Habla Montaigne con admiración de los grandes hombres de Grecia y Roma, mostrando interés no sólo por su ciencia sino por sus vidas. ¡Cómo si fueran distintas a la suya, a las de sus vecinos y a las de sus criados! De Plutarco, por ejemplo, alaba su persona, su carácter, su alma, su estilo y sus “opiniones platónicas, dulces y acomodables a la sociedad civil”, de Cicerón su ciencia porque “no tenía gran excelencia en su alma”.
A mí, de los grandes hombres sólo me interesan sus palabras, pues, para saber cómo vivieron Alejandro, Epaminondas, Agesilao, César y Pericles, no necesito leer a Plutarco sino observarme, mirar a mi alrededor y hojear un periódico. Y, si escucho con placer sus opiniones, dichos y enseñanzas, no es por amor a la verdad y deseo de saber, sino porque la variedad es más agradable que la homogeneidad, y el cambio más que la rutina, aunque “considerar la vida no penosa sino superflua” no sea un problema de vista ni de oído sino de cabeza.
–“¿Hasta cuándo las mismas cosas? Me despertaré, dormiré, comeré, tendré hambre, sentiré frío y calor. Ninguna cosa tiene final….Todo pasa para luego volver”.
“Es ridículo -replica Epicuro- que te apresures a la muerte por hastío a la vida, siendo así que ha sido tu clase de vida la que ha determinado tu carrera hacia la muerte”.
Yo no creo que la clase de vida sea el problema, sino si está dirigida o no por la razón porque, cuando “nada nos lo impide, debemos permitirnos todo placer y rechazar todo dolor”, pero “con frecuencia, bien por deberes, bien por necesidad, tendremos que rechazar los placeres y no rehuir las incomodidades”. Además si bueno, como afirma Cicerón, es lo que está de acuerdo con la naturaleza, y malo lo contrario, una cosa será natural, es decir, buena “para el caballo, otra para el buey y otra para el hombre”. Y, como la naturaleza humana es racional, lo natural, lo bueno será vivir de acuerdo con la razón, aunque Pirrón, Carneades y él, la utilicen para cortarle las alas y Séneca para dárselas. “Ése no ha vivido, ha existido”, afirma tajante. ¡Cómo si vivir y existir fueran cosas distintas! Para Epicuro, sin embargo, lo natural, el bien, es el mismo para animales y hombres: el placer, pero no el suave cosquilleo de Arístipo sino la ausencia de dolor físico y espiritual. “No puede haber para el hombre nada mejor que estar libre de todo dolor y molestia y disfrutar plenamente de los mayores placeres del alma y del cuerpo”. ¿Montaigne? Unas veces asiente “no valemos más ni menos que el resto de los seres vivos”, y otras duda: “Cuando juego con mi gata, ¿quién sabe si ella no se divierte conmigo?”.
Asombroso ¿no crees? No hay, en la naturaleza, ser más hábil, audaz y seguro de sí mismo que el hombre. Podría pasar horas y horas escuchando sus imaginativos argumentos, sus fantasiosas construcciones, sus filigranas y matices. Claro que, utilizando materiales tan dúctiles y ligeros como las palabras, no me sorprende que edifique sobre la nada y, contradiga la experiencia, el sentido común y los hechos. “Pues, ¿qué? ¿no temerá la muerte, la cárcel, la hoguera, y otros dardos de la fortuna? No, porque sabe que éstos no son males, sino que lo parecen”. “Son”, “parecen” ingeniosa manera de complicarse la vida o, darle sentido a la existencia, según se mire. “Entonces dijo Dios: “Hágase la luz”. Y la luz se hizo«. ¿No es increíble? Y nos quejamos de haber sido tratado injustamente. ¡Cómo si los demás animales hubieran recibido de Dios o la Naturaleza un talismán tan poderoso como el lenguaje!
Y no dudo que el estoicismo sea una concepción bella y coherente, la gravitación universal, el modelo estándar del universo y los Elementos de Euclides también los son, pero no debería afirmar que “al sabio no le perjudica la pobreza, ni el dolor ni las demás contrariedades de la vida” porque los ignorantes podrían pensar que sabio es el nombre de un mineral o de una roca. Y si temen que, si los males fueran lo que parecen, la existencia del mal sería incomprensible e inexplicable, se equivocan, porque “en todos los problemas se obtiene la máxima serenidad si los resolvemos según el método de las múltiples explicaciones, admitiendo -como recomienda Epicuro- las que sean verosímiles”, por ejemplo que Dios no se ocupa de los hombres, que somos productos del azar, que el bien y el mal depende de las circunstancias o que cambian con el tiempo. Y, si los males no fueran lo que parecen, tampoco importaría porque ninguna explicación por descabellada y fantástica que pareciera, sería tan dañina e irracional como la prohibición de Platón. “No permitiremos y nos opondremos por todos los medios a que sea dicho y escuchado en nuestro Estado que Dios, que es bueno, es causante de los males”.
