Propone Montaigne combatir “el frenesí antirreligioso” de su época “forzándonos a sentir la inanidad, vanidad y nulidad del hombre, y arrancándonos de las manos las pésimas armas de la razón”, y de los sentidos. “No son las necedades sino nuestras sabidurías las que me hacen reír”, confiesa emulando a Demócrito. Propuesta que aplaudimos, no sólo por el placer de escuchar a Sexto, sino porque la contundencia con que desmonta dogmas, argumentos y evidencias, es tan apabullante y demoledora como la estrategia de Alejandro en Gaugamela, Escipión en Zama y Aníbal en Trasimeno, incluso de los germanos en los bosques de Teutoburgo. Aunque, de tener que elegir, me quedo con la naturalidad y libertad de sus Ensayos, porque entre el cuerpo a cuerpo o la táctica de guerrilla, las certeras embestidas del toro o las envolventes tácticas de los carnívoros, me inclino por el lobo. Salvo que los contendientes sean Venus y Palas, Aquiles y Héctor, Paris, Ulises, Diomedes o Ayax, y los corresponsales Homero y Hesíodo. “Después de hablar así, desenvainó la aguda espada que llevaba suspendida en su costado y tras tomar impulso partió, cual águila de alto vuelo que baja al llano a través de las tenebrosas nubes para arrebatar una tierna cordera o una trémula liebre. Así partió Héctor haciendo vibrar la aguda espada. También se lanzó Aquiles con el ánimo lleno de furia salvaje. Como va entre los astros en la oscuridad de la noche la estrella vespertina, el astro más bello del firmamento, así era el fulgor de la afilada punta que Aquiles blandía, maquinando la perdición del divino Héctor”.
Me sucede con Sexto Empírico y Montaigne, lo que a Cicerón y a él con Torio y Régulo. “Si hubiese de elegir entre ambas vidas, diría lo que de ellos dice Cicerón, pero de atenerme a mis medios y deseos declaro que la primera de esas existencias está a mi alcance la segunda remotamente”. Pues yo esa posibilidad ni siquiera la vislumbro, no porque sea corto de vista, sino porque si la vida es gradación, también lo será el carácter. Y, dada su ductilidad, el núcleo de la personalidad puede estar en un extremo y los bordes alcanzar el centro, como el citoplasma, los seudópodos, la popa y la proa de un navío, los bigotes del calamar y los brazos de las galaxias. ¡Extraño sería que las zonas intermedias no estuviesen más pobladas! Aunque, dada nuestra escasa empatía por los puntos de vista contrarios, e innata incapacidad para observar al unísono las diferentes perspectivas, podría ser que las llamemos intermedias porque están más pobladas. Así, al menos, discurría mentalmente Aristóteles: “Anaxágoras dice que el hombre es el más inteligente de los seres vivos a causa de tener manos, pero lo razonable es decir que ha recibido las manos por ser el más inteligente”.
Yo, sin embargo, opino como Anaxágoras. No porque su propuesta sea más razonable, sino porque no necesito imaginar finalidades para que la naturaleza sea comprensible y la vida tenga sentido. Pero como no creo en la verdad, ni en la objetividad, ni soy de los que consideran su manera de ser como el arquetipo, lo mejor es que cada uno elija la que más le guste porque, haya o no finalidades, seamos más o menos inteligentes, no por ello dejaremos de tener manos. Aunque no podríamos considerarnos hijos de Dios ni un milagro de la naturaleza, porque si debemos nuestra primacía al azar, “ese espíritu sagrado que mora en nuestro interior” podía haber anidado en la cabeza de cualquier animal. Pero, como no ha sucedido, seguimos en el tercer puesto después de Dios y los ángeles, de Zeus y los héroes, de la Revolución y los trabajadores, de la Tierra y los ecosistemas, según seamos cristianos, paganos, comunistas, ecologistas o devotos de Cibeles; detrás el resto de la creación, evolución o autocreación de la materia: mamíferos, aves, reptiles, peces, insectos, bacterias, virus hasta los primeros elementos.
