Pide Séneca a Lucilio que le nombre un autor de prestigio para mostrarle los defectos que cometió, y por qué fueron consentidos por sus coetáneos. “La forma de expresión constituye una prueba de la corrupción pública cuando ha sido aprobada y acogida por todos”, o sea que si gustaba el estilo de Mecenas es porque la sociedad era tan muelle y afeminada como él, y, si “su estilo es vulgar y trivial”, sus seguidores y él también lo serán. Manera de expresarse = manera de ser del autor = manera de ser de la sociedad. ¡Sabia y cómoda simplicidad! No me extraña que los estoicos consideren el saber útil para los sabios, y peligroso para los ignorantes, porque no hay como la verborrea de escuela para ocultar nuestra ignorancia y nuestros vicios. “Son más los que hacen cuenta que los que odian”, advierte. Cierto, la codicia y la envidia mueven a ricos, pobres, blancos, negros, mujeres y hombres. Sorprende, sin embargo, que acuse a Cicerón de “defender su causa”, como si él no hiciera lo mismo al criticar su estilo.
Es ley de la naturaleza humana creer que nuestros juicios son objetivos. ¡Cómo si no estuviéramos determinados por los mismos condicionamientos que los demás! Incluso los grandes creadores e instructores de la humanidad, a pesar de la historicidad de la vida humana, excluyen sus concepciones del devenir como si el mundo girase en torno suyo y su muerte fuera a provocar un cataclismo universal. Muy necio hay que ser para creer que han hallado la verdad, sabiendo por experiencia que todas las ideas, afirmaciones y teorías la siguiente generación las rechazará. “Creo profesar ideas buenas y sanas, más ¿quién no cree lo mismo de las suyas?”. No sé si el sentido común y la sabiduría son cosas distintas, pero con gusto grabaría la máxima en la mente de todos los hombres. No porque sea verdad sino para rebajar nuestro orgullo. Comenta Cicerón con sorna que no sabe de memoria las «Máximas Capitales» de Epicuro. Yo tampoco, pero me hubiese gustado que Montaigne hubiese espigado sus escritos, no para memorizarlos, sino para ver si sus gustos coincidían con los míos.
Aulo Gelio, en sus «Noches Áticas» (sugestivo título ¿no te parece?), advierte que no valorará la obra ni el estilo porque “algunos críticos han considerado a Séneca como escritor tan poco útil que se perdería el tiempo leyendo sus libros”, pero sí sus despectivos comentarios sobre Ennio, Virgilio y Cicerón. Es sorprendente que Montaigne, que critica el “enojoso estilo” del ambicioso orador, y la poca sustancia de sus obras –“cuando quiero recordar el jugo sacado casi todo es viento”-, no mencione esos despectivos comentarios en ninguno de sus Ensayos, más aún siendo las «Epístolas a Lucilio» una de sus obras favoritas.
Aunque quizá los tuviera en mente, pues si su opinión sobre Plutarco se mantiene constante a lo largo de sus ensayos, no sucede lo mismo con Séneca. Aplaude su estilo, su habilidad para curar las enfermedades del alma, sus consejos, la fuerza de sus convicciones, pero le desagrada su reiterativo mensaje de escuela, y su sometimiento al poder político. Debió pensar que si no era sincero consigo mismo tampoco lo sería con los demás. Puede, sin embargo, que sus incoherencias, miedos y contradicciones, en fin su tímido autoanálisis no fuera signo de cobardía sino de su manera de ser, como la absoluta libertad, con la que Montaigne se considera, paladea y fiscaliza, no es presunción sino parte de su carácter. Además, para disipar sus dudas, hubiese bastado con observar su vida o su muerte si, como asegura, “en todas las demás puede haber usado máscara en la última no cabe fingir”.
Sorprendente argumento pero, impropio de alguien que dice conocer profundamente la naturaleza humana, considerar su innata aversión a la mentira común a todos los seres. Y, más aún, sabiendo, por sus queridos griegos y romanos, que la infancia es “el espejo de la naturaleza” y, por experiencia, que el disimulo y el engaño alimentan los juegos infantiles. “¡Qué apasionamiento ponen en sus contiendas! ¡Qué acaloradas son sus luchas! ¡Qué alegría cuando vencen! ¡Cuánto les gusta ser alabados!” -exclama Cicerón con entusiasmo. Además si es difícil estar seguro de uno mismo, ¿cómo podríamos estarlo de los demás? Desengáñate no solo mentimos, engañamos y disimulamos por necesidad, utilidad y maldad, sino por el gusto de hacerlo, más aún teniendo la muerte tanto peso en el juicio de la gente. “Arrebátale a Catón su espada y le habrás despojado de gran parte de su gloria”.
