Admira Montaigne “la libertad y arrogancia de los espíritus antiguos que produjo en la filosofía y la ciencia muchas opiniones diferentes”. Yo su creatividad e inventiva, porque no creo que la teoría del big bang, de la gravedad cuántica de bucles, de la inflación cósmica, del estado estacionario y del universo oscilante de Gamow, Ashtekar, Guth, Milne y Steinhardt sean verdaderas por tener base matemática. Cicerón asiente, porque si no hay “ninguna diferencia entre las percepciones verdaderas y las falsas”, las opiniones serán más o menos verosímiles, no verdaderas y falsas. Séneca discrepa: “Lo verdadero y verosímil difieren entre sí: lo bueno armoniza con lo verdadero, lo verosímil se insinúa, seduce y arrastra hacia sí”. Pero si el bien armoniza con la verdad, y lo bueno depende del carácter, la verdad será -como defiende Cicerón- una opinión verosímil, “lo que a cada uno le parece”, como piensa Protágoras, o inaccesible, como asegura Demócrito. Montaigne insiste: “¿Cómo inclinarse a lo verosímil si no se conoce lo verdadero?”. Pues igual que los pirrónicos “se sirven de la razón para inquirir y debatir no para fijar y optar”, pero, en la vida cotidiana, “se acomodan a los impulsos naturales, aceptan las leyes y costumbres y admiten la tradición de las artes”, podríamos llamar verosímil a una opinión que en la práctica funcione, es decir, que sea material o espiritualmente útil.
Tú, sin embargo, a pesar de alabar la racionalidad de Hesíodo: “En primer lugar fue el caos”, la audacia de Anaximandro: “Hay una naturaleza infinita a partir de la cual se generan los cielos y los mundos contenidos en éstos”, la lógica de Anaxágoras: “Todas las cosas, compuestas de pequeñas moléculas en un principio mezcladas, fueron sujetas a un orden por el intelecto” y la imaginación desbordante de Platón: “Como Dios quería que todas las cosas fueran buenas, tomó todo cuanto es visible, que se movía sin reposo de manera caótica, y lo condujo del desorden al orden”, me reprendes por hacer con la religión, la filosofía y la ciencia, un amasijo similar al que imaginaba en la naturaleza “esa república de genios”. “Sería faltar a la verdad”, dices, como si alguna señal “permitiera distinguir lo verdadero de lo falso”.
Quizá no sea un problema de visión, sino de adjetivos. Y la verdad no sea “redonda”, como pretende Parménides, ni “universal y semejante”, como supone Montaigne, sino efluvios que, dispersos por el aire, podemos olfatear sin que se agote. O quizá la pujanza de la vida nos haga olvidar, como “el sabroso jugo del loto” a los compañeros de Odiseo, que estamos compuestos de cuerpo y alma. Porque es comprensible que introduzcamos orden, claridad, distinción y progreso en nuestras más elevadas construcciones: religión, filosofía, ciencia y arte. Pero extender las características de la razón, a la naturaleza y a nosotros mismos, parece excesivo y, lo que es peor, abocado al fracaso. Prueba de ello son sus epístolas, sus ensayos y mis cartas. Puedo enlazar ideas e incardinar citas en una con tanta coherencia y trabazón como el sistema estoico que, según Catón, “si se altera una sola letra todo se viene abajo”, pero no entre unas y otras y, menos aún, entre todas las cartas.
Séneca, por ejemplo, en la Epístola XXXIII afirma que “la verdad está a disposición de todos, nadie todavía la ha acaparado” y, en la Epístola LII, que “Epicuro se alzó con la verdad sin ayuda de nadie”. Montaigne, en su Ensayo “Sobre el arte de platicar”, confiesa: “Acojo bien la verdad doquiera que la encuentre, y a ella me rindo y le depongo las armas cuando la veo acercarse siempre que no se presente soberbia, adusta, magistral e imperiosa en exceso”, pero “no está, añade, como decía Demócrito, oculta en el fondo de los abismos, sino elevada a infinita altura en el conocimiento divino”. ¡Cómo si tuviéramos alas en lugar de manos y piernas! A la Verdad le sucede como a Dios, la Igualdad y la Justicia, que todos creen en ella, aunque nadie la haya visto.