Quizás haya llegado el momento de acortar distancias, eliminar cortes, anular saltos, en fin de sustituir esa trasnochada imagen de seres semidivinos -mitad animal mitad ángel- por otra más acorde con las profundas convicciones científicas de la época. Visualizarnos, por ejemplo, físicamente como entes, pero, espiritualmente, como fluidos que giran en torno a un núcleo. De forma que, conservando nuestro estatus, estemos sometidos a las leyes de Newton y Einstein, y a los principios de Arquímedes, Galileo, Darwin y Heisenberg como el resto de los seres, porque no es razonable explicar objetiva y científicamente el origen y comportamiento de animales, plantas y rocas, pero no el nuestro. Y, más aún, si proclamamos orgullosos que Dios es una creación nuestra. ¡Cómo si la Revolución, la Igualdad, la Justicia, la Fraternidad no hubiesen salido de nuestras cabezas!
Adentrémonos, sin temor, en esas ignotas tierras, antes que se inmiscuya alguna nueva divinidad, un nuevo amo o el superhombre como vaticinaron Virgilio, Calicles y Nietzsche. Y, aunque Séneca considere superfluo cualquier saber que no contribuya a la felicidad porque “sólo perfecciona al espíritu la ciencia del bien y del mal”, como no se trata de la felicidad ni de la suya sino de la mía, dejaré que la imaginación vuele sin guía, objetivos ni finalidades, porque la incertidumbre, la duda y la ignorancia me resultan tan placenteras como a él “escoger una regla para vivir y ajustar a ella toda la vida”. Y me refiero a la ignorancia consciente porque “ignoramos cuanto ha de suceder, pero sabemos lo que puede suceder”. Así que expliquemos nuestra conducta, pensamientos, concepciones como las de cualquier animal, o sea científicamente, y cuando nos cansemos, volvamos a rehacer el muro mental que nos separa del resto de los seres.
Sé que la excepcionalidad como ser inteligente, creación divina, desarrollo del Espíritu y cumbre de la evolución es la explicación que tiene más adeptos. Pero no porque seamos mejores, superiores y distintos, sino porque el éxito de creencias, ideas y convicciones depende de la mayor o menor habilidad con que toquemos los resortes más íntimos de nuestra conducta. O sea que la extensión y duración no es proporcional a la justicia, igualdad, fraternidad y demás ficciones que llenan nuestras cabezas, sino a la distancia que nos une o separe de ese “fondo turbio y legamoso” llamado naturaleza humana. Más éxito tendrá la fe que la razón, la creencia que la inteligencia, el placer que el deber, la irresponsabilidad que la culpa, la obediencia que la libertad. Y, aunque “la filosofía exige que la vida no esté en desacuerdo con las palabras”, lo cierto es que, a pesar de las prédicas de Epicuro, Jesús, Marx, Zaratustra, la Esperanza y el Progreso, cuando caminamos en sentido contrario a la naturaleza humana, la distancia que separa las palabras de los hechos aumenta hasta hacerse infinita. Cuenta Montaigne que “quiso un rey tártaro, que se había hecho cristiano, ir a besar los pies del Papa, mas el rey san Luis le disuadió por temor a que viendo nuestra desarreglada manera de vivir se disgustase de tan sana creencia”. Pues lo mismo hubiese sucedido si, en lugar del Vaticano, hubiese visitado el Jardín, el Paraíso Comunista y el soñado por el Superhombre.
Es sintomático observar que, cuanto más elevados son los ideales, mayor es el esmero con que militantes y creyentes tratan, con su verborrea, de ocultar sus vicios. Pero, aún lo es más, que después de eliminar diferencias, jerarquías y singularidades, en fin de defender la existencia de una sola realidad, tuviera que volver a dividirla. Pues si la pervivencia de las teorías es inversamente proporcional a la distancia que les separa de la naturaleza humana, analizando las que han tenido éxito, deduciríamos las cualidades de la especie humana, incluso el peso específico de cada una de ellas. O sea que si desde “lo manifiesto se puede acceder a lo que está oculto” -como afirman Anaxágoras, Demócrito, Platón, Epicuro y demás filósofos y científicos-, tendremos que admitir que la violencia, la codicia y la avaricia son cualidades innatas, porque, si no lo fueran, habrían desaparecido y, con ellas, guerras, revoluciones, violaciones, genocidios, como había ocurrido, según Montaigne y Séneca, con las buenas persona en Francia y Roma: “Desde que han aparecido los doctos se echan en falta los buenos”. Me temo, sin embargo, que no será posible saber con certeza “si consideramos la guerra un mérito o testimonio de nuestra imbecilidad”. Pues al ser inevitable, es decir, natural, innata, la valoración moral dependerá de la ideología del vencedor, de lo que esté en juego y del momento.