Así que yo no le daría tanta importancia a ese postrer momento, ni alardearía de no cometer el error de juzgar a los demás por lo que soy, pues, ¿de qué otra manera podría hacerlo? El problema no es que “nos complazca arruinar a otro hombre” como se queja Séneca; que “no haya calamidad tan horrenda que no la reciba un hombre de otro hombre” como asevera Cicerón; ni que tengamos, como partes propias, “la inconstancia, la irresolución, la incertidumbre, el duelo, la superstición, la inquietud por el porvenir, la ambición, la avaricia, los celos, la envidia, los apetitos desarreglados, locos e indomables, la guerra, la mentira, la deslealtad, la curiosidad y el robo” según Montaigne, sino no ser conscientes de “que poseemos los bienes por fantasía y los males por esencia”. Y si crees que saberlo no sirve para nada, te equivocas. La conciencia no puede cambiar la realidad ni la conducta, pero sí relativizar, amortiguar y mitigar sus efectos.
Me pregunto si considerar nuestro punto de vista como el mejor, nuestra manera de vivir como la más adecuada, nuestras soluciones como las más acertadas serán artimañas del instinto de supervivencia, cortinas de humo para devolver a los individuos al redil colectivo. “Aunque “estemos formados a retazos”, haya “tanta diferencia de nosotros a nosotros mismos como de nosotros al prójimo” y entre nosotros y los demás animales, si reflexionas, siempre encontrarás algo en común” -parece susurrar el instinto gregario. Dos individualidades unidas por la muerte. ¡Curioso! ¿No crees?
Montaigne -certificado de defunción en mano: “los esfuerzos de Séneca para prepararse contra la muerte hubieran quebrantado ante mí su reputación, sino fuera por el valor conque pereció”- recusa a Dión por acusar a su defendido de “avaro, usurero, ambicioso, relajado, voluptuoso y fingidor de filosofía con falsos lemas”, y aplaude a Tácito, y no dudo de su veracidad. Pero las frustradas tentativas de acabar con su vida, los esfuerzos por consolar a sus amigos mientras se desangra, la solemne despedida parecen destinados a cautivar al lector. Comprendo que emular al divino Platón sea estimulante. Pero no hay artista, ni pincel, capaz de hacer de Séneca, un nuevo Sócrates.
Comenta Montaigne con desenfado, el aprieto en el que nos ponen algunos miembros del cuerpo cuando actúan a su albedrío, sin tener en cuenta el lugar ni el momento. La libertad debe ser contagiosa porque, al leer la muerte de Séneca en los «Anales» de Tácito, me viene a la mente la imagen de Marat sangrando en la bañera y, cuando el veneno no surte efecto, me pregunto por qué no acabó con él si “para morir basta con quererlo”. No sé si la memoria es el almacén de la conciencia, el nexo que une nuestra oscura y fragmentada alma, o no somos tan abigarrados como piensa. Pero inevitablemente resuena en mis oídos la respuesta de Antítenes al taxativo consejo de Diógenes. “Estando enfermo fue a visitarle y cuando Antistenes exclamó: ¿Quién puede librarme de estos dolores? Diógenes sacando el cuchillo que llevaba dijo: ¡Éste! Y él replicó: Dije de los dolores no de la vida”. Añade Laercio para justificar su comportamiento que tenía demasiado apego a la vida. ¡Cómo si por ser sabio sintiera menos el dolor o la sabiduría curara cólicos, gotas y resfriados!
Dejemos las imaginarias jerarquías de seres creadas por la fantasía humana: ignorantes-sabios-dioses, pecadores-santos-Dios, burgueses-concienciados-revolucionarios y volvamos a las «Noches Áticas». El argumento es simple: Ennio es un mal poeta, Cicerón alaba a Ennio, luego Cicerón es un mal poeta, o sea los semejantes se atraen. La lógica y la experiencia parecen confirmarlo, pues difícilmente un buen poeta alabaría al que no lo fuera. ¿Por qué? Por lo mismo que a un vidente no hay que mostrarle la puerta de salida. De todos modos tratándose de un problema de gusto, o sea histórico, es difícil probar la veracidad de las premisas. La conclusión no sería la misma si Séneca fuera admirador de Ennio, ni habría concluido que Cicerón era buen poeta por alabar a Horacio, Virgilio, Catulo y Lucrecio, “a no ser que el óptimo abogado, defienda su propia causa” .
