Carta Romana XVI

     

     Siente Montaigne fascinación por Roma y sus habitantes. Y aunque, en su pasión, pudo influir que fuera el latín su lengua materna. Hay, en la Antigüedad, un perfume que algunas mentes perciben, quizá sea la lejanía, la imaginación, la fantasía o la fuerza de las convicciones. Pues aunque la experiencia enseña, -y corroboran bibliotecas y museos-, que vicios, pasiones y deseos, en fin la conducta humana, es y ha sido siempre la misma, no hay generación que no atribuya a las anteriores cualidades morales superiores.

    Menea el viejo labrador su calva cabeza….comparando el tiempo pasado con el presente, loando la fortuna de sus padres y hablando de la mucha piedad de antaño, canta Lucrecio con añoranza. Y, “¿quién vio nunca vejez que no alabase el tiempo pasado y criticase el presente?”, pregunta Montaigne desde su biblioteca. Nadie, mientras mentir y engañar sea necesario para la supervivencia de la especie. Al menos eso recomienda Varrón a reyes y gobernantes: Es menester que el pueblo ignore muchas cosas verdaderas y crea muchas falsas, también si son útiles: Siendo tan fácil imprimir sueños en el espíritu humano sería injusto no darle mentiras provechosas en vez de dañinas y superfluas. Y, para que no haya dudas -Montaigne detesta mentir y que lo malinterpreten- añade: No privaré al engaño de su categoría, porque eso sería entender mal el mundo, y me consta que el engaño ha sido usado provechosamente y que mantiene y nutre las más de las profesiones de los hombres.

    Me pregunto si la esperanza será igual de provechosa y nutritiva. Pues creemos que la educación, el conocimiento y la moral pueden modificar la conducta. Pero siuna misma naturaleza rige el curso de unas cosas y otras, los seres humano, sin distinción de edad, religión y sexo, se comportarán siempre de idéntica manera. Claro que si las mismas leyes rigen los átomos, la vida y las estrellas, pequeños variaciones evolutivas, imperceptibles durante milenios, con el tiempo, producirán cambios ostensibles, siendo, entonces, la inalterabilidad de la conducta humana un problema técnico, no natural, o sea debida al observador, no a la especie, aunque sería un progreso sin finalidad, dirección ni sentido. Lo que no sería un problema, como no lo es proclamarse hijos de Dios, lo mejor de la naturaleza, asegurarse la vida eterna, construir utopías y soñar paraísos, porque imaginación e inventiva no nos falta. Yo, por ejemplo, sustituiría el inconsistente río de Heráclito por algo más sólido como los continentes de Wegener, imaginándonos no como corrientes que fluyen en línea recta sino como placas a la deriva sobre un fondo legamoso porque, aunque cambiemos de aspecto, nuestra naturaleza es y será siempre la misma.

    Nuestro celo hace maravillas cuando secunda nuestra inclinación al odio, la crueldad, la ambición, la avaricia, el robo y la rebelión, lamenta Montaigne observando la crueldad y violencia de católicos y protestantes. Las mismas maravillas harían paganos, comunistas, islamistas, feministas e indigenistas porque no es el cristianismo, sino la mentalidad religiosa, o sea el fondo animal, el que mueve los hilos de nuestra conducta. Y, a pesar de reprender a Cicerón por sus disquisiciones semánticas, aclara: Hay quienes denominan celo a su propensión al mal y la violencia, y quienes atizan la guerra, no porque sea justa, sino porque es guerra. Y quienes utilizan la necedad, la bobería y la ignorancia para ocultar sus deseos y sus ansias de dominio, lo llamen discriminación positiva, igualdad y justicia.

     Sorprende, sin embargo, que ese profundo amor por la vieja Roma calara, a veces, superficialmente. Pues no creo que sus admirados Virgilio y Horacio, y menos aún Catulo, Marcial y Ovidio, pensaran que el acto sexual abatiera y hollara el orgullo humano, ni él si, en lugar de nacer en el Perigord, hubiese nacido en el Aventino. Y que no me vengan conque la sociedad era mojigata, el cristianismo la reprimía o era la ideología dominante porque ningún dogma religioso, social y político, impedirá satisfacer los deseos naturales, ni los superfluos y artificiales si a esta clase pertenecen casi todos los deseos humanos. Y, menos aún, si forman parte del carácter, porque algo debió influir que se casara a los treinta y tres años, no se apasionara por nada, se amoldara a las circunstancias y aspirara a no depender de nadie. Claro que añadir constantemente “es mi opinión”, “así lo creo”, “eso parece”, sería tan esperpéntico como el fiel Cratilo, que se comunicaba por señas para ser consecuente con los dogmas de Heráclito. Deformar hasta el ridículo a sus maestros es el sino de los conversos. Quizá deberíamos ahuyentar con un bastón a los que sacralizan ideas y concepciones, como Diógenes, que mandó que lo arrojaran en pleno campo sin enterrar. “¿Expuesto a  las aves y las fieras?” dijeron sus amigos. “Hombre, norespondió dejad junto a mí un bastón para ahuyentarlas.

    No creas, sin embargo, que el combate ha terminado, porque, aunque sexualmente no sea muy clásico, sí lo es su espíritu crítico, independiente y libre. ¿O crees que si Diógenes, Jenófanes y Heráclito hubiesen nacido en el siglo dieciséis, no hubiesen atacado la irreligiosidad de su época atacando a la razón como propone? No por defender el catolicismo sino porque, tratándose del Estado y la religión, el uso es mejor argumento que la razón, Dios y el espíritu. El comunismo, proclama Marx, es el enigma resuelto de la historia. La inteligencia debe ser más afín a la ingenuidad y al orgullo que al sentido común y la experiencia porque, de lo contrario, no creeríamos en verdades eternas y teorías definitivas como si la realidad, antes móvil, de repente se detuviera.

    O podemos juzgar o no podemos concluye Montaigne como si fuera lo mismo “podemos” que “puedo”. Los errores gramaticales, las faltas de concordancia, en fin el mal uso del lenguaje, debe ser una manera de amenazar, de poner nervioso, de desconcertar psicológicamente al contrario como los animales cuando enseñan los dientes, cambian de color e hinchan sus cuerpo para aparentar ser más fuertes y más peligrosos porque, sea o no una estrategia defensiva, “queremos, exigimos, prometemos” suena más amenazador que “quiero, exijo, prometo”. Quien imagine una perpetua confesión de ignorancia, un criterio sin inclinación, habrá concebido el pirronismo. ¿A Pirrón o a él mismo? Si de verdad quieres saberlo conjuga correctamente los verbos de las Epístolas, los Ensayos y las obras religiosas, filosóficas y científicas que más te gusten, conocerás los pensamientos, las opiniones y las convicciones de sus autores sin necesidad de confesiones, interpretaciones ni augurios.

      Cuídate