Pero escuchemos lo que “de ellos dice” Cicerón. “No me atrevo a decir -confiesa en “De finibus”- a quien pongo por delante de éste, hablará por mí la virtud misma”. ¿La virtud? No me extraña que le consideraran el orador más hábil de Roma, incluso que le compararan con Demóstenes. “Nuestro compatriota -comenta Longinos- se eleva la mayoría de las veces a una sublimidad escarpada, Cicerón, en cambio, se desparrama a todo lo ancho”. Aunque, en esta ocasión, su ardid no engañaría ni al jurado más lelo y corrupto. Observa la progresión: “Hablará por mí la virtud” proclama Cicerón; “remotamente”, reconoce Montaigne; yo «con absoluta seguridad” porque, de poder elegir, viviría como Torio, no por falta de valentía -que también-, sino porque mi manera de ser, mi daimón o la razón me impedirían imitar a Régulo. Aunque, más que admirar su determinación, habría que darle las condolencias por haberle tocado en suerte tal carácter, porque hasta “la prudencia tiene sus excesos y necesita tanta moderación como la locura”.
Veamos ahora cómo vivieron. Pues para elegir lo que más nos conviene, además de conocerse a sí mismo, hay que tener presente todas las opciones. “L. Torio Balbo Lanuvio no limitaba los placeres según la división de Epicuro, sino por su propia saciedad. Cuidaba, sin embargo, su salud; hacía el ejercicio necesario para comer con sed y hambre, tomaba alimentos que fueran a la vez exquisitos y fáciles de digerir, y en el vino atendía al placer y a que no le hiciera daño. Se procuraba todos los demás goces sin los cuales Epicuro afirma que no puede comprender qué es el bien. Estaba libre de todo dolor y, si alguno le hubiera sobrevenido, no lo habría soportado con debilidad, aunque habría recurrido a los médicos más que a los filósofos. Tenía un color magnífico, una salud perfecta, una gran simpatía; en suma una vida repleta de toda clase de placeres”.
Y, después de describir tan terrenal y jugosa vida, concluye Cicerón: “Éste es para vosotros el hombre feliz; vuestra doctrina os obliga a considerarlo así”. ¿Vuestra doctrina? Querrá decir el sentido común. Juzga sino por ti mismo. “Siendo Régulo enviado a Roma como embajador para el canje de prisioneros -cuenta Aurelio Víctor- habiendo hecho juramento de si no lo alcanzaba volvería disuadió al Senado y apartando a su mujer e hijos volvió a Cartago, donde encerrado en un arcón de madera con clavos por dentro fue castigado con vigilias y dolor”. Comprendo que dejara a la virtud hablar por él porque, en boca de un ser humano, no hubiese resultado creíble. Y menos en la suya si, como asegura Montaigne, “poseía en abundancia molicie y vanidad ambiciosa”. Yo, desde luego, no imagino volviendo a Cartago ni a él ni a nadie. Incluso me cuesta imaginar a Régulo. Aunque, como recurso literario, su intervención sea tan espectacular como los dioses en las tragedias de Eurípides. “Te ordeno que me escuches, ilustre hijo de Egeo. Te habla Ártemis, hija de Leto, Teseo. ¿Por qué te alegras, infeliz, de haber matado impíamente a tu hijo, habiendo creído en inciertas acusaciones, por las engañosas acusaciones de tu esposa?”.
Tampoco me extrañaría que fuera fruto de la imaginación, porque la credulidad de la especie, a menudo, raya en la necedad, la estupidez y la tontería. ¿No asegura Epicuro que “aun si fuera torturado el sabio será feliz”? Es la ventaja de las palabras, el pensamiento, el lenguaje sobre la fuerza bruta, las máquinas y las armas, que puedes afirmar, negar, hacer, deshacer sin dañar a nadie, y después, levantarte, apurar la copa, dar una cabezada, seguir bebiendo o quejarse como Hume: “Como, juego una partida de chaquete, charlo y soy feliz con mis amigos y cuando retorno a estas especulaciones me parecen tan frías, forzadas y ridículas que no me siento con ganas de profundizar en ellas”. Quizás olvidó que “hay renunciar a los placeres cuando se sigue un trastorno mayor”. Aunque, lo más probable, es que creyera que especular y jugar son cosas distintas. Pues, de lo contrario, no se sentiría feliz jugando al chaquete e infeliz especulando sobre Dios, el yo y el alma.
Cuídate