¿El óptimo abogado? Y él, tú, yo, todos estamos permanentemente autoafirmándonos en nuestros juicios, opiniones, gustos e insultos. ¿Por qué sino cito e imito sus cartas a pesar de su ideología, estilo y opiniones? Por mucho que Montaigne censure a Protágoras por tomar al hombre como medida, cuando ni siquiera se conoce, lo cierto es que cada uno juzga el mundo y a los demás tomándose a sí mismo como referencia. “Lo que me parece malsano, ¿no me lo parecerá por ser malsano yo?”, se pregunta el divino Platón. Así sería si, como las homeomerías de Anaxágoras, poseyéramos, en pequeñas cantidades, todos los vicios y virtudes porque, ¿cómo podríamos acusar a alguien de malsano si no lo fuéramos en alguna medida? Claro que podríamos juzgar por oposición más que por convicción, como afirma Montaigne de sí mismo.
Me pregunto si sus gustos literarios podrían explicarse de idéntica manera: su amor a los autores antiguos por convicción, por oposición su desinterés por los contemporáneos. Y si alguien, obligado por sus dogmas, cree que es una manera de escapar de la realidad y una pérdida de tiempo, ignora lo placentero que es divagar, dejarse llevar y hablar consigo mismo. ¿Con qué finalidad? Con la misma que te sumerges en el mar, te dejas acariciar por el viento y contemplas la lluvia tras la ventana, por el gusto de hacerlo, sin más. Y aunque diga Séneca que no se puede vivir sin una finalidad y una visión de conjunto. Se equivoca, se puede vivir sin finalidades, reglas ni trascendencia, “descansadamente y a gusto” como sueña Montaigne, “tranquila y placidamente” como desea Cicerón o simplemente por el gusto de vivirla. Y, aunque se empeñe en jerarquizar la vida, distinguiendo entre vivir y existir, placer y gozo. Yo no veo ninguna diferencia, y de haberla sería filosófica, no de vivencias y sentimientos.
Reconozco, sin embargo, su modernidad al responsabilizar a la sociedad de los defectos del autor: “El estilo no sigue una norma fija, los hábitos de la ciudad lo hacen cambiar constantemente”, aunque la universalidad no se deba a su genialidad sino a la proximidad o lejanía de la naturaleza humana. Cerca estarían la crueldad, la ambición, la envidia, los celos y la codicia; lejos la bondad, la honestidad y la humanidad. La cercanía explicaría el multitudinario éxito de los paraísos imaginados por religiones y credos políticos: “Bien veo que todos esos son bromistas se acomodan a nuestra necedad, atrayéndonos con opiniones y esperanzas convenientes a nuestro mortal apetito”, la lejanía explicaría las quejas Séneca: “Dejen de acusarnos como si propusiéramos principios insostenibles”.
Aunque, como estoico, debía saber que de nosotros depende la acusación, y de la naturaleza el rechazo. Si Cristolao colocara en su imaginaria balanza la conducta humana, el deber no elevaría el platillo del placer ni una pulgada, porque podemos enfrentarnos a la naturaleza, pero no vencerla. Y si Posidonio, postrado en la cama, asegura a Pompeyo que “nunca admitirá que el dolor es un mal” y Epicuro, a pesar de la “estranguria y disentería”, escribe a Idomeneo que es feliz, es porque el umbral del dolor no es el mismo para todas las personas. Soportar el dolor, el sufrimiento y la injusticia dependen de los genes no de las creencias y convicciones filosóficas. Habrían hecho y dicho lo mismo si en lugar del Pórtico y el Jardín hubiesen militado en la Academia.