“No permitiremos”, “nos opondremos”, “prohibiremos”….vetustas, pero eficaces palabras si, cuatro siglos después, los adversarios del romano Labieno “obtuvieron de los magistrados de Roma que fuesen sus libros condenados a la quema. Así comenzó, escribe Montaigne, aquel nuevo ejemplo de castigo, luego ejercido en Roma otras veces, de castigar con la muerte incluso a los libros”. ¿Roma? ¿Acaso no fueron quemados en Atenas los libros de Anaxágoras un siglo antes de nacer Platón, en Francia, veinte siglos después, prohibidos o publicados según la religión del escritor y, en el siglo veintiuno, prohibido en Sevilla un homenaje por las ideas políticas del autor?
De acuerdo, pero una vez agotadas todas las posibilidades –“cuatro simples: no hay nada bueno fuera del bien moral, la de Zenón; no hay bien fuera del placer, la de Epicuro; no hay bien fuera de la ausencia de dolor, la de Jerónimo; no hay bien fuera del disfrute de los principales bienes de la naturaleza de Carnéades. Y tres mixtas: hay tres clases de bienes, los más elevados son los del alma, a continuación los del cuerpo y, en tercer lugar, los externos, de Platón y Aristóteles, otros han unido al bien moral el placer y la ausencia de dolor, porque las de Aristón, Pirrón, Erilo y algunos otros hace tiempo que nadie las defienden”- no deberíamos seguir especulando sobre el bien de la especie sino personalizarlo. ¿Cómo? Matematizándolo. Claro que, si encontramos la fórmula, no podremos quejarnos de la naturaleza por no poseer un órgano para distinguir el bien del mal, de Dios por prohibirnos comer el fruto del árbol de la ciencia del bien y del mal, ni de ser “el único animal que cree ser lo que no es y confunde lo verdadero de lo falso” como Montaigne. Lo bueno es que tendremos que inventar nuevas hipótesis. Prometedor, ¿no te parece? Sólo por ver a la mente en acción, merecería la pena el esfuerzo.
Así que imagina a los seres humanos, no como un bloque homogéneo o un compuesto de cuerpo y alma, sino estratificado, como si cada uno tuviera su código de barras. Asignando a las distintas características de la especie una letra mayúscula, por ejemplo, A= el placer, B= el deber, C= resistencia al dolor, D= ansia de saber, E= fama, F= ambición etc y, graduándolas del uno al diez, obtendríamos la manera de ser de cada uno, o sea su bien, su felicidad. La fórmula, por tanto, sería XA+XB+XC+XD+XE….siendo la de Epicuro, por ejemplo, 9A + 2B + 9C + 5D + 10E + 2F….la de Cicerón: 5A + 8B + 5C + 10D +10E + 10F….la de Séneca: 2A + 9B+ 9C + 7B + 9F….correspondiendo a la máxima del dios: “Conócete a ti mismo”, el valor cero, 0A + 0B + OC + 0E + 0F….
Sorprendente, ¿no te parece? No me extraña que nos jactemos de ser como Dios. Él crea cosas, nosotros ecuaciones. El problema es que utilidad y belleza no siempre coinciden. La perfección es bella, pero poco útil. Al menos para la vida cotidiana. Habría que graduar los valores numéricos según la manera de ser de cada uno, o sea sustituir los números enteros por decimales. Pero sacar décimas, centésimas y milésimas no parece fácil porque, según Montaigne, que ha dedicado toda su vida a tal ocupación, halla “profundidad tan varia e infinita, que de mi aprendizaje no saco otro fruto que hacerme sentir cuánto me falta para aprender”. ¿Faltar? No hay ser más insatisfecho y contradictorio que el humano. Después de congratularse de que el dios aconseje conocerse a sí mismo, encomiar a Sócrates por confesar que no sabía nada y proclamar que la ignorancia es la máxima sabiduría que los seres humanos podemos alcanzar, se queja de no poder abarcar el alma. ¿Acaso esperaba lograrlo? Además, sean útiles o no, las ecuaciones matemáticas son valiosas por sí misma, ni siquiera Dios podría negarlas. Al menos eso dicen los devotos de la ciencia. Por tanto, si la felicidad es proporcional al conocimiento de sí mismo, los sabios siempre serán felices, los conscientes de su ignorancia también porque la consciencia implica cierta sabiduría, los ignorantes difícilmente si, como asegura Montaigne, “el que dice estar satisfecho del conocimiento de sí mismo es que no entiende una palabra de nada”.
