanidad, ocultando su ambición, su deseo de poder, su codicia bajo una gruesa capa de abstracciones: igualdad, justicia y libertad. No delinquen los ideales sino las conductas, cuando las palabras no coinciden con los hechos.
Y no consuela pensar que sólo afecta a unos pocos, porque las ideas, fantasías y aberraciones nacen de una sola cabeza, pero los esquemas son innatos. Además el problema no es la cantidad sino su fuerza. ¿O has olvidado que David venció a Goliat y unos cuantos griegos a miles de persas? Y, aunque el modo de ser reduzca el número de adeptos, lo placentero lo aumenta porque, lo que es por naturaleza, es más grato, mientras que el deber, lo que la razón dicta, exige autodominio, o sea mayor esfuerzo. ¿O no es más difícil controlarse que dejarse llevar? ¿O más espontáneo aprovecharse de los débiles que tratarlos por igual?
Y, antes de acudir a la memoria para vociferar consignas y dar golpes de pecho, recuerda que «fuerte» y «débil», como todas las etiquetas, son conceptos relativos, no compartimentos estancos. Puedo acosar a mis compañeros, ridiculizar e insultar a los que piensan diferente, aprovecharme de los que están a mi cargo y, al mismo tiempo, ser utilizado por mi jefe, manipulado por un sindicato y un partido, explotado por familiares e hijos, o sea que no hay fuertes y débiles, sino personas fuertes con unos, y débiles con otros, incluso consigo mismo. Y pongo como testigo a la experiencia. “Muchas cosas que debimos considerar inútiles y nocivas a la luz de la razón, las consideramos ahora tales a la luz de la experiencia” – lamenta Séneca.
Me temo, sin embargo, que su testimonio sea inútil porque tropezar, una y otra vez, forma parte de la naturaleza humana. Y no esperes que la educación, el progreso y la conciencia equilibren la balanza, porque la memoria es una capa tan fina como la razón y la inteligencia, en el caso de que, a tal variedad de palabras, correspondan cosas distintas. Y, esta vez, el testigo es uno de los comensales: “En todo existen el nombre y la cosa. El nombre es voz que significa y señala la cosa, no siendo parte de ésta ni de su sustancia, sino ajena y exterior a ella”. ¿Quién? ¡Si hasta un ciego y un sordo distinguiría un dogmático de un escéptico!
Y no niego que sean útiles, aunque haya que remozar los términos y cambiar la perspectiva, porque no hay, según dicen, seres más amante de las novedades que los humanos. Al menos eso opinaban los corintios: “Los atenienses son innovadores, resueltos en la concepción y ejecución de sus proyectos, audaces hasta más allá de sus fuerzas, arriesgados por encima de toda reflexión y esperanzados en medio de los peligros”. Y, algo habría, para que Platón prohibiese, en su República, cualquier cambio, incluso añadir una cuerda más a la cítara. Debe estar en los genes o en nuestras raíces, si realmente los atenienses eran como los describen, porque Montaigne, lector de griegos y romanos, se queja reiteradamente de la corrupción de su época como si no supiese, por Herodoto, Tucídides, Livio, Tácito y Dión, que todos los seres humanos que vivieron desde el siglo V antes de Cristo hasta la caída de Roma y Constantinopla se quejaban de lo mismo. Y no niego que esa percepción tenga fundamento, porque no teniendo más experiencia que la suya, y más conocimientos que el que alcanza con la vista, es lógico que todos afirmen que su época es la más depravada y corrupta. Yo mismo, a pesar de pensar que todas son exactamente iguales, no dudaría en afirmar que no ha habido ni habrá otra más corrupta que la nuestra.