Pero no se trata de lo que nos gusta, o debiera haber sido, sino de lo que fue. El pasado ni Dios ni los hombres pueden cambiarlo. Podemos manipularlo, ocultarlo, negarlo. Pero el tiempo volverá a sacarlo a flote. El principio de Arquímedes gobierna con idéntica inexorabilidad la historia, la política, los grandes hombres y nuestras raíces, con la misma fuerza e ímpetu que las neguemos, volverán a la superficie. No te equivoques, no se trata de que los mitos sean más hermosos que las leyendas bíblicas. No sabría decir si la muerte de Adonis pintada por Apeles es más bella que el Cristo de Velázquez, la teofonía de Zeus a Ino más que la aparición de Cristo resucitado a María Magdalena y el Pórtico Poikilé más que la Capilla Sixtina. No hablo de la habilidad e imaginación de orfebres, pintores y escultores sino de la savia, de la fuerza que mueve mentes y manos, hablo de libertad, del suelo que alimenta nuestras raíces. Podrán arrancar, podar, incluso cubrirla de sal, pero no eliminarla. Grecia, sus ideales, deseos, anhelos son y serán siempre nuestro suelo, porque “la libertad y el privilegio de no tener ningún dueño” son, para nosotros, como “eran para los griegos de antaño la definición y la línea maestra del bien”.
Así que puedes enumerar cuantas muertes quieras realizadas en nombre de Dios, lamentar, como Lucrecio, los crímenes realizadas en nombre de la religión y recordar, como Dicearco, que mueren más seres humanos por guerras que por causas naturales. Pero, no te engañes, no mata la religión ni la guerra ni las injusticias ni el hambre sino los hombres, como confiesa Séneca a Lucilio: «Me vuelvo más avaricioso, más disoluto y hasta más cruel porque estuve entre los hombres”. Y, aunque fuera la religión, no la mentalidad religiosa, llámese comunismo, nazismo, totalitarismo, progresismo, feminismo y machismo, culpable de hogueras, guerras mundiales, campos de concentración, revoluciones, gulags y checas, esos “individuos excelentes” existieron, y sus obras sobrevivieron. ¿O es que alguien, que no seas tú mismo, te impide saborear “La Biblia”, “La Ilíada”, “El Capital”, “Salo o los cien días de Sodoma y Gomorra”, contemplar “La Capilla Sixtina”, “La maja desnuda”, “La Pietá”, “El tránsito de Santa Teresa” y admirar en los museos Vaticanos los desnudos de Praxíteles, Fidias y Polícleto? Si la libertad no formara parte de nuestras raíces, la filosofía, la ciencia, el arte, la democracia, como los budas de Bamiyan, habrían desaparecido.
Desengáñate, no se trata de una lucha ideológica sino de poder. No combaten por Dios, la Verdad, la Igualdad, la Justicia y la Revolución, sino por el control de la manada. No se enfrentan por ideas sino por las mismas presas. Ayer fue Jesús, hoy Marx, mañana….¿quién sabe? “La pugna -advierte Séneca- surge entre competidores”, y con virulencia, porque disputan, en el mismo caladero, por los mismos peces. Comenta Montaigne que “si no se duda de muchas cosas es porque las impresiones comunes no se escudriñan jamás ni se sondean los fundamentos sino las ramificaciones que de ellos nacen”. Quizá, por eso, creamos que religión, metafísica y ciencia son compartimentos estancos; fe, razón, maniqueísmo, religión, cristianismo, islamismo y marxismo cosas distintas y confundamos cambio con progreso. “Es fácil -dice- acusar de imperfección una política, es fácil inducir a un pueblo al desprecio de las antiguas costumbres, pero establecer un Estado mejor en lugar del arruinado, ya es otra cosa, y con frecuencia se han hundido en ello los iniciadores de semejante empresa”. Y, así sucederá, mientras revolución sea sinónimo de sustituir, intercambiar, ocupar el lugar de otro, no de fraternidad, justicia y libertad de pensamiento.