Tampoco se trata de vivir con la calculadora en la mano. Basta con que la razón se guíe por los instintos, el sentido común y la experiencia, o sea, estar sano física y mentalmente, “aceptar con ecuanimidad lo inevitable” y sufrir y gozar con moderación los vaivenes de la fortuna. La ecuación, sin embargo, no aclara por qué esa obsesión por distinguirnos del resto de los animales, por qué ese empeño por diferenciarnos de los demás individuos de la especie, por qué magnificarnos. En definitiva, por qué necesitamos autoengañarnos. Y no me refiero a su utilidad. La mentira, el disimulo y el engaño son tan necesarios para la supervivencia como la comida, la bebida y el ocio sino que individuos, como Cicerón y Séneca, necesiten endulzar la vida para degustarla.
Y no presumo de ser más sabio, tampoco menos, no soy incondicional de nadie, ni siquiera del dios Apolo, ni de que mi punto de vista sea verdadero, si lo creyera dejaría de serlo, sino más simple, menos rebuscado. Y, aunque demasiada sencillez, puede ser un obstáculo, conociéndola nada ni nadie podrá privarnos del placer de ver cómo la razón sortea los peligros, propone alternativas, busca soluciones engatusándonos, una y otra vez, con fantasías y quimeras, en fin cómo enmaraña la vida, según algunos, o crea, edulcora, embellece, como yo pienso. Sorprende, sin embargo, que ningún poeta haya encomiado su nombre ni inmortalizado sus hazañas, aunque abunden filósofos, historiadores y científicos. Así que tendremos que contentarnos con Diógenes y las Vidas en lugar de Homero y la Ilíada, con Tales, Aristóteles, Zenón y Epicuro en lugar de Ayax, Diomedes, Agamenón y Patroclo, aunque el odio de Platón a los fenómenos –“lo que deviene no es” -sea tan visceral como el de Aquiles a Héctor.
–“¡Te lo suplico por tu vida, tus rodillas y tus padres! No dejes a las perros devorarme junto a las naves de los aqueos”.
–“No implores, perro, ¡ojala que el furor y el ánimo me indujeran a despedazarte y a comer cruda tu carne!«.
Pero si Cicerón cree que “hemos nacido para cosas más importante”, ¿qué nos impide creerlo? Así que empezaremos por el material, después por el tallado y finalmente por las filigranas. Aunque, no va a ser fácil, si los fenómenos son también interpretaciones nuestras. Veamos, hay seres inertes y vivos (¿Hay? ¡Pronto empezamos!). Si una piedra, un mosquito y un ser humano se describieran a sí mismos, comparando las descripciones advertiríamos que tenemos más afinidades con el mosquito que con la piedra, aunque ellos, al no ser conscientes de que viven, envejecen y mueren, no necesitan dar sentido a la existencia y nosotros sí. ¿Cómo? Soñando, inventando, imaginando, fantaseando, ¿cómo si no?
¿Malo? ¿Acaso lo natural puede de serlo? Y, si lo fuera, tampoco importaría porque, aunque sólo sean palabras, humo, nada, no creo que pudiésemos vivir sin ellas. Y, no juzgo, describo, las valoraciones las dejo para la razón, o para la costumbre, porque sean o no lo mismo, como aventura Montaigne, lo cierto es que nunca discrepan. Y, si lo hacen, es por la manera de ser, no porque sean objetivas y verdaderas. Así que, por muy sublimes y elevadas que parezcan, no olvides que son creaciones nuestras, y cada cual se siente a gusto con las suyas. Y, aunque Cicerón asegure que “abrumar con injurias a aquellos de quienes disienten acerca de la verdad” es costumbre griega, y Montaigne que imponer por la fuerza las creencias lo es de su época. No creo que haya que recurrir al testimonio de Tucídides, Heródoto, Hesíodo ni a los versos del divino Homero, la voluntad de Nietzsche, la sinceridad de los sofistas, o a la memoria para comprobar que tales conductas forman parte de la naturaleza humana, no de la idiosincracia de un pueblo, raza y época. Porque todo lo que repta, camina, nada y vuela sobre la tierra aspira a eliminar, sustituir, ocupar el lugar de otro, aunque lo llamen respeto, igualdad, integración, libertad y convivencia.
Y como no creo en paraísos, ni en edades de oro, porque las utopías sirven para dar rienda suelta a nuestros peores vicios; pero sí que el futuro es impredecible y todo lo humano perecedero, agradezco a la fortuna vivir en una época en la que puedo escribir y tu leer estas cartas, porque mañana, ¡quién sabe si podremos! Y, aunque Montaigne acuse a Aristóteles de oscurecer su pensamiento con tecnicismo de escuela, no hay que ser un iniciado para comprender que, junto a la virtud, “la justicia y la legalidad es lo más importante para los hombres”. “Por eso -advierte- no permitimos que nos mande un hombres sino la razón (y no la de uno sino la de todos), porque el hombre (dirigente, líder, sindicato, partido, ideología, raza, nación y religión) manda en interés propio y se convierte en tirano”.
Cuídate