Y no creo que se trate de un problema filosófico o político, y menos aún de ideales, sino de codicia, de dominio, de poder, en definitiva, un problema lingüístico, semántico para ser más preciso, o de diccionario para no andarnos por las ramas. Y, como ningún sabio ha negado el cambio -ni siquiera Parménides, aunque lo considere aparente- y, si lo hubiere, tampoco sorprendería pues, como dice Cicerón, “no se puede decir nada por muy absurdo que sea que no haya sido dicha por algún filósofo”, pasemos a la semántica. Y, ¿qué mejor que un juego infantil para aclarar el significado si, como asegura Montaigne, “en los niños han de juzgarse como sus más serias acciones”? Y a los que culpan a la sociedad o cualquier ente abstracto de nuestros vicios, les advierte que “es peligrosísimo excusar estas malas inclinaciones con la debilidad de los pocos años y la liviandad del asunto, y lo es, porque entonces habla la humana naturaleza, con voz tanto más pura y sincera cuanto que es más nueva”. Y, aunque la fe es ciega, e impermeable a la razón y a la experiencia, hasta los defensores más recalcitrantes de la bondad natural de los seres humanos reconocerán que la mentira, el engaño, la fuerza, la agresividad no dejan de serlo porque se trate de un juego. Aunque no admitan que lo que hacen con canicas, garbanzos y sillas, mañana lo harán con personas o dinero. Ni que en la vida, como en los juegos, si la naturaleza habla tan pura y sinceramente como dice, habrá vencedores y vencidos, poseedores y desposeídos, víctimas y verdugos, además de violencia, vejaciones, hipocresía, mentiras, engaños, en definitiva, cambios de sitio, de dirección, de sentido, pero no progreso porque no se trata de que todos pierdan o ganen sino de sentarse primero y, al final, el último. Y, no hay más que ver sus caras de satisfacción, para comprender que el mundo no se ve igual de pie que sentado.
Es obvio que las virtudes no forman parte de nuestros genes, los vicios sí, al menos eso piensa Plinio: “Nada es más mísero y soberbio que el hombre”, y yo porque, “aunque nada hay cierto”, no tenemos reparos en negar a Dios, la finalidad y el sentido, y detenernos al borde del precipicio, todo lo más bordearlo. Hoy, por ejemplo, los que se sienten intelectual y moralmente superiores utilizan el palmo, es decir, la distancia al suelo como criterio de certeza. Calificando de fantástica cualquier palabra que se eleve por encima de la superficie. Dios no sería creador, arquitecto, razón universal, como arguye Séneca, sino consecuencia no deseada de clasificar y ordenar la realidad, o sea una simple etiqueta, como «material» designa la conducta, la naturaleza, las cosas y los cuerpos, y «alma» o «espíritu» los motivos, la mente, los sentimientos y las pasiones. Tildando de tergiversación ideológica -opinión propia de necios, diría Séneca-, predicar la existencia de un paraíso poblado de elevadas palabras donde las almas recibirían la ansiada recompensa, pronosticando la llegada de una sociedad perfecta, en la que dejaremos de ser un conglomerado de vicios para convivir como hermanos. ¿Que cómo se realizará tan espectacular milagro? ¿Quién habla de milagro? ¡Hablamos de ciencia! ¿O no sabes que conociendo la causa podemos modificar el efecto? ¿Qué causa? Los obstáculos que impiden que la bondad natural envuelva con sus seráficas alas la tierra y las conciencias. Hermosa propuesta, aunque no creo que, cambiando los deseos de estante, dejen la esperanza, la creencia, la fe de ser los cimientos de tan elevado edificio.
Las etapas del progreso las dejaremos para otra ocasión. Hoy nos detendremos en las premisas, o la conclusión, porque el resultado es el mismo: no existe el alma sólo cuerpo, y el cuerpo, como todo lo existente, procede de la naturaleza o, más científicamente, de la materia. ¿Quién lo dice? Los hombres intelectual y moralmente superiores. Y, ¿dónde se encuentran tan sabios señores? Recorriendo con la mente el universo como hacía Epicuro. “Su vigoroso espíritu triunfó y avanzó lejos, más allá del llameante recinto del mundo y recorrió el Todo infinito con su mente y su ánimo”. ¿Ahora? En ningún sitio. No hay como la muerte para bajar los humos, ni la lógica para jugar a ser Dios viajando hacia el pasado y el futuro según convenga al argumento: si sólo existe la materia, todas las ideas, desde suciedad hasta igualdad y justicia, tendrán su asiento en ella. Y, ¿sobre cuál se levanta la superioridad moral e intelectual? Quizá Séneca pueda ayudarnos.
Dividen los estoicos a la humanidad en sabios y necios, haciendo consistir la sabiduría en “discernir el bien del mal”. Sabio, dicen, es el que conoce el verdadero bien, necio el falso. Ya tenemos planteada la idea de progreso espiritual. Y, ¿más abajo? La roca madre ¿qué sino? ¿La roca madre? El modo de ser, las pasiones, los deseos, en una palabra, el instinto de supervivencia, porque todo lo demás son simples advocaciones consecuencia de la diversidad y variedad de la naturaleza. El éxito -como atestiguan minerales, animales y plantas-, asegura su transmisión a la generación siguiente que, al carecer de competidor, se multiplicará y extenderá hasta quedar entronizada como la opción verdadera. Y, para dar la sensación de progreso, cambiamos los nombres: estoicos, cristianos, socialistas, comunistas, progresista, dejando el esquema intacto.