Quizá, a los pueblos, les suceda como a los “animales y frutos”, que unos “nacen en un sitio a la libertad y en otro a la esclavitud”. Claro que Montaigne, como no conocía a Darwin, ignoraba que, para sobrevivir, hay que adaptarse a las circunstancias. Y, siendo nuestras raíces organismos vivos, los que ayer eran libres, mañana podrían ser esclavos porque, aunque nos guste más el cambio que la monotonía, la novedad más que la rutina, el avance más que el retroceso, las líneas sólo son fragmentos de curvas. Así que, en cualquier momento, el Big Cruch puede producirse, si la realidad, como alardeamos, posee estructura matemática. Pero sea el tiempo circular o lineal, haya habido o no un comienzo, reneguemos o no de nuestras raíces, Grecia, Roma y Cristo conformarán siempre nuestro suelo, como el dos siempre seguirá al uno, y la causa siempre será anterior al efecto. Y aunque, diacrónicamente, distingas a Zeus, Jehová y Júpiter, desde la tierra que pisas sólo verás individuos libres.
¿Un ejemplo? ¡Los libros! Los anaqueles de las bibliotecas son la mejor expresión de la libertad, de nuestras raíces. Las bibliotecas griegas -comenta Cicerón- “están atestadas de libros”, y las de Roma, Madrid, Paris, Berlín, Berna, Londres, Lisboa, Praga, Varsovia, Viena, Bruselas, Copenhague, Helsinki, Estocolmo, La Valeta, Budapest, Bucarest, Belgrado, Oslo, Praga, Mónaco, Sofía y Luxemburgo. Y no hablo de autores, ni de títulos, ni de lo que dijeron, sino de libros, de la libertad de escribir, publicar, conservar y transmitir nuestros pensamientos. La libertad de expresión forma parte de nuestras raíces. ¿O acaso crees que, las Vidas de Laercio, son un conjunto de biografías o de escuelas? “Las vidas y opiniones de los filósofos ilustres” son un compendio de individuos libres: Tales, Solón, Quilón, Pítaco, Biante, Cleobulo, Periandro, Anacarsis, Misón, Epiménides, Ferecides, Anaximandro, Anaxímenes, Anaxágoras, Sócrates, Jenofontes, Esquines, Arístipo, Euclides, Estilpón, Critón, Simón, Glaucón, Simias, Cebes, Menedemo, Platón, Espeusipo, Jenócrates, Polemón, Crates, Crántor, Arcesilao, Bión, Lácides, Carnéades, Aristóteles, Teofrasto, Estratón, Licón, Demetrio, Heráclides, Antístenes, Diógenes, Mónimo, Onesícrito, Crates, Metrocles, Hiparquía, Menipo, Menedemo, Zenón, Aristón, Herilo, Dionisio, Cleantes, Esfero, Crisipo, Pitágoras, Epicarmo, Arquitas, Alcmeón, Hipaso, Filolao, Eudoxo, Heráclito, Jenófanes, Parménides, Meliso, Zenón de Elea, Leucipo, Demócrito, Protágoras, Diógenes de Apolonia, Anaxarco, Pirrón, Timón y Epicuro. Los libros, confiesa Montaigne, “son la mejor munición que he encontrado para el humano viaje”, y yo para el mío.
¿Otro? Veamos. Fidias esculpió el Zeus de Olimpia, la Atenea Partenos, la Atenea Promachos, la Atenea Lemnia y multitud de dioses y diosas en la Acrópolis de Atenas. Pero, si Jerjes se hubiese apoderado de Grecia, ¿hubiese podido esculpir a dioses, héroes y hombres desnudos en los frisos del Partenón? Miguel Ángel esculpió el San Juan de Úbeda, el David de Florencia, el Moisés de la iglesia de San Pedro y la Piedad del Vaticano, además de pintar a Jesucristo, Adán, Eva y multitud de santos y pecadores desnudos en los muros de la capilla Sixtina. Pero, si no hubiese existido Cristo, habría esculpido a Dioniso, Zeus, Apolo, jóvenes atletas, guerreros, filósofos y pintado la teogonía, la gigantomaquia y el nacimiento de Venus en los templo de Roma y Florencia. ¿Por qué? Porque tan libre era Fidias como Miguel Ángel, y nosotros que contemplamos sus obras. Nuestras raíces no están en Zeus ni en Cristo sino en la posibilidad de que existieran, pudieran crear sus obras y hoy podamos verlas. “Vivimos como ciudadanos libres”, afirma con orgullo Pericles a los ciudadanos de Atenas, y nosotros.
Cuídate