Si comprendiéramos que todo lo que hay en la naturaleza, desde la vida y la muerte hasta la luz, las mareas y el color, es proceso, graduación y escala, no nos propondríamos modelos a imitar ni intentaríamos ser distinto a como somos, porque esos ideales a los que aspiramos: solidario, revolucionario, progresista, religioso, beato, santo no son productos de la conciencia ni de la voluntad sino características individuales que la bobería humana exalta, magnifica y eleva a los altares. El mecanismo es sencillo: idealizamos una manera de ser y proclamamos que es el modelo al que hay que ajustarse. Y como la culpabilidad, la jerarquía, el culto a las personas, el sentimiento de inferioridad, la fe, la obediencia, en fin el olor a sacristía es el perfume más extendido, el éxito está asegurado. Y si, a ese caldo de cultivo, añadimos la educación adecuada ya tenemos la sociedad poblada de fieles, militantes y concienciados. “¿Quién no ve que en un Estado todo depende de la educación?”.
«Pero sus epístolas siguen vigentes». Y seguirán mientras el dolor y la muerte formen parte de la naturaleza humana. Me pregunto si hablar con tal familiaridad del porvenir es una manera de compensar nuestra impotencia. Quizá deberíamos hablar sólo en presente y pasado reservando el futuro a nanoperíodos, si queremos que nuestros esfuerzos por reglarlo tengan éxito. Pues, por experiencia, sabemos que ningún pronóstico sobre la naturaleza, la sociedad y el ser humano se ha cumplido. Deja el futuro en manos del azar y vivamos el presente, y qué mejor manera que invitando a un nuevo comensal a la mesa.
Ya sé que Séneca detesta su frialdad (¡cómo si la pasión hiciera más sólidos sus argumentos!) y Montaigne su cobardía (¡cómo si unos instantes compensaran la bondad y maldad de toda la vida!). Muy seguro de sí mismo hay que estar para afirmar, en contra de la razón y la experiencia, que en el momento de morir nos mostramos como somos. Además, ¿cómo puede asegurar que lo juzgamos como es y no como lo vemos? Y si cree que basta con leer sus escritos para conocerle, ¡cuidado!, no vaya a tomar como referencia sus limitaciones, incapacidades y prejuicios. Sería más prudente leer sus obras como si fueran anónimas para que cada uno las interprete como quiera porque, a pesar de la ciencia, el significado de las palabras varia según nuestro estado de ánimo, edad, sexo, preocupaciones e intereses. ¿O acaso Cicerón era ambicioso, burlón, enemigo de César y cobarde en el foro, y dejaba de serlo cuando cogía la pluma?
Tampoco su eclecticismo debería ser un problema porque no pretendo conocer la verdad sino su punto de vista. Y, aunque algunos confundan la crítica con la misología, tan amantes de los razonamientos son críticos como aduladores, pues ambos se sirven de la razón aunque con fines distintos: los dogmáticos para justificar sus creencias; Cicerón, Montaigne, Carneades y Pirrón para bajarles los humos. Y si teme no poder dejar la lectura, se equivoca. Pues, aunque sus diálogos no sean tan breves como las Epístolas ni tan variados como las Vidas, al disertar sobre un solo tema, puede interrumpir la conversación en cualquier punto o coma y, si le aburren sus disquisiciones etimológicas, saltárselas, como hago yo cuando Sócrates y los sofistas disputan sobre el sexo de los ángeles.
Sé que, cuanto escribo, son opiniones, aunque algunos llamen, pomposamente a las suyas, razones y argumentos; y que, para justificarme, podría confesar que no trato de mostrar mis conocimientos sino como soy. Pero, como no me paladeo hasta ese extremo, sólo puedo aducir que no es mi mano ni mi alma, sino mi imaginación la que vuela. Aunque mío, lo que se dice mío sólo sea el pronombre. Claro que podría llamarla inspiración, genio, don divino, incluso escribir un diálogo, aunque no sea tan hermoso como el Ión de Platón. Pero lo cierto es que ignoro a dónde va y, lo que es peor, de donde viene. También podría abortar el vuelo, cortarle las alas y esperar a que cayera por su propio peso. Pero sería necio que, por una simple opinión, me privara del placer de contemplar sus correrías.
Tampoco me preocupa que el lector se aburra, porque leer o no depende de uno mismo, no del autor ni de la obra, aunque no todos los comensales estén de acuerdo. Cicerón, por ejemplo, discrepa: “Prefiero errar con Platón que estar en lo cierto con otros”. Quizá la incoherencia no sea tan grave como piensa: “¿Hay algo más reprobable que la incoherencia?”, se pregunta. O quizá haya dos libertades: una racional, amante de la coherencia y la autoridad; otra libre, profunda e indomable; o, simplemente, sea una característica de la persona, no de la naturaleza humana.
Cuídate.