¿Comprendes ahora por qué Plinio piensa que el lobo es el tótem de la especie, o “cuervos y lobos”, Luciano? Aunque no hay que buscar tan lejos si, como asegura Juliano, “no hay en el mundo bestia más temible para el hombre, que otro hombre”, ni fiera más perjudicial según Séneca. “Al hombre le complace arruinar a otro hombre”, confiesa cuando la voz de la naturaleza consigue sortear los rígidos muros de la ideología estoica. ¿Imaginas cómo serían sus epístolas y el mundo si todos los seres humanos fueran mentalmente libres? Es difícil imaginar lo que es contrario a la naturaleza si, como afirma Montaigne, “jamás existieron en el mundo dos opiniones idénticas, ni dos pelos, ni dos granos de cereal iguales”. Y, menos aún, si la experiencia y la razón lo niegan. Pero los modos de ser no pueden ser infinitos. Y, aunque haya tantos matices como seres humanos, siguiendo las normas de la gramática (afirmativo, negativo, ni lo uno ni lo otro), de la moral estoica (bien, mal, indiferente), de la dialéctica marxista (tesis, antítesis y síntesis) y la religión cristiana (padre, hijo, espíritu santo) podemos dividirlos en tres grupos: caminan por sí mismo, necesitan ayuda y los llevan. Además, si la razón no fuera tan orgullosa reconocería que la realidad y sus deseos son cosas distintas, que sólo lo que ha existido y existe es posible, y que lo que, en el transcurso del tiempo, no ha sucedido ni sucede, es decir, no ha existido es imposible. Por tanto, existencia, posibilidad y realidad no son lo mismo. Quizá haya llegado el momento de analizar si la libertad es una mutación perjudicial o beneficiosa, porque la utilidad, el beneficio que la manada obtiene, puede explicar por qué renace una y otra, a pesar de haber sido dada por muerta miles de veces, pero no por qué no arraiga en otras tierras. Quizá no sea el azar, ni los genes, sino nuestras raíces griegas, la Medea que la hace renacer de entre las llamas.
Dices haber leído, en unas de sus epístolas, que por el estilo se puede conocer el carácter de las personas. Y añades que quizá suceda lo mismo con el lugar en el que habitamos. “Que vivas en un islote a merced de vientos y mareas refleja tu manera de ser mejor que las cartas”. Desconfía de los que alardean de conocer a los demás, cuando ni siquiera se conocen a sí mismos, pues, como advierte Montaigne, vemos los rostros no los corazones. Aplaudo, sin embargo, tu osadía, aunque sea difícil distinguir la temeridad de la valentía. Y no niego que haya conexiones entre los seres. Pero no fue el paisaje, sino mi manera de ser el que me impulsó a vivir en este islote. Y, aunque sus epístolas espolearon tu imaginación, algo también habrán influido mis cartas, ¿o pensarías lo mismo si no me conocieras de nada?
Es cierto que me siento más a gusto cuando el viento se aferra a las ventanas, la marea alcanza los pies del faro y el cielo vocifera como un Zeus enloquecido. Pero, te equivocas, si crees que no gozo con igual intensidad de las noches claras, el mar en calma y los días soleados, porque circunscribo mi felicidad al ancho de mi cintura. Y, si abro mis puertas a las opiniones más diversas es porque la homogeneidad de visionarios, conversos y creyentes me repugna tanto como su necedad, su altanería, su desprecio al que opina lo contrario como si la verdad ansiosamente buscada hubiese esperado su mesiánica llegada. ¿Por qué? Quizá Montaigne tenga la respuesta. “Los grandes autores -dice parafraseando a Lucrecio y éste a Epicuro- al describir las causas, no se sirven sólo de las que estiman verdaderas, sino también de aquellas en que no creen, siempre que ofrezcan alguna originalidad y belleza”. ¡Errores bellos! ¿Y aún me preguntas por qué siento a mi mesa a heterodoxos y heréticos?
